SOBRE “LA MUERTE NO ES UNA MUJER”, UN POEMA DE LA NICARAGÜENSE ANA ILCE GÓMEZ. ENSAYO DE SANTIAGO MOLINA

 

 

1 Retrato de Ana Ilce Gómez
Retrato de Ana Ilce Gómez

 

 

Crear en Salamanca se complace en publicar este ensayo sobre un texto de la nicaragüense Ana Ilce Gómez, quien fuera licenciada en Periodismo (Managua) con Maestría en Organización y Administración de Bibliotecas Universitarias (Barcelona). Ejerció ambas profesiones en medios de comunicación escritos y radiales de su país y como Directora de la Biblioteca del Banco Central de Nicaragua. En 1989 le fue otorgada la Orden de la Independencia Cultural “Rubén Darío”, destinada a artistas e intelectuales de Nicaragua. Su obra poética, breve, se resume en dos libros: Las Ceremonias del Silencio (1975. Segunda edición de 1989) y Poemas de lo Humano Cotidiano (2004), libro por el que obtuvo el Premio Nacional de Poesía “Mariana Sansón”. Pablo Antonio Cuadra dijo sobre ella: «Abajo, en la tierra, Ana Ilce es la hilandera del amor. Arriba, en el taller de la noche, la tejedora de mitos». En 2006 fue incorporada, como Miembro de número, a la Academia Nicaragüense de la Lengua. Ella estuvo en Salamanca, invitada para el VIII Encuentro de Poetas Iberoamericanos, celebrado el mes de octubre de 2005. Poemas suyos se publicaron la antología “Cumbre Poética Iberoamericana”, de dicho encuentro.

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2 Ana Ilce Gómez en el Ayuntamiento de Salamanca (foto de Jacqueline Alencar)

  Ana Ilce Gómez en el Ayuntamiento de Salamanca (foto de Jacqueline Alencar)

SOBRE UN POEMA DE ANA ILCE GÓMEZ

 

El poema de la escritora nicaragüense Ana ilce Goméz (Masaya, 28 de octubre de 1944 – 01 de noviembre del 2017) que en adelante estudiaremos, “La muerte no es una mujer”, parte de un tiempo presente y el lector es situado durante su lectura en esta cadencia temporal. En el texto predominan numerosas polivalencias etimológicas y semánticas que configuran cada verso del poema, no sometido a la rigidez de  normas anacrónicas preestablecidas. El sentido (o los sentidos) que oculta el poema, es un guiño de ojo que nos manifiesta la autora, la función comunicativa de la que hablaba Roman Jakobson es  negada por la estructura misma del texto. El poema se comunica, pero con sí mismo. Dicho por Umberto Eco (Lector in Fabula), cada lectura reactualiza el texto. Como lectores estamos obligados a deshilar  la trama que nos conduzca a su interpretación.  El poema de Ana Ilce  está confeccionado  de una sola costura. En este sentido, si hablamos de  confección y creación que puede hacer del hilo un vuelo de aves, su  poesía  nos recuerda la magia que envuelve la pintura de Remedios Varo, donde una de sus materias de trabajo más representativa es el tejido, materiacompartida por la poeta y  la pintora. De otro lado, comparten también el paisaje onírico y el paso incierto del destino  a través de los sueños: “La muerte es un hombre que galopa / entre las noches que columpia el insomnio”.  Ana Ilce sentada en su máquina de coser podría ser la mujer-lechuza tejiendo con  ovillos infinitos la creación del vuelo de las aves. Porque las palabras vuelan de la pluma del escritor al nido hermenéutico del lector. Octavio Paz pudo decir de Ana Ilce lo mismo que dijo de Remedios Varo: “hilos de muerte, hilos de vida, hilos de tiempo. La trama se teje y desteje: irreal lo que llamamos vida, irreal lo que llamamos muerte – sólo es real la tela”. Ana Ilce  teje en su bastidor  imágenes  reales de cenzontles que vuelan y cantan solo para nosotros.

