SOBRE ‘LA MIRADA DESOBEDIENTE’, DE ADRIANA HOYOS. ENSAYO DE JUAN PABLO ROA Y PINTURAS DE MIGUEL ELÍAS

1

 

Crear en Salamana se complace en publicar el ensayo inédito del poeta y editor colom-biano Juan Pablo Roa, sobre el poemario “La mirada desobediente”, de Adriana Hoyos. Adriana Hoyos (Bogotá, 1966) ha vivido a medio camino entre Latinoamérica y Europa. Nacida en una familia de músicos, desde pequeña se instruye en el arte del violín; luego viaja a Barcelona, donde aprende de soledades y desarraigos. En Sabadell, salta de unas primeras lecturas reveladoras (Lorca, Neruda), en su casa, a otras tan vanguardistas como precoces (Gimferrer, Mallarmé, Eliot), en la escuela. Ya mayor de edad, vuelve a Bogotá y se hospeda durante varios meses en un pequeño hotel del centro histórico y bohemio de la ciudad, mientras hace parte de la Orquesta Sinfónica Juvenil y sobrevive impartiendo clases de violín. En busca de equilibrio, asiste a cursos de literatura en la Pontificia Universidad Javeriana, pero el caos capitalino y la nostalgia la reconducen a España. En Barcelona se desenvuelve como técnico ocular en la clínica de su tío, eminente oftalmólogo. Se obsesiona entonces con las miradas insondables, extraviadas, sutiles, cambia el foróptero por las cámaras y estudia cine. Realiza varios cortometrajes como directora hasta que junto a una mirada amorosa arriba a Madrid, donde se dedica a la gestión cultural. Funda la productora La Huella del Gato, orientada a la publicidad y al desarrollo de proyectos fílmicos, y crea el festival Visual Cine Novísimo, que tras sus doce ediciones se consolida como la plataforma de exhibición y promoción audiovisual más destacada en la Comunidad de Madrid. Entonces retoma su pasión por la escritura, y publica La torre sumergida (2009). La mirada desobediente es su segundo libro de poemas.

 

 

2

 

 

 

 

No hay memoria, sólo una delicada
invención que nos salva
(Adriana Hoyos, La mirada desobediente)

 

 

Monumentos a cada momento
hechos con los desechos de cada momento:
jaulas de infinito.
OCTAVIO PAZ, «Objetos y apariciones».

 
Para abordar con claridad La mirada desobediente de Adriana Hoyos, es preciso co-menzar por el final del libro, aun a riesgo de parecer sentencioso y lapidario, por dos razones muy concretas. Primero, porque tras recorrer los poemas de las cuatro secciones en que se divide el libro, una suerte de desengaño embarga la sensibilidad del lector y pareciera mostrarle como nada de lo evocado y apresado en sus versos tiene sentido más allá del instante recobrado: no hay historia, no hay construcción sucesiva o acumulativa que nos lleve a parte alguna: sólo importan el instante y la palabra que lo recupera. En otras palabras, lo que realmente parece importar en la poética de Adriana Hoyos, son las epifanías que nos revelan la naturaleza de las cosas y su innata trascendencia.

Recordemos que para James Joyce las epifanías son esas manifestaciones espiri-tuales repentinas, esos «momentos de autenticidad» intempestivos que nos revelan la dimensión profunda de las cosas y de nuestra existencia. Visto así, el poeta en La mira-da desobediente es, ante todo, un creador de epifanías, un explorador de realidad que ve, en los instantes aparentemente triviales de la realidad, la esencia auténtica de las cosas y del transcurrir humano gracias a la palabra.

