“A PROPÓSITO DE UN VERSO DE SAN JUAN DE LA CRUZ”, DE LILLIAM MORO. COMENTARIO DEL CUBANO SERGIO DE LOS REYES

 

 

Pilar Fernández Labrador y Lilliam Moro (Foto de jacqueline Alencar)

 

 

Crear en Salamanca se complace en publicar este comentario de Sergio de los Reyes en torno a un poema de Lilliam Moro (La Habana, 1946). En 1965 obtuvo el Primer Premio de Poesía con El extranjero en un concurso entre las universidades de la Isla. Perteneció al grupo de escritores de Ediciones El Puente. Fue profesora de Literatura de preuniversitario y sus críticas literarias y poemas se publicaron en la prensa periódica de la Isla. En 1970 se marchó a España, donde ha vivido más de cuatro décadas. Actualmente reside en Miami. Ha publicado los poemarios La cara de la guerra (Madrid, 1972), Poemas del 42 (Madrid, 1989), Cuaderno de La Habana (Madrid, 2005), Obra poética casi completa (Miami, 2013), Contracorriente, ganador del Premio Internacional de Poesía “Pilar Fernández Labrador” (Salamanca, 2017), El silencio y la furia (Miami, 2017), Tabla de salvación (Madrid, 2018) y Viaje hacia el horror (Madrid, 2018). En la boca del lobo obtuvo el Premio de Novela “Villanueva del Pardillo” (Madrid, 2004), y fue tema de estudio durante dos cursos en la Facultad de Filología de la Universidad de Sevilla.También es autora de varias ediciones críticas de clásicos de la literatura española como El Quijote, de Miguel de Cervantes, y de artículos culturales y de crítica literaria. Su obra ha sido publicada en numerosas antologías y revistas.

 

 

Retrato de San Juan de la Cruz (detalle), de Miguel Elías

 

“A PROPÓSITO DE UN VERSO

DE SAN JUAN DE LA CRUZ”, DE LILLIAM MORO.

 

 

 

                                                   Fue necesario un largo proceso para que los hombres

entendieran de una vez por todas que la palabra, el flatus vocis,

no puede significar ni ser causa en cada ocasión

de una realidad.

                                                                                                       

                                                                                            Carl Jung

 

 

 

La vida siempre abriga una mínima esperanza. Es una condición inherente a su naturaleza. Es como una llama que vibra en lo oscuro y silencioso del ser. Es el niño que todos esperamos para que nos salve de la vejez y la decadencia. Es un sonido que viene de muy lejos, tan distante y profundo que sólo podríamos tocarlo con la imaginación o la fantasía. Es una certeza, una intuición, un saber oculto y evidente.

 

Grácil como el aire, impregna la materia dándole un aspecto delicioso. Es quizás la materia misma, pero dimensionada. Es la cuerda interna en un verso bien logrado. Es la muerte generando la energía eterna.

 

José Lezama Lima lo expresa de un modo insuperable: Un pájaro y otro ya no tiemblan. 

 

Esta imagen es contradictoria en apariencias. Nos sugiere una quietud, un reposo instantáneo de ambos pájaros. Pero el ritmo interno produce un efecto vibratorio. La inercia se impone. No son dos pájaros, sino un pájaro y otro… ¿Qué es ese pájaro? O más intrigante aún, ¿qué es ese otro? Entre el pájaro y ese otro está la vida, la cuerda constantemente ondulante. En el pájaro estamos todos; en el otro, está Todo lo demás, lo inmensurable, lo inasible, lo inefable. La seguridad de que hay algo con valor universal.

 

Para Lilliam Moro, que sigue una tradición de misticismo poético, este temblor es un escalofrío. Para ella, la “realidad” –lo que existe más allá del Yo, la conciencia o la máscara cotidiana–, es un sitio donde no penetra la turbia visión de los sentidos. Es un a priori que amanece antes que la experiencia. 

 

 

Llegados a este punto

las puertas no se pueden abrir

ni se percibe ninguna luminaria

en el fondo del túnel;

tampoco hay ningún túnel,

solo contamos con el pequeño espacio

donde se agita un torvo escalofrío.

