DIEZ POEMAS INÉDITOS DEL MEXICANO OMAR ORTEGA LOZADA PARTICIPANTE EN EL PREMIO PILAR FERNÁNDEZ LABRADOR

 

 

  El poeta Ormar Ortega Lozada (foto de Carlos Montoya)

 

 

 

Crear en Salamanca tiene la satisfacción de publicar estos poemas de Omar Ortega Lozada (Apan, Hidalgo, México, 1978). Autor de los cuadernos de poesía Matices de la piedra, Aleteos de colibrí, Luciérnagas y Donde la noche se hace llama. Textos suyos han sido incluidos diversas antologías y revistas. Fue director de la revista literaria Sonarte; publicación que resultó beneficiada, en dos periodos, con el estímulo Edmundo Valadés para revistas independientes por el FONCA. En 2015 se hizo acreedor al tercer lugar en el Concurso Nacional de Literatura convocado por el ISSSTE. Fue merecedor del Premio Nacional de Poesía Rosario Castellanos 2016 de la Universidad Autónoma de Yucatán. En 2019 obtuvo mención honorífica en el Premio Internacional Caribe-Isla Mujeres de Poesía.

Relieves sobre la piedra salmantina. Foto de José Amador Martín

 

Ortega Lozada  participó en la VII edición del prestigioso Premio Internacional de Poesía ‘Pilar Fernández Labrador’. Su libro presentado, ‘José Watanabe esboza algunos animales antes de escribir un guion para National Geographic’, estuvo bien valorado por el Comité de Lectura, quedando ad portas de los 15 trabajos finalistas. Recordemos que se presentaron 1017 libros al concurso. Los poemas aquí publicados forman parte del trabajo presentado y todos son inéditos, por lo que agradecemos al poeta mexicano.

 

Foto de José Amador Martín

 

CON LA LLUVIA

 

 

Después de las torrenciales lluvias

que trasegaron charcos hasta dejarlos a media calle,

los renacuajos celebran en masa

              su existencia

 

Lascas de limo —ensayos de Dios durante la creación—

agitan desmesuradamente su cuerpo

para desplazarse sobre el fugaz estanque,

        alimentarse de lo que el edén ofrece,

        reconocerse en el caleidoscopio del agua.

 

Pareciera que todo lo hacen con demasiada prisa,

sin disfrutar el momento;

pero ¿quién garantiza la permanencia del agua frente al sol?

 

Aquellas larvas no se desgastan en cavilaciones:

nadan; disfrutan y comparten el espacio

                              con los niños que brotaron con la lluvia.

Foto de José Amador Martín

 

 

VIDRIO SOPLADO

 

 

En su condición de dios de 9:00 am a 6:00 pm,

con la caña de bronce, el artesano

forma un sol cautivo

                         cuando azuza la flexibilidad de la arena;

el vidrio expande su cálido vientre,

            su placentaria transparencia.

 

Con su espátula de dios,

su prominente cayado de dios,

y su adusto seño de dios

–señal de su proclividad a la creación–,

el vidriero sopla la caña;

corta y pega la incandescente anatomía del pez,

                        la gira para tonificar el cuerpo,

corta las aletas caudales

                          y su sudor refresca la fragua,

con otros giros afina las dorsales

y el rompecabezas de la muerte que completará el anzuelo

 

Entre vuelta y vuelta el pez toma forma,

y con su tijera de dios

el artesano corta el cordón umbilical,

                           le obsequia el hálito.

 

El pez se contorsionista, salta,

reclama el agua;

pero, es inútil;

sólo será un adorno

aunque se sabe listo para el mar.

 

 

 

GUSANO MEDIDOR

 

Bajo la sombra de un peral

los novios juegan a esconderse del sol,

             de su ardiente mirada de padre receloso,

             de su complicidad de madre.

 

Quizás por la fugitiva sonrisa de la novia

cae un gusano medidor

                           sobre el escote de su blusa,

                           sobre la seda de su piel,

                           de los abultados bordes de la fruta

                                                a los carnales cautivos.