La segunda convicción que me impulsa a hablar del libro por su final, es la noción subversiva de tiempo que subyace a todos estos poemas que conforman el volumen de Adriana Hoyos. Afirmo esto porque más allá de la constante presencia de una sen-sualidad erótica y perceptiva, que efectivamente late a lo largo de sus páginas, e incluso más allá del hilo evocador que atraviesa la arquitectura del libro, la columna vertebral de este título es la profunda conciencia de que en realidad no somos más que tiempo. Sin embargo esta conciencia no se asienta en el tiempo de la sucesión, que no es más que simulacro, ni tampoco en el tiempo asordinado de la memoria que pretende acumular intensidades, sino que se asienta en el tiempo que se nos va entre las manos, el que nos lleva y se nos lleva retazos de nuestra más afincada pretensión de permanencia. Estamos a la intemperie y la aceptación de esta desnudez, de esta fragilidad, nos hace aceptar y reconocer nuestra realidad más trascendente.

 

 

3
Por eso los siete poemas de la última parte del libro, la que lleva por título «Entre la palabra y el olvido», nos hablan de la necesidad de la música, de la palabra, del viaje y de los encuentros inesperados —que rompen nuestra rutina aniquiladora para rescatar el instante— como la única característica temporal que pareciera negar lo que concebimos como tiempo. Sólo en el instante, recobrado, revivido y reconstruido por medio de la palabra o de la música, podemos percibir realmente nuestra existencia y su sentido, su inmanente trascendencia. No en vano, uno de los poemas de esta sección, el que se titula «Estatua», es una invocación a la música y un conjuro en contra del paso del tiempo. Dice así el poema:

 

Paso a paso vas deshaciéndote
En fragmentos de ser anonadado
Camino de la nieve
Te conviertes en estatua

En sal
En nada

Que la música inocule su pócima en el alma
Para que te salve o te aniquile
¿Acaso no es ella la que puede matar
O hacer cantar al Ruiseñor?

 

***

 

Pero volvamos al principio del libro para entrar de lleno en la vehemente creencia de la poeta en el instante como hecho aglutinador de la experiencia humana. Bajo el título de «Descripción del pueblo», los poemas de la primera sección del libro evocan episodios e imágenes que siguen dándole sentido a un pueblo que nunca llegaremos a conocer, y que acaso, la poeta misma no está muy segura de poder conocer. De hecho, lo que hace memorable y reconocible ese pueblo evocado fragmentariamente a través del espejo roto de la poesía, es lo que podríamos denominar la periferia de la realidad: una olla ardiendo sobre el fogón es la promesa del hogar, el campanario de la iglesia es lo que guarda con celo el recuerdo de la abuela y de los pasos perdidos hacia el tren, lo que importa es la quemazón de la soledad. Y, aunque nunca lleguemos a ver el pueblo evocado, en cada poema podemos vivirlo aunque no tengamos certeza de su material existencia. Lo que queda de ese pueblo son realidades casi intangibles, como por ejemplo la mencionada en los dos últimos versos del poema «Persistencia de la memoria»:

Las voces de otros niños
Juegan al escondite entre los árboles.

Se entiende ahora que ese pueblo viva solamente en «La revelación de lo pequeño» y no en su realidad material recordada o evocada. Leamos el poema en cuestión, para percibir mejor mis palabras:

 

 

4

 

 

LA REVELACIÓN DE LO PEQUEÑO

La placidez del campo
Los niños en sus juegos callejeros
La madre en la ardua tarea cotidiana

Balbuceos infantiles
Una risa a punto de brotar
Onomatopeyas del aire a mediodía

Bajo la mimosa amarilla estalla la vida
Su mirada reposa en mis ojos
La olla en el fuego y la promesa del hogar

Aprendo así a esperar con paciencia y atención
La revelación de lo pequeño
Sin embargo, tras la lectura de esta primera parte se tiene la sensación de que ese pueblo es real y tangible, a pesar de que sólo la persistencia de lo cotidiano y las epifa-nías que revelan la magia de lo cotidiano lo hacen visible y palpable, y sobre todo, por-que a pesar de que pueda comenzarse a intuir que la realidad está en otra parte, el pue-blo parece latir en nuestro interior.