 

 

¿Cuál es ese punto? ¿A dónde nos lleva Lilliam Moro en esta primera estrofa de su poema “A propósito de un verso de San Juan de la Cruz”? Tal parece que nos coloca en un cuarto donde no existen puertas ni ventanas. No hay luz artificial. Sólo estás tú: un ser que indaga, ávido de explorar el misterio tangible de las cosas vanas, el sueño arrastrado por el viento, humedecido por la lluvia. Y pregunta: «¿Qué hay al otro lado?». «Árboles…», le responde la fugacidad de los sentidos. «¿Y qué son los árboles? Descríbamelos, por favor». Pero toda representación dibujada con palabras ­–que han sido creadas por los mismos sentidos— es insuficiente para ese ser encerrado en un átomo de tiempo. Para él, todo lo que existe, es un torvo escalofrío.

 

¿Y qué es ese ser para los sentidos sino también un torvo escalofrío? Los sentidos –la luminaria en fondo de túnel– sufren de igual modo el dolor de la ignorancia y quieren explorar el misterio intangible de las cosas amplias. Si se han podido despojar, tan solo un poco, de la escarcha y de la hojarasca dejada por la dureza de la vida, intuirán que hay alguien, muy adentro, que habita en un cuarto oscuro y que desea comunicarse, aunque sea en silencio. Entre los dos, viento o fino papel…, nos dice Lezama Lima. Entre los dos, sólo hay un puñado de tímidas palabras y engañosos sentimientos, un sfumato que diluye el paisaje.  

 

 

Hasta hemos carcomido la cal de las paredes

y convertido en astillas los muebles,

las puertas, las ventanas.

Formamos parte de las ruinas.

Afuera está nevando.

Nada aparece.

 

 

La buena poesía, saltando al vacío, procura mantener viva esa comunicación imprescindible entre ambos mundos, ese balance de los opuestos. Apela, con todo rigor, justificándose a sí misma, a lo que sea necesario: carcome la cal de las paredes, convierte en astilla los muebles… Todo por acercarse, por tocarse mutuamente, aunque sea con la punta de los dedos. El poeta, nos lo demuestra Lilliam Moro con su propia vida, quema las naves con tal de asir esa mínima palabra que llega desde la otra orilla.

 

En otro poema suyo, ella insiste en el tema: Ninguna línea sobra / ni una palabra está de más / ni de menos. / Pero el poema todavía no existe / porque hay un verso único/ inencontrable / al que sólo la furia luminosa puede tener acceso: un destello que ciegue, / que entrega el misterio / y que nos corte la respiración. 

 

Parece decirnos que sólo la muerte completa el poema. El resto es una furia luminosa, un intento, un fuego terrible que va fundiendo los versos poco a poco. En otro poema suyo, nos dice que los poetas poetas […] arden como en la alquimia / para crear mundos imposibles. Mundos inencontrables…, que sólo la mística puede unir. Lilliam sabe de esta mística. Quizás sus años en Ávila la han arropado con un manto incandescente.

 

En estos tiempos de absoluto materialismo, quizás la voz mística suene anticuada e indemostrable, pero lo cierto es que todo lo creado por la mente, desde los sueños más extraños, las visones en estado de vigilia y hasta la idealización de la persona amada, es una realidad palpable para el alma, esa centella que nos hace humanos.

 

Por eso Lilliam se impone sobre lo intrascendente y variable –atravesando umbrales de sensibilidad– para erguirse frente los Universales como si llegase a un altar. En un poema llamado “La luz que aguarda”, nos dice: Más allá de la imagen / existe la Belleza que no se puede descifrar / ni aun cuando miramos fijamente / los ojos del cordero. / Es inasible la visión / de la luz redonda, / la que traspasa nuestra mente / que la deja escapar porque no sabe / manejar el misterio, / y se convierte en un interrogante para toda la vida. / Solamente el corazón/ puede intuir cierto sentido/ como un escalofrío. / Cuánta penumbra hasta llegar a Él. / El cordero de Dios o la Belleza / yace a los pies de cada uno / esperando.

 

Dos versos detienen al lector, dejándolo en un estado de contemplación absoluta: Es inasible la visión / de la luz redonda… Además de sonar deliciosamente, la imagen por sí misma abre puertas muy profundas. Es una llave al interior. La sola voz redonda cierra un círculo de vida y muerte. Es un mandala comprimido en la extensión de una palabra.

