‘LAS EPICLETI, EPICLESIS, DE JAMES JOYCE O LA PASIÓN POR LA LETRA’. COMENTARIO DE MILAGROS MATA GIL

 

 

 

 

Crear en Salamanca se complace en publicar este comentario de Milagros Mata Gil (Caracas, Venezuela, 1951), escritora, profesora de Castellano, Literatura y Latín, periodista, narradora e investigadora en literatura venezolana. Miembro correspondiente de la Academia Venezolana de la Lengua desde 2011. Autora de la letra del himno del municipio Heres del estado Bolívar. Entre su obra publicada se puede destacar los libros de ensayo:  Héroes y tumbas en Armas Alfonzo;  La Cuenca del Unare según Alfredo Armas Alfonzo; La Rebelión de las Ficciones;  El Pregón Mercadero (Crítica Literaria e Integración Latinoamericana); Ensayos diversos, Sobre una ciudad campamento (In Loco Remoto); Una reflexión sobre el espacio en la novela venezolana; Los Signos de la Trama; El Orinoco es una Identidad;  Balza: el cuerpo fluvial;  Tiempo y Muerte en Alfredo Armas Alfonzo y José Balza;  Elipse sobre una Ciudad Sin Nombres. Las novelas La Casa en Llamas (1986); Memorias de una antigua primavera (1989); Mata El Caracol (1990); El Diario Íntimo de Francisca Malabar (1992) o El caso del Pastor Acosado (2019); Entre los premios que ha recibido, están: Premio Fernando Pessoa (1986); Premio Casa de Cultura de Maracay (1986); Premio Narrativa de Fundarte (1987); Premio Miguel Otero Silva Editorial Planeta (1988); Premio Cuento Juan Rulfo (1988); Premio el Internacional Novedades- Diana México (1988) o el Premio de novela de la III Bienal de la Literatura Mariano Picón Salas (1995), entre otros.

 

 

 

LAS EPICLETI, EPICLESIS, DE JAMES JOYCE O LA PASIÓN POR LA LETRA

 

Nunca se había hecho literatura así […] Letter, litter,

donde la letra es el basurero: más aún, después de él

la literatura ya no puede ser lo que había sido.”

(Jacques Lacan)

 

(Dedicado a mi amigo el joyceano)

 

I.

 

¿Quién es ése a quien tantos nombran, pero al que pocos pueden definir? Como (un) Dios, James Alousious Joyce se nos aparece en las imágenes que lo invocan: los ojos jóvenes y la mirada vivaz en la primera década del siglo XX. Los ojos viejos, apagados, casi ciegos, apenas 20 años después.

 

Él es un autor irlandés. Dublinés, más bien y sus obras transcurren en el microcosmos que construyó sobre la personal memoria de Dublín. No hay más: ese localismo, ese mundo circunscripto, cuya concepción también se encuentra en alguien como Homero, en alguien como Eurípides, en alguien como Proust, como Faulkner, como Armas Alfonzo, y es, paradójicamente, la clave de su inmortalidad.

 

II.

 

El secreto es, si hubiera alguno, la voluntad de transmutar la cotidianidad en mito asumiéndola ontológicamente,  mediante (tal vez a través) de la palabra, de la letra, del verbo. James Joyce es un avezado maestro del equívoco, de la ocurrencia y la agudeza. Se place en meterse (y con él a sus lectores) en un prodigioso laberinto construido palabra por palabra, letra por letra. Desde sus ensayos juveniles, hasta “Finnegans Wake”, él lleva al límite el arte de destrozar y descomponer las palabras, de pulverizarlas y recomponerlas a su aire.  Tal como él mismo advirtió, su obra no cesa de dar trabajo a los académicos. Y lo hará, según Lacan por lo menos durante trescientos años. (Lacan, 2013), y es así como no dejó de cautivar a grandes autores como Samuel Beckett, T. S. Eliot, Italo Svevo, Frank McCourt, Henry Miller, Jorge Luis Borges o Philip K. Dick.

 

 

III.

 

Hay que destacar su intimidad con la lectura. Fue un gran lector y, apuntalado con su conocimiento y dominio de varias lenguas, entre ellas el griego y el latín (estudió Lenguas Clásicas y Modernas en el Trinity College y trabajó un tiempo como profesor en Berlitz) desarrolló los conocimientos que potenciaron su discurso. En el capítulo del Ulises donde Stephen Dedalus llega a la biblioteca, Joyce la relaciona con el lugar donde uno puede olvidarse de todo, tal como Ulises y sus compañeros en la tierra de los lotófagos.En aquellos estantes yace un riesgo semejante al que encontraron Ulises y sus hombres: olvidar hasta el deseo de volver a la patria.

 

El concepto de patria en Joyce es siempre el de un territorio en la memoria más que de un espacio geográfico. La patria es el hogar, la historia, la música y, sobre todo, la lengua. Como en todo país conquistado, y conquistado a sangre y fuego, la lengua es la de los conquistadores: ajena, por lo tanto. Es algo que debe ser minuciosamente rodeado, algo para apropiarse. Como lo fue para los modernistas latinoamericanos como lo fue para Darío, lo fue para Joyce (y antes para Yeats) un irlandés que asumió el habla de la rechazada, odiada, metrópoli. Para 1912 Joyce anunció que su escritura era una Epicleti, deformación de Epiclesis, que es la invocación que se hace sl Espíritu Santo para que transforme la hostia en el cuerpo y la sangre de Cristo.

 

 

IV.

 

Umberto Eco, en su ensayo “Las poéticas de Joyce” (2000), muestra la influencia del lenguaje litúrgico y de Santo Tomás de Aquino, Ibsen y los simbolistas en la actitud y en la obra de Joyce. Eco distingue tres etapas en lo que denomina “el proyecto de Joyce”: la escritura juvenil (Dublineses, El Retrato del artista adolescente) marcada por las teorías que buscaban la impersonalidad poética, la obliteración del escritor y por la enorme influencia de Ibsen. Luego, la escritura del “Ulysses”, en la cual la técnica, la forma y el contenido poético son indiscernibles. Y finalmente la poética de “Finnegans Wake”, donde la historia de las palabras es la historia de los hombres.

 

En toda esa escritura tan lógica y loyoliana, tan aristotélica, en suma, resplandece la influencia de la lengua italiana proveniente de autores como Dante, D’Annunzio, Cavalcanti, Svevo y Giordano Bruno. Aunque lo verdaderamente suyo en Joyce es crear vida: lo suyo son la vida y el arte, que asume como una misma cosa, aunque con ello esté garantizado el caos y el sufrimiento. Por eso concluye que escribir es peligroso: “se trata de equivocarse, triunfar, ser demiurgo, crear vida de la vida”, dirá en el “Retrato”.

La escritora Milagros Mata Gil. Foto de Juan Raydán

 

 

 

 

 

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