Es así que, llegado a la segunda parte del libro, titulada «El destino a cada paso» el lector, estimulado por el ritmo de los primeros poemas, asiste a una suerte de engañoso clímax in crescendo, en el que, tras la mirada evocadora de la infancia y el suspense emotivo que crea, la vida verdadera parece que comenzará de un momento a otro. Su-mado a esto, el ritmo, las imágenes y epifanías dan a entender al lector que se ha llegado a un momento crucial en el libro en el que la voz poética está a punto de evocar ese momento crucial de la vida personal en el que pretendimos abandonar la primera vieja piel de la adolescencia para adentrarnos en el futuro: en efecto, «El destino a cada paso» es el nombre de la siguiente sección del libro.

Pero no nos llevemos a equivocación: es a partir del comienzo de esta segunda parte del libro en donde el lector cae en la cuenta de que lo que la autora le está hacien-do revivir no es el locus amoenus de un mundo perdido, sino la irreparable inu-tilidad del tiempo y la convicción de que la vida, o su trascendental importancia, está en otra parte, justo detrás o más allá de la realidad.

 

 

5
***

Para terminar esta lectura, me interesaría comentar que el verdadero clímax del libro acontece en la tercera y penúltima parte del libro, titulada, ambiguamente como «La vida a sorbos». Por una parte, este título obliga a pensar en un deseo desaforado por consumir la vida y consumarla a cada evento, pero por otra parte, con gran sabiduría y destreza, se trata de un título que sabe ocultar su secreto, de un título que funciona como una elipsis constante de la ausencia no explicitada en los poemas de la sección ni en este título ambiguo. Como si de su enunciado la autora hubiese eliminado las palabras se nos pierde, es decir, «la vida a sorbos» se nos pierde. Es aquí que comprendemos que la vida no es lo que se nos da por descontado con la experiencia, sino lo que nos falta, la pieza que jamás encontraremos de ese puzle que llamamos realidad. Estamos a la intemperie y el latente desarraigo apenas intuido en las páginas precedentes del libro, en la soledad, en esa especie de exilio interior que hace que el lector perciba el desfase existente entre la presencia vital de lo recordado y la carencia no anunciada que acompaña al sentimiento evocador. Como si la poeta afirmara, abiertamente, que no existen la po-sibilidad del regreso ni la reconstrucción a través de la memoria de un tiempo ido: la vida está en otra parte, y sólo la música y la palabra nos ayudan a llevar a cabo esa especie de arqueología de ese presente perpetuo que siempre somos y que siempre se-remos. Por eso es importante recordar lo que dije al comienzo del texto:

el poeta, es, ante todo, un creador de epifanías, un explorador de realidad que ve, en los instantes aparentemente triviales, la esencia auténtica de las cosas y del trans-currir humano gracias a la palabra.

 

 

6
Por último, para cerrar mi intromisión en La mirada desobediente, quiero citar el poema «Reflejo en la ventana», perteneciente a esta tercera parte, no tanto para corroborar lo dicho, sino más bien para invitar al lector a dejarse llevar por el ritmo de una poesía ca-paz de hacernos olvidar nuestra anquilosada y caduca concepción del tiempo, en pos del descubrimiento del instante:

 

 

REFLEJO EN LA VENTANA

 

¿Qué es lo atemporal?
Bajo las hojas del tilo
El dibujo perfecto

Sobre su cabeza
El sombrero negro
Gira en la memoria

Desierto el alfabeto
Sólo rojos y azules
Sobre este cielo claro

¿Qué es lo que no acude esta tarde?
¿Qué colores omite este esparcido
Corazón hecho de esquirlas?

 

 

7

 

8

 

Barcelona, 27 de febrero de 2014

Un comentario
  • Maite
    enero 24, 2015

    Interesante,una captacion de la esencia del libro,de lo que acontece en sus cortos renglones.
    Gracias por hacer que lo vivamos

Deja un comentario