 

Lilliam Moro nos invita a creer en ese misterio porque para ella la poesía es la única tabla de salvación hacia esa verdad numinosa que se escapa constantemente de las fuentes extrovertidas de la materia. La introspección, la abstracción de la subjetividad, la metáfora como realidad flotante, es su puente sobre el río. En otro poema nos dice: Vayamos a la orilla del mar: ven, / creamos en algo, / llenemos de agua limpia / esta necesidad que se avecina.

 

Estatua de San Juan de la Cruz en Salamanca (foto de José Amador Martín)

 

Lilliam intuye la necesidad de ir a buscar lo que se escapa eternamente, siguiendo una tradición española de misticismo. Es el mismo San Juan de la Cruz quien indaga en esa certeza inasible: ¿a dónde te escondiste, / amado, y me dejaste con gemido? / Como el ciervo huiste, / habiéndome herido; / salí tras de ti, clamando, / y ya eras ido.

San Juan de la Cruz también busca, como Lilliam Moro, la fuerza de Dios, que se insinúa. Esa llama estable y vibrante, que el cazador persigue en vano:

 

 

Cuánto perderse en pos de lo inefable.

 

Los dos se encuentran, San Juan y Lilliam. Ambos parecen conversar en un lugar sin tiempo. Lo que indagan es atemporal; lo indagado, también. Ha sido desde siempre lo que consume y enaltece al ser humano, la fuerza que lo hace andar o la espada que lo atraviesa. El autor de “Cántico Espiritual”, pregunta: ¡Oh, bosques y espesuras, / plantadas por la mano del amando! / ¡Oh prados de verduras, / de flores esmaltado, / decid si por vosotros ha pasado.

 

Lilliam Moro, responde, desde su mundo:

 

 

Ahora sólo se escucha como bajo continuo

resonando pausado en la celda interior

un verso…,

 

 

El diálogo entre San Juan y Lilliam parece continuar bajo los árboles: ¡Ay, quién podrá sanarme! / Acaba de entregarte ya de vero; / no quieras enviarme / de hoy más ya mensajero, que no saben decirme lo que quiero.

 

Lilliam, como mirándole a los ojos al fraile avileño, le recuerda que toda respuesta o palabra, momentáneamente, es sólo un temblor, un escalofrío punzante que hiere el alma del poeta, dejándolo en su cuarto solitario, sin puertas ni ventanas, pero lleno de certezas indemostrables, balbucientes:

 

como sombra y destello que se apaga y alumbra,

que cobra intensidad

pero luego es susurro mínimamente audible,

y no logramos entender

“un no sé qué que quedan balbuciendo”.

 

 

Ese no sé qué que quedan balbuciendo los une en la esencia de la vida, como si ambos caminasen por un bosque místico, lámpara en mano. Ese balbuceo o Logos divino también los ata en lo inmensurable del misterio poético, la voz que baja, flota y sube como un rayo de sol o de luna, como una estrella que revienta, ilumina y se apaga en el silencio ondulante, en el soplo que aviva la perenne llama sobre el agua helada.

 

 

 

Lilliam Moro leyendo en el Teatro Liceo de Salamanca (foto de Jacqueline Alencar)

 

A PROPÓSITO DE UN VERSO

DE SAN JUAN DE LA CRUZ

 

 

Llegados a este punto

las puertas no se pueden abrir

ni se percibe ninguna luminaria

en el fondo del túnel;

tampoco hay ningún túnel,

solo contamos con el pequeño espacio

donde se agita un torvo escalofrío.

 

Hasta hemos carcomido la cal de las paredes

y convertido en astillas los muebles,

las puertas, las ventanas.

Formamos parte de las ruinas.

Afuera está nevando.

Nada aparece.

 

Cuánto perderse en pos de lo inefable.

 

Ahora sólo se escucha como bajo continuo

resonando pausado en la celda interior

un verso,

como sombra y destello que se apaga y alumbra,

que cobra intensidad

pero luego es susurro mínimamente audible,

y no logramos entender

“un no sé qué que quedan balbuciendo”.

 

 

 

  Sergio de los Reyes

SERGIO DE LOS REYES: La Habana, Cuba, 1978. Vivió en Madrid y Miami. Desde 2005 radica en Toronto, Canadá. Ha publicado los siguientes libros de poesía: Elsewhere (Editorial Silueta, 2013) y Queen Street West (Editorial Silueta, 2015). Ganador del concurso de Literatura Infantil-Juvenil Verbum 2019. 

 

 

 

 

 

Aún no hay ningún comentario.

Deja un comentario