 

Por un instante, el muchacho odió al gusano,

luego se llenó de envidia

                      al ver que logró lo que él no.

 

¿Cuántos cuerpos medirá el deseo?

 

La muchacha dejó a los gusanos recorrer su cuerpo.

 

 

 

FUEGO CAUTIVO

 

 

Después de festejar la Navidad viene un breve descanso

y luego el maratónico ensamble de viandas, bebidas, música y conversaciones.

Entre el tumulto, la tarde nos abraza nuevamente

y todos nos reunimos en la cocina

donde el ambiente se vuelve más intenso.

 

Las cumbias y el bullicio agitan sus alas ante el cautiverio de la festividad,

es cuando el loro

—que está en la esquina de cobertizo— 

se incorpora,

levanta el vuelo su algarabía;

parla una nostalgia a través de la repetición de nombres ilegibles.

Para los demás intangible es la emoción

que lo impulsa a incorporarse al bullicio.

Todos carcajean su participación en la algazara,

algunos le avientan semillas de girasol,

otros le atascan sinsentidos para que los repita,

y él accede ante cada atención que viene de fuera de la jaula.

Por instantes le observo: el verde de sus alas lentamente se consume

y el fogoso amarillo de su pico se apaga,

como si extrañara la lluvia entre la selva.

Cuando deja de ser novedad es una silenciosa flama que crepita para sí,

murmura un resquemor o una nueva salmodia para atraer las miradas.

En ese momento una parvada rompe la atmósfera.

La mirada del loro vuela alto,

se une a los suyos y se pierde en lontananza,

mientras que, tras las rejas,

contrito,

el fuego cautivo está por extinguirse.

 

 

Foto de José Amador Martín

 

 

INTERMITENCIA

 

 

En las afueras de la ciudad festejamos el cumpleaños de mi hija.

En los últimos días de mayo el calor y el aire hurtan

las viejas hojas de los árboles para dar paso al verdor de los pimpollos.

Ni refrescos embotellados ni cervezas fueron suficientes

para desprenderse del abrazo del bochorno,

así que una piscina acabó por pagar las consecuencias,

y los acompañantes a perder la formalidad.

 

El sol comenzó a retirarse junto con algunos invitados,

y la tarde a mostrar los despojos de la celebración y la bienvenida al silencio;

sólo unas cuantas sombras de adultos quedaban atadas al hilo de la conversación

donde se tejían distorsionadas y desteñidas anécdotas,

mientras las de los niños quedaban inconclusas 

al sumergirse en los juegos del teléfono inteligente,

hasta que las luciérnagas llegaron:

la intermitencia de su luz nos avisaba que el tiempo no se detiene en su andar.

Los más grandes comenzaron a atrapar la luz de sus recuerdos

con ayuda de vasos desechables

y otros,

con la complicidad de la ceguera,

a empujar a los demás.

La curiosidad invitó a los pequeños

quienes se unieron a la maraña de risas y reminiscencias.

El tiempo se detuvo pero no la luz de la experiencia.

Mientras tanto, los teléfonos hacían rabietas

con sonidos brillantes y escandalosas luces 

ante el inminente olvido de todos los presentes.

 

Foto de José Amador Martín

 

 

FRAGMENTO DE SOL

 

 

En la alameda central de la CDMX,

dentro de una jaula

–matrioshka citadina–

silva un fragmento de sol;

su sonido es más intenso que su refulgencia.

 

Una pareja de novios quiere saber qué les depara el destino.

Por diez pesos

el dueño de la atracción

–probablemente un gitano que conoce Macondo–

proclama un armisticio entre jaula y canario.

 

Un grano de alpiste vuelve al ave

asalariada de la suerte:

extrae la carta del oráculo

y extrañamente abraza el cautiverio,

sabedor de que mañana habrá otros que necesitarán otra semilla

para construir su propia jaula. 