 

El lenguaje creado por el poema puede cambiar la realidad si la fuerza de su significancia despega del interior de las palabras rompiendo las estrategias represivas que  de fuera tratan de imponer su dominio simbólico; no de otra manera podríamos entender  por qué la escritura femenina resiste para no ser anulada por le récit hegemónico patriarcal, siempre presente que desea suplantar su identidad. Virginia Woolf deseaba ampliar la diversidad de lo femenino para tachar para siempre la indecidibilidad con que se culpabiliza  a la mujer, terminar con la “buena virtud”  de hacernos ver la figura del  hombre “al doble de su tamaño natural”; mientras estos valores no desaparezcan la oposición activo/pasivo permanecerá. Si todos pensáramos como Lezama Lima la aporía estaría resuelta, La Khora, que tantos dolores de cabeza causó a Derrida y a otros pensadores en su lectura del Timeo platónico. Khora, ese calor marsupial que cubre y provoca una ruptura en el tiempo homogéneo y vacio – diría Benjamin – diluyendo los géneros masculino y femenino. Khora que el lenguaje de los filósofos no logra definir porque el significado siempre es un borde indecible. Khora, madre,  receptáculo,  tahona estuosa vallejiana que reparte las hostias del tiempo. Esa es la Khora que enmudece a los filósofos, pero que en  un rollito de palabras Lezama Lima definió diciendo todo acerca de ella: “necesito una muralla de madres para sobrevivir”.

 

Pensamos en una  escritura que describa valores  del poder femenino. Recordemos unas cuantas palabras susurradas siglos atrás por Diotima, un día en que se hablaba de la belleza en El Banquete de Platón, y ella expresó: “la belleza es el parto del amor”, belleza que finalmente puede ser también parto de la escritura, producto de la corporeidad femenina como texto mismo re-creándose. Por ello, la inmensa escritora Hélène Cixous (Oran, Argelia francesa, 5 de junio de 1937), rotundamente opina: “las mujeres debiéramos escribir a través del cuerpo, con tinta blanca”, nutricio líquido que no  puede ser otro que la leche materna. El poema no puede ser alineado ni confinado a un mundo donde se considere que las cosas están bien hechas,  tampoco el poema puede callar ante la   diferencia sexual establecida desde siempre por el pensamiento patriarcal de la cultura de occidente. El poeta observa el mundo desde su poema, no lo contrario, el mundo no puede conocer la totalidad del poeta. Anna Ajmátova dejó escrito a todas las mujeres que     hicieron  fila como ella en la puerta de las prisiones: “Les he   tejido una vestimenta hecha / de palabras pobres, las que alcancé a oír, / y me asiré con firmeza a cada palabra y a cada mirada / todos los días de mi vida”. Ajmátova  se comprometió con la mujer y su escritura;  el poema Réquiem sobrevive porque sus palabras fueron más justas que la de sus carceleros. 

 

En el marco de este contexto, la escritora nicaragüense nos transmite una experiencia que  desafía a los vigías del dogma tradicional, el poema: La muerte no es una mujer, es un ejemplo;  su escritura  denuncia  los simulacros identitarios  que la historia ha erigido  como verdaderos. Sobre este tema, Giorgio Agamben hace hincapié en que toda la “búsqueda de la poesía moderna apunta hacia esa región inquietante en la que ya no hay hombres ni dioses”. La lectura del poema La muerte no es una mujer, denuncia  significantes propios de la sociedad patriarcal,  ethos  asumido por las  sociedades a través de los siglos. Es oportuno añadir, que la sociedad patriarcal  busca minimizar el placer liberador de la escritura femenina, transformándola en un artículo más de consumo: estrategia para cosificar el hacer/decir femenino, borrar su mensaje revolucionario, moldearlo para que  forme  parte del lenguaje funcional y comunicacional del sistema que todo unifica.

