CELEBRACIÓN DEL PRIMER CENTENARIO DE LA POETA VENEZOLANA ELISABETH SCHON. DIBUJOS DE OSCAR ANTONIO SJOSTRAND LAYA. MUESTRA DE POEMAS

 

 

 

Crear en Salamanca tiene la satisfacción de publicar este homenaje dedicado a celebrar la primera centuria de Elizabeth Schön (Caracas 1921-2007), poeta, ensayista y dramaturga venezolana, galardonada con el Premio Municipal de Poesía (1971) y con el Premio Nacional de Literatura (1994), entre otros. Su obra poética consta de los siguientes títulos: La gruta venidera (1953), En el allá disparado desde ningún comienzo (1962)., El abuelo, la cesta y el mar (1965), La cisterna insondable (1971), Mi aroma de lumbre (1972), Casi un país (1972), Es oír la vertiente (1973), Incesante aparecer (1977), Encendido esparcimiento (1981), Del antiguo labrador (1983), Concavidad de horizontes (1986), Árbol del oscuro acercamiento (1992), Ropaje de ceniza (1993), Aun el que no llega (1993), Campo de resurrección (1994), La flor, el barco, el alma (1995), La espada (1998), Del río hondo aquí (2000), Ráfagas del establo (2002), Las coronas secretas de los cielos (2004), Visiones extraordinarias (2006) y Luz oval (2007).

 

Oscar Antonio Sjostrand Laya

 

Los retratos son de Oscar Antonio Sjostrand Laya, maestro del dibujo, nacido en Puerto Cabello y ahora residente en Caracas. La edición litográfica de los mismos, así como el montaje y diagramación corresponde a Miguel ángel Shlouman. La selección de los poemas ha sido hecha, sin indicar el poemario de procedencia, por el poeta Alfredo Pérez Alencart, profesor de la Universidad de Salamanca y director de los Encuentros de Poetas Iberoamericanos de Salamanca.

 

Portada diseñada por Oscar Antonio Sjostrand Laya

 

 

Decimos amor

y nos rebasa

la blancura de lo exacto.

Así el ventanal de la flor inalcanzable.

Al barco no se le llama

llega a tierra

sin ningún faro que alumbre.

 

 

 

 

La vida va en la rosa

La muerte en hacer que la próxima rosa

aparezca y sea un rayo otro

para la espesura de la desaparición.

La una apelmaza

la otra reemplaza, entrega

La vida tiene cuerpo de sol, sal

cuerpo de agua azul verde

cuerpo de sexo y rapidez

La muerte es un hombrillo

envuelto en el plumaje de lo oscuro

Ella nada posee

aguarda que la vida la escuche

Se abren entonces las redes de las puertas

para que se toque la arena honda,

vislumbrada desde el instante

en que fueron vistos los asientos

para el alma en ti:

piedra blanca del amor

 

 

Para mirarla

raspamos el cielo

y se desprenden las nubes

la lluvia, la centella

aun lo luminoso, esférico, espacial

desde el primer instante del sol.

Ni aun así

concluye nuestra reyerta contra la inmensidad

como si a la flor

no pudiéramos arrancarla de los cielos, de la tierra

donde cabe lo que se dice de ella

nunca parecido a cuando vive

dentro del largo pasadizo del alma.

 

 

 

 

 

El rayo abre el recuerdo

lo fragmentado del olvido

el despertar del sueño

cuando pisa

el lado contrario de su perfil.

La flor en la abertura del origen

y su inalcanzable principio original.

 

 

La palabra es orilla de aquel tallo

desde el primer instante solitario del vacío.

Tiempo parejo de lo inmensurable

igualmente aquí,

en los cardones de hiriente boscosidad,

en las tejas destruidas por el desamparo.

Y ella íngrima, inexistente, en los arcos de las flores,

en la corriente de lo justo,

y alguna calle envuelta

en la alegría de un camino

inexplicablemente inmenso.

 

 

Ni ausente ni presente.

En ninguna parte

como el pozo que abandonó su cuenca

y no recordó la soledad

como el árbol

que dejó de estar entre las raíces

la cerca del becerro

envuelto en el agua mansa de la inmovilidad.

Flor de escena impronunciable.

Crepúsculo del vacío primigenio

sin cesar.

Redonda prolongación

cuando está nadie la sospecha.

Elisabeth Schon y Oscar Antonio Sjostrand Laya

 

Te gustaba oler el jengibre

la hierbabuena

paladear el sabor claro del horizonte.

Si te acercabas a las raíces

buscabas aquélla que de alguna manera

te podía indicar el rumbo

de la nube que no pudiste poseer.

Y mecías las hierbas

que ya nadie recuerda

y permanecías junto a ellas

por largo tiempo

llevándote entre la lengua

el grano blanco que durante días

había nutrido las aguas de los ríos

con los atardeceres y el sol.

 

 

Ni se retira ni desiste.

La carga el rostro

como si no fuera rostro.

La lleva el sueño

como si no fuera sueño.

Y

¿Por qué no ha de contenerla el potro,

la madera, el sedimento?

Pertenecemos a una rueda

que se abre, se cierra,

se cierra, se abre.

No hay flecha, detención.

El ave adelante haciendo estelas.

El ave fuera en luchas y estallidos.

 

 

 

No instala puertas,

peces, vendavales.

Se le dice flor

y ¿puede poseer algún otro nombre?

Porque del brote parte el rayo,

del rayo la serpiente

y de la serpiente

lo salobre de la brisa.

La flor de donde emerge

si no la atrapamos en lo visible

ni en lo invisible:

abundancia de alas

no alas de las aves

ni de la razón.