 

 

 

MARCAR LOS ANIMALES

 

 

A caballo, los caporales arrean las reses hacia el corral.

El gemido de los goznes del portón

               se confunde con el de la manada.

El polvo acompaña a la multitud;

               quiere ayudar en la faena.

 

Dentro del corral, los caporales alistan caballos, monturas y reatas,

acuerdan cómo marcar los animales.

El fuego también crepita algunas instrucciones

mientras inflama los contornos del acero.

 

Las escaramuzas son ramilletes de ruidos:

las cuerdas capturan los resoplos de las vacas,

          queman sus cuellos y los de las sillas de montar,

tensan el temor hasta la asfixia,

y el equilibrio cede.

 

La hoguera azuza un ardoroso quejido que marca el nombre del dolor

cuyo aroma se retuerce como flor de humo.

 

La escena se repite con variantes que la improvisación se saca del sombrero.

 

Fatigados todos,

                       el fuego se esconde en la ceniza,

las vacas pacen un punzante rencor,

mientras los vaqueros curan sus heridas con alcohol bajo la sombra;

supuran un sudor que embriaga.

Mañana descubrirán,

en silencio, que el sol hizo lo mismo.

 

Foto de José Amador Martín

 

 

LAS MARIPOSAS NO MIENTEN

 

                                                                       para Nadia

 

Uno de esos días, donde el sopor revoloteaba con el bochorno de las lluvias

en el charco que adorna el frente de la casa

—oasis de urbanismo en decadencia—,

una bandada de mariposas ondeó sus estandartes como si hubiesen tomado el

[lugar por asalto;

trajo el recuerdo de un video

—que en uno de tantos viajes en camión de primera clase exhiben

para tener cautivo al ocio:

el narrador explicaba que las mariposas

únicamente se posan sobre los objetos que les parecen bellos.

 

Fue así como, tiempo después, hice el siguiente experimento:

frente al cuerpo de agua

las mariposas entreabrían sus dubitativas cartas de vuelo,

mientras mis manos  —ansiosas alas—

acercaron a los delegados fragmentos de inquieto vidrio

un billete de 100 dólares,

la obra de un poeta promisorio,

el plan nacional de desarrollo,

dos terrones de azúcar

y una fotografía de Marilyn Monroe.

 

Las mariposas no se equivocan: h u y   e   r    o     n    .

 

Hace dos días mi esposa y yo acordamos visitar a mis padres.

El trayecto es un largo viaje al agujero negro de la infancia.

Quizás el exceso de agua       o de ansiedad            

nos obligaron a detenernos y tirar nuestros desechos.

Cada quien se escondió en la relativa privacidad de la selva 

hasta que la desesperación de mi esposa se abalanzó con un grito

para confirmar que las mariposas no mienten,

pues una de ellas se posó

–como escribió José Carlos Becerra–

donde la redondez del mundo cobra sentido.  

Foto de José Amador Martín

 

CUENTAN HISTORIAS

 

Las ratas llegaron a la casa

con el inconfundible y veloz ruido de sus pisadas,

el penetrante perfume de su orina,

los esponjosos ovillos de gris pelusa,

las ovoides y refinadas heces

–cuánta perfección se desperdicia

en aquellos trocitos de mierda bien moldeada–,

y aquella encendida y profunda mirada de sus pronunciados ojos

que pesa;

quizá por ello los laboratorios las utilizan

en la realización de medicamentos y productos de belleza.

 

Cuánta elegancia en aquel animal

que sólo por las noches,

como los dandis y las vírgenes,

nos deja ver

con pudor y cautela

la ágil esbeltez de su cuerpo

que se contorsiona y pierde entre vigas y tejas,

entre cajas y rincones se insinúa,

y que no requiere lujos,

únicamente la humildad de un resquicio

que ella misma levanta.

 

Las ratas invadieron la casa,

lo sé porque en las noches escucho los chirridos

cuando cuentan historias sobre humanos

para espabilar a sus hijos.

Foto de José Amador Martín

 

 

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