 

3 Los dos libros de Ana Ilce

  Los dos libros de Ana Ilce

Desde siempre, los hombres  han vinculado la femenidad a la muerte, fuente de todo mal, abarcando un anchuroso campo onto-semántico: la mujer es el demonio, la bruja, el súcubo. En su frondoso libro, Con el diablo en el cuerpo, filósofos y brujas en el Renacimiento, Esther Cohen (primera edición: abril 2003) analiza el fenómeno de la bruja y el filósofo en el Renacimiento, reconociendo en ellos las figuras centrales del pensamiento mágico de ese periodo. Toda sociedad crea en su discurso un espacio singular donde no cabe la diferencia, fundando un enemigo fantasmal, ese Otro que se convierte en la obsesión que va a dominar las  acechantes  figuras del inconsciente. Así la mujer,  alteridad espectral, miedo del Otro, se transforma en la repudiada imagen de la bruja, en este sentido Esther Cohen escribe:“La bruja, antes curandera, hechicera, amiga del pueblo, inclusive de la propia Iglesia que veía en su práctica una función productiva, en la medida en que ocupaba un lugar en el desempeño de la salud social, se transforma violentamente en la enemiga de todo aquello a lo que aspira una sociedad, como la renacentista, que pretende superar las supuestas tinieblas del Medioevo. Desde este momento, toda mujer se convierte en una virtual y satánica bruja”.

 

Es de honda importancia también lo que Esther Cohen señala entre el lenguaje pragmático  del filósofo y la magia de hacer algo con las palabras  representado por la bruja: “Los filósofos saben que la palabra crea mundos; los modifica; de la misma manera la bruja sabe que la combinatoria exacta de ciertas palabras da lugar a transformaciones de su entorno”. Sin embargo, no es solamente el filosofo que mantiene una cercanía sospechosa con la bruja, Esther Cohen analiza en su libro también otras genealogías  como puntos detonantes de  la barbarie, Cohen afirma: “El judío y la bruja, cada uno a su manera, vienen a darle miedo al cuerpo y las sombras de su tiempo; se convierten en estereotipos del mal que, a pesar de no tener el mismo rostro, pertenecen curiosamente a un imaginario, es decir, a una forma colectiva de percepción, que los asocia a través de sus “perversiones”, de sus marcas físicas, de su gusto por la sangre, de su perversa relación con el diablo o de su enfermedad melancólica. Ambas figuras ocupan, cada una en su contexto, al menos un doble espacio discursivo: son productos esquizofrénicos de una práctica efectiva y real dentro de una cultura y una tradición específicas, pero también son imágenes duplicadas de sí mismos, en donde el Otro, inquisidor o verdugo, los convierte en fantasmas desfigurados, en rostros desgarrados por el violento discurso de quienes les dan vida y los obligan a ocupar  el espacio del miedo, del terror, de la incertidumbre, pero también el del deseo reprimido y el del cuerpo salvaje e insaciable”. En pocas palabras, el Renacimiento, periodo de grandes inventos  formulando  entre sus conceptos  que el hombre era centro de un nuevo universo, tristemente también fue  un periodo donde la cacería de brujas se intensificó, quizá porque las indomables hijas de Lilith con sus largas melenas rojas (semejantes a la mujer de cabellera de fuego de madera de André Breton, que tiene   “pensamientos de relámpagos de calor y lengua que apuñala las hostias”)  poblaron sin tregua los sueños de los inquisidores, Eros oculto que no podían conjurar a pesar de tantos hogueras encendidas en su empeño diurno por aniquilarlas. No podemos olvidar que  también en este alto periodo humanista se escribió el más horrendo de los libros, Martillo de brujas,  (Malleus Maleficarum), 1487, todo un best seller de la época donde la enfermedad mental es tomada como una posesión demoníaca y la cura tenía, como única solución, la tortura y la muerte. Gloria eterna en el reino de la idiotez humana a los frailes dominicos alemanes Johan Sprenger y Heinrich Kraemer, que la escribieron sin poseer  el más mínimo dato científico en que apoyar sus disertaciones. Son los precursores de la “medicina letal” del doctor Josef Mengele.Walter Benjamín en su artículo, Procesos contra las brujas (Radio Benjamin, edición de Lecia Rosenthal, 2014), concluye, de forma desconsolada, con estas últimas palabras hablando del libro de un  obispo inquisidor que se reprochaba de sus crímenes: “lo necesario que es situar la humanidad por encima de la erudición y la sutileza”.