 

 

 

En lo invisible

lo entrañable que expone fuera la voz,

la palabra.

Y la escritura es un hilo alto,

largo, denso, translúcido,

que traspasa desde lo oculto,

sonoro de la vida,

hasta el tiempo de la memoria

donde de vez en cuando algo yace

y cae quizá para la flor

que igual al olvido es inaprensible.

 

 

 

Anochecer del barco

en el aroma de la flor

y su visible nube

de oveja que amanece:

suerte del día

para el que ama.

Caja de sol.

 

 

 

 

El amor arriba,

se expande

entre el peregrino de los andurriales

y el golpeado por los aires brillantes.

 

 

Con los dedos recogemos las raíces.

Con el alma vigilamos

lo que no descubre la mirada.

Ella ni sujeta ni carga.

Es la flor de ningún polo

desierto.

Lo desértico aumenta

si no devolvemos

los oleajes claros de la vinculación.

Si se clava el fruto en la piel

y se hincha

es que el agua nunca existió.

La flor lo supo siempre

sin saberlo como lo sabes tú

como lo sé yo.

 

 

La recibió el corazón

se le había atado un pétalo

del que nunca supo dónde comenzaba,

dónde concluía.

Nunca antes habíamos sentido

la presencia de una flor intocable.

 

 

 

Rompe y hallarás

lo que va entre los aires

hacia donde la copa ofrenda

y la mujer se tiende junto al pozo

con la nube dentro

para escuchar el río nuestro

del propio sonido interno:

rastro de la tierra

en el camino del árbol inarrancable

y la abertura del relámpago.

 

Presentación de ‘La espada’, dedicado a Oscar. Alfredo Silva Estrada, Elizabeth Schon, el rector de la Universidad Simón Bolívar, Cristina Alemán y Oscar Sjostrand.

 

He aquí la tempestad. Dóblase el follaje y la selva se giba como rueda de carretón. El viento tumba frutos y nidos. El rayo parte en rebanadas los grandes árboles. Escóndense los loros y los querrequerres. El trueno se confunde con el ladrido de las ramas. La oscuridad es temible, semejante al ataque del tigre hambriento. No hay rapiña ni maldad; un pájaro destrozado entrega su canto a lo eterno.

Luego, la quietud, la tranquilidad mortal del rocío. Un murciélago vuela y caen gotas sobre la hojarasca, es que alguien en la lejanía suma rubíes. La selva comienza, otra vez, a sacudir su melena de escalofríos, tumbas y, lentamente, reaparecen los millares de insectos que pululan en deseos incontrolables. La selva retorna como si la hubieran narcotizado y volviera a su encuentro, salpicada con hebras de río, tejida por los rastros de la furia de Júpiter. Casi, convaleciente, vuelve a su habitual pregón de arañazos, martillos y yunques.

 

 

Digo mar

resplandecen las rodelas

se alargan los alcores

mas sólo he pronunciado

aquella voz primaria

traslúcida

vibrante

con la que el hombre

se unió a la tierra y a los cielos.

 

 

Estarnos cercados.

El espacio amordaza.

La altura desaparece.

Se ha perdido la inmensidad

permaneciendo un oscuro cascarón

que busca afanosamente

el borde final del cielo.

 

 

Esa sangre latiendo

sin otra cercanía que la del viento.

Ese rostro contra los espacios

serenamente deshojándose hacia dentro

donde la huella no cede.

¡Ah de su irrompible resignación!

La piedra permanece

para que lo frágil se sostenga.

Elisabeth Schon y Oscar Antonio Sjostrand Laya

 

ELIZABETH SCHON Y EL ÚLTIMO DÍA

Terminé mi almuerzo y vi que ya era la una de la tarde, un señor vino a visitarla y fue a su habitación, era hora de despedirme e ir a la consulta, entré a su cuarto y el señor estaba sentado a su lado. Al dirigirme a ella, volteó y le dijo al visitante: » Doctor, él llegó a esta casa de pantalones cortos y mírelo como está ahora, todo un señor y artista «, agradecí ese hermoso gesto y le dije que volvería al día siguiente. Pero no hubo un día siguiente. Pensé llamarla al llegar a casa después de la cita médica, pero no lo hice, las molestias y los calmantes que me suministraron lo impidieron. No recuerdo la hora exacta, tampoco quiero saberla. Serian como las 8 de la noche o más, no recuerdo, cuando sonó el teléfono y al responder era Francisco que muy afectado me informó que nuestra amada Elizabeth Schon, había partido. No asistí a su funeral, no creo en homenajes ni rituales post mortem, creo que todo debe ser en vida.  No después de muerto, no tuve ningún tipo de remordimientos ni los tengo ahora. Cumplí con el propósito y la voluntaria misión que me propuse, estar con mi amiga tan querida hasta el último momento de su vida y así fue. La adorada amiga poeta, Ruth Vidaurre me llamó temprano al siguiente día del funeral de Elizabeth y me dijo: » te comprendo y si yo me hubiese comportado con ella esos últimos días, como tú lo hiciste, también habría hecho lo mismo «. Desde el 15 de mayo del 2007, nunca más volví a La Avenida El Paseo de los Rosales, hasta el 2019 que fui a la Iglesia Monte Carmelo, situada frente a lo que fue su casa y no quería ni voltear hacia allá, un paredón color rosa impide su visualización, apenas se distingue la copa del chaguaramo que está en la entrada. No he vuelto más y procuro no pasar por allí. La avenida El Paseo de Los Rosales, ya no existe para mí.

Oscar Antonio Sjostrand Laya

 

 

 

 

 

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