“LA MUJER QUE ABRAZABA A LOS ÁRBOLES”, DE DAVID MORELLO CASTELL. COMENTARIO DE MANUEL QUIROGA CLÉRIGO

 

David Morello Castell

 

 

Crear en Salamanca tiene a bien publicar el comentario escrito por nuestro colaborador Manuel Quiroga Clérigo, en torno al poemario de David Moreno Castell, publicado recientemente por Ediciones Tigre de Papel.

 

 

“LA MUJER QUE ABRAZABA A LOS ÁRBOLES”

 

“Ahora sé que debo nombrar la primavera”, escribe el poeta Juan Cobos Wilkins en su libro “Matar poetas”. José Manuel Caballero Bonald nos ha dicho que “la poesía es la madre primera de la literatura”. De similares mimbres se nutre un reciente libro de David Morello Castell (Madrid 1976) como suele suceder con los poemarios de los interesantes creadores. Y es que el imperio de los versos penetra, suavemente, en el corazón de los seres humanos para eso, hacerles nombrar la primavera o reconocer que la poesía es la primigenia sensación de quienes desean hablar de lo permanente. ¿Y qué es lo permanente? Pues Morello, por ejemplo, habla de “La sábana blanca de la madre” y Concha Lagos de ese “Laberinto de noches y de ausencias”. Seguramente, entre ambos versos está la vida. El libro que tenemos entre Mozart y ordenador es “La mujer que abrazaba a los árboles”, que el autor dedica nada menos que “A las mujeres de mi vida. A Mayka. A mi padre muerto. A ti, madre, siempre”. Y aquí está la eternidad, sin ir más lejos.

 

 

 

De todas formas conviene recordar una especie de principio, o poética, que el autor coloca precisamente en la contraportada del ejemplar: “Persigue un incendio la estrella/su calor en el oscuro./Mis pasos a tientas donde la vida sonaba en una voz./Recorro el territorio del jazmín y los recuerdos,/la eterna madreselva regresando cada tarde/guiada por los lazarillos que urden la nostalgia./Así alcanzo la tumba de la última noche./Sólo es una casa herida por la luz./Alumbra no más que la memoria”. Y, enseguida, comienza la danza gramatical, los suspiros del verso, el ritmo de la vida:  “Madre, dime para qué sirve el mar…” interroga humildemente. Y luego el mismo responde “Todo es memoria indescifrable”. Y ya está hablando, casi ininterrumpidamente, a la madre, a la mujeres, a todas las madres, a todas las mujeres, como si en este diálogo le fuera la vida, como si el autor viera en ellas el más claro horizonte de la realidad, del amor, de la esperanza, tal vez porque “El amor es una senda que traza su destino en la sangre”.

 

 

 

La parte primera nos muestra un espacio algo amargo, como cuando se dice que “El dolor es un animal sin tacto” o que “la vejez es un gigante”. Hablar a esa mujer insólita pero anclada en el espacio inmenso de todos los afectos nos permite, no sólo algún suspiro, la búsqueda de la ternura permanente, del arraigo de la carne. En las guerras, en las catástrofes, en los últimos momentos de la existencia los seres humanos sólo tienen una palabra en sus labios y una imagen en la mente. Madre.

 

Los de este libro son generalmente cortos pero el largo poema que da título al poemario, algo más largo, es todo un compendio de razones que pueden explicar el amor, el temor, la dimensión de todos los afectos: “Conviene besar la aparición, pisar/el terreno original en el mar de los ojos/diluirse en el fulgor,/vivir para siempre en ese abrazo”, termina escribiendo Morello. Después, posiblemente, hable la propia madre, la mujer cercana, amante, esposa, compañera, vecina de ojos transparentes, o se hable a la madre, etcétera: “Detrás de esas paredes reside el dolor del abrazo extraviado“. Hay un mundo abierto a todas las sensaciones. “Vine al dolor por la alegría”, escribía Rafael Montesinos, de quien se cumple un siglo desde su nacimiento. Y David Morello susurra “Ya no cantas, en cambio no dejo de escucharte pausada, dolorosa, casi recuerdo” al final de un poema que comenzaba, tristemente, así “Vino al dolor por las venas rotas de los antiguos tanatorios…”. Siempre es posible renacer tras la incógnita de la muerte y el alejamiento, volver a la simple alegría de la memoria tras superar los espejos cerrados de la nada. A fin de cuentas  abrazar un árbol o descubrir un horizonte es vivir.

 

Morello fimando ejemplares de su `poemario

 

Curiosamente con un título, digamos, paralelo el sociólogo Ignacio Sanz residente en Segovia dedicaba “Un canto a la naturaleza y una historia de esperanza e ilusión sobre aquellos que nunca se dan por vencidos”. El libro es “El hombre que abrazaba a los árboles” (Ediciones Tigres de Papel), el relato de un viejo leñador que se vive entre los pinos castellanos y las secuoyas canadienses, tratando de salvar a ambos de la ambición del capitalismo depredador. Nada más horrible que convertir en alacena un árbol vivo que acoge a los pájaros y da benéfica sombra a cambio del sucio estipendio de unas monedas, como las que recibió el Iscariote. Así que aquí no se analiza el complejo de Edipo ni el deseo humano de contemplar el rostro amado sino, sobre todo, de perfeccionar ese abrazo, el que una mujer prodiga a los árboles o el que todos los varones del mundo prodigan a “sus” mujeres, sin que ello tenga un tono políticamente posesivo. “En el papel de la certeza/aplasta ahora el rigor de la penumbra./Fue un instante la luz”, escribe Morello. Y Jaime Sabines “Me haces falta para andar, para ver, como un tercer ojo”.

 

Morello Castell

 

Aquí enfrente avanza la primavera, casi sin permiso, como hace tres días en el norte de África. Los árboles siguen cobijando pájaros y miradas. Los almendros se cubren de florecillas blancas, los naranjos esparcen su perfume en el escote de las féminas, los prunos se adornan con su color de emociones. Morello, en la segunda parte del libro, comienza diciendo “Persigue un incendio la estrella/su calor en lo oscuro” y luego, o sea, enseguida dedica un espléndido poema a su padre: “No saben las formas de los árboles que está tu mano en ellas”. En las manos abiertas de los seres amados está la naturaleza, el arco iris, las rosas benéficas, no la que mató a Rilke, el inapreciable recorrido por el mar y la esperanza. “Llevo sus nombres por la oscuridad de lo bello”. También lo oscuro, la serenidad de la noche, tienen su capacidad para enternecernos, acercarnos a la bondad de todo cuanto es bello en la inmensidad de nuestra ventana. Digamos que estas páginas nos reconfortan, nos animan a seguir siendo parte del mundo de lo hermosamente perecedero. Porque, lo dice David Morello, “Todo habita en un nido que tejió la sangre,/el cofre ardiente y helado de la pasión”.
“Poblar un mundo de nosotros” dice Eduardo Merino Merchán, citado por nuestro autor en la página 82 donde, seguidamente, nos anima a “Construir el universo del refugio”. A veces ese refugio es simplemente el amor, una mirada, un abrazo, un momento idílico. Otras es, sin más, el recuerdo como cuando Morello considera “el amor la única superficie sobre la que caminar”.

 

Los jilgueros insisten en su vuelo, el mirlo canta. Los poetas siguen hablando del amor, de la existencia, de la madre, de la mujer, de la luz. La mimosa amarilla llega a la terraza.

 

Manuel Quiroga Clérigo

 

 

Aún no hay ningún comentario.

Deja un comentario