 

Es el discurso reiterativo de lo acostumbrado lo que Ana Ilce niega revivir en su poema, “la muerte no es una mujer / con el cráneo pelado y una corva guadaña / entre las manos”;  versos que sitúan  a la mujer más allá de  todo aquello que la vincule a la muerte, tejido de  imágenes culturales con  que siempre  ha sido representada a través de la historia. En uno de sus poemas,  Mujeres con guitarras, Ana Ilce rinde homenaje a todas las mujeres de la Historia que murieron por ser ellas mismas a la hora de las decisiones:

 

Hondas mujeres
que quizás una lenta madrugada
marcharon al fuego o a la horca
por cosas tales como desordenar
el orden público
por inventar una nueva manera de descifrar
la vida
por tener voz
o por infieles
o ateas.

Ellas ya no están. Sus cabezas reposan 
sobre un siglo o dos. Sus ojos 
ya no existen.

Pero de ellas perdura una hebra sutil
un hilo ciego que sin saberlo
nos hace crecer y despertarnos en la noche
con unas ganas inmensas de vivir
de derribar todos los muros
de desafiar todas las hogueras
así como de amar y de pulsar
todas
toditas las guitarras de la tierra.

 

Para la escritora Hélène Cixous la mujer es todo lo contrario establecido en la historia de los compiladores de falsas verdades, como lo afirma en su ya canónico libro La risa de la medusa: “Ellas vienen de lejos: de siempre: del «fuera», de las landas donde las brujas siguen vivas; de debajo, del otro lado de la «cultura»; de sus infancias, que a ellos tanto les cuesta hacerles olvidar, que condenan al in pace”. Si Ana Ilce rechaza esa visión oscura y maléfica de la mujer, su escritura es la tachadura de esa imagen que también Hélène Cixous corrige y renueva con estas palabras dadoras de nuevos significados, que nos recuerda a la madre vallejiana, inmortal porque  dijo que no demoraría en su siempre estar-ahí en el mundo para nosotros: “Vestigios del reino de la madre: la abundancia, el exceso; la confusa relación con la muerte: dadora de vida, a la mujer le cuesta pensar en la muerte como final, como desaparición. No entierra, no olvida, conserva vivo al muerto. Ser de entrañas, cuerpo primitivo, ligado sin embargo al signo, a la sepultura. Todos quienes sabían  mucho sobre la edificación de la familia, han dicho hasta qué extremo aparecen juntas, de manera paradójica, la mujer-familia y la sepultura: la mujer que conserva la familia y sus rasgos, en su seno y en la tierra, asegura la sepultura. A través de la tierra, la mujer está  en contacto con la doble naturaleza que ella misma posee: lo  que da vida y la recibe cuando acaba. Reino nocturno, misterioso, salvaje, no-humano, divino. Por oposición al reino diurno que el hombre afianza politizándolo. La sepultura que guarda al muerto inscribe así su recuerdo: en ella se cobija lo que no muere, un hombre, una fuerza asombrosa. Es necesario preservar a los muertos a la vez muertos y vivos. Esta manera femenina de preservar es un modo de resistir a la muerte”.

 

De la misma manera, Ana Ilce da un giro a la noción maniquea que relaciona a la mujer con el mal: “La muerte no es una mujer”, afirmando “La muerte es un hombre que galopa”, concretando el trabajo teórico-escritural que Hélène Cixous concibe de l´écriture fémenine, no pasiva, sino activa: los partos  no serían la continuidad de la vida si la escritura no atravesara el cuerpo de un grito liberador, “trasformando – como dice Esther Cohen del hacer mágico de la bruja – el entorno”. Por otro lado, la escritura femenina en la visión de Cixous sabe  que, “es necesario desconfiar de los nombres”. Ana Ilce desconfía del entorno lingüístico de  los nombres, metáforas gastadas que siempre reenvían a la Mismedad, al eterno retorno. Diciendo “la muerte es un hombre que galopa”, Ana Ilce nos muestra la diferencia sexual, el matiz de no ser la mujer que galopa, sino el hombre. De esta diferencia surge lo femenino, que tiene consecuencias éticas y políticas y legitima un sistema de dominación. Ana Ilce conoce el esquema  que subordina lo femenino. En la paleta de su poema  mezcla y desmezcla los significantes convocados, disloca el significado con raíces de viejas palabras difíciles de rastrear hasta en Covarrubias, su lápiz es la  varita mágica que persigue la traza etimológica en cada  retoño de  palabra. Isidoro de Sevilla le dicta los ingredientes y la receta resulta ser la pancronía de una lengua viviente. Su cuerpo-lenguaje genera  otros sentidos y otra escritura, oficio opuesto a la lógica falogocéntrica, término operativo de Jacques Derrida, que define  el privilegio culturalmente concedido  al habla sobre la escritura (La farmacia de Platón), que debemos entender  como el dominio de lo masculino en el ensamblaje histórico del significado. El filósofo plantea que lo escrito, a diferencia de lo oral, puede ser un “fármaco” o remedio para suplantar la memoria, desde este momento El logos (o razón que explica el comienzo y el fin de todos los relatos) es suplantado por la escritura, considerada antes una fantasmagoría de la mímesis, que tanto condenaba Platón. Para Derrida el habla es la voz del discurso dinástico. Todo esto supone que en el poema de Ana Ilce se han desplazado  los privilegios concedidos al significante como guardián de los textos y regidor de la verdad única: con este desplazamiento del logos paterno  la escritura femenina es el  lugar de la pluralidad de voces que se expresa en la lectura; podemos  añadir que, detrás de cada texto femenino se confabulan aquelarres de enigmas y anagramas insospechados. Luce Irigaray marca  un límite al dador de  significados que  confina el cuerpo femenino al fondo de su dominio, “cuerpo tomado” donde la mujer no tiene una habitación para sí: el cuerpo femenino debe crear una cultura donde no sea  ni territorio del Otro ni condición de objeto  sexuado, el “ya objeto del discurso de los hombres, ni de sus distintas manifestaciones artísticas, sino que se convierta en objeto de una subjetividad femenina, que se experimenta y se identifica a sí misma”.

4 Jacqueline Alencar (Bolivia-España), César López (Cuba), A. P. Alencart (Perú-España), Ana María Rodas (Guatemala), Antonio Colinas (España) y Ana Ilce Gómez (Nicaragua)

Jacqueline Alencar (Bolivia-España), César López (Cuba), A. P. Alencart (Perú-España), Ana María Rodas (Guatemala),

Antonio Colinas (España) y Ana Ilce Gómez (Nicaragua)

 

Igualmente, Ana Ilce confluye en el pensamiento de Hélène Cixous, quién afirma que la mujer existe a condición de que se la “des(h)ombre”, destronamiento del signo que encontramos en el texto de Ana Ilce: “Es un varón disfrazado de oscura damisela”. El juego de máscaras no es propio de la escritura femenina,  hombre / varón tienen una misma forma de significar. No hay engaño posible en el significante. La mujer no oculta su identidad, por eso mismo Orlando de Virginia Woolf no se disfraza,  transforma en el tiempo su género sin cambiar de  identidad mientras continua escribiendo su libro. Ana Ilse cose trajes para mujeres, no disfraces para hombres. El verso  no deja  espacio de duda “que el varón disfrazado de damisela”, no  envía a  fábulas que refieren a seres Andróginos o Narcisos amándose a sí mismos. Es el hombre afirmando siempre su identidad como ente dominante.  El poema desenmascara el principio del placer masculino bajo su falsa vestimenta, deseo de totalidad para no perder su patriarcado al coste de cualquier argucia, pues tras las rosas que trae en sus manos también esconde la soga para colgar a sus víctimas: “Tiene unas rosas en las manos / y un cordel para colmar el cuello”. Recurrir al disfraz delata también una debilidad visible frente al sexo opuesto; Simone de Beauvoir no se equivocaba cuando subrayaba que “los hommes no aman sentirse en peligro”,  no aman sobre todo aquello que ponga al descubierto sus propósitos de dominación. Clarisse, un personaje central de la novela de Robert Musil, El hombre sin atributos (1943), sublima la búsqueda de un infinito  cuyo centro es el vacío mismo. Para ella, el centro es el signo de nuestra vida, como ejemplo ella desliza en su dedo un anillo y muestra queriendo decir que en el centro de él no hay nada, a pesar de que su completud es lo que cuenta. Los hombres se aterran ante la ausencia de totalidad y tratan de reunir fragmentos de una realidad desencantada que jamás volverá a completarse. Clarisse repite a los cuatro vientos y a quienes puedan entenderla su adorada frase de Nietzsche: “Somos profundos, volvamos a ser claros”. Clarisse es la mujer sin atributos, no conformista, rompiendo con la tradición edípica del significante que edifica su dominio de signo-cosa. Clarisse pudo haber escrito también en su nietzscheano cuaderno de colores  “la muerte no es una mujer”; son palabras libres no sustraídas  de la tiranía del significado ni moldeadas por el lenguaje lógico-representativo tan diferente a la poesía para gustar a todo el mundo, que convierte a la mujer en coseidad metafórica: “les hommes naiment pas se sentir en danger”; Ana Ilce y Clarisse, mujeres sin atributos,  fragmentan con su  poder poético-filosófico el dominio caducado de los hombres con atributos, que  tratan de engañar al Otro cuando se pone en peligro el bastón de mando de su ordenada sintaxis patriarcal.

 

Retomando el hilo del logos paterno, Carta al padre, de Franz Kafka, puede servirnos de ejemplo: Kafka reprocha a su padre no haberle enseñado la verdadera lengua de su origen judío, cuestionamiento radical que Kafka no se cansa de repetir. El padre de Kafka es el ejemplo más logrado para representar en toda su crudeza la omnipotencia de “la erección del logos paterno”. El afable tendero de Praga era toda una autoridad a la que había que temer, al que no se podía superar de ninguna forma, siendo la ley y el juez al mismo tiempo. Los desdoblamientos del autor de La Metamorfosis tienen su origen en todos los   miedos  que le esperaban en cada rincón de su casa. Kafka dijo algo en su libro El Castillo que parece denunciar el mismo  travestismo enunciado por el verso de Ana Ilce: “los burócratas fácilmente se sonrojan como doncellas”. La mujer  no se sonroja,  pues no participa de la ideología de la mentira. La mujer puede desdoblarse, sin dejar de ser siempre  ella misma para que no desaparezca la magia de la diégesis, ella que multiplica las peripecias del relato: Maga de Cortázar, que puede nombrarse también Lucía y aparecer y desaparecer en diferentes lugares como las brujas de los cuentos, aquí-allá complementan su ser ficcional todo hecho de palabras hechizantes que transforman el entorno, la ancha geografía, el mundo. Todo puede nombrarse en femenino para alcanzar la trascendencia o ser el nombre cualquiera que impone su singularidad en La comunidad que viene de Giorgio Agamben. Asimismo Nadja, que jamás dibujaría a la muerte con rostro de doncella. Convulsa belleza heredada de las brujas Renacentistas, transforma el entorno y sus manos abiertas de gitana hacen de París un encuentro de amor. Breton dijo de ella: “Todo lo que sé es que esta sustitución de personas se detiene en ti, porque nada puede sustituirte, y que para mí, esta sucesión de enigmas debía terminar para siempre ante ti”.

 

Es el momento de sacar a luz el consejo que daba  Cixous  al inicio de la Risa de la medusa:” la mujer debe ponerse en el texto – como en el mundo y en la historia -, por su propio movimiento”. Ana Ilce en su acto escritural nos trasmite el poder femenino al  reconocerse mujer conociendo el mundo a través  de sus versos; mujer creando el ser – como dice Cixous -, para no ser “más que por infracción, intrusa”. La libertad de su escritura no la vuelve intrusa de nadie ni de ningún con-texto. De ahí que Cixous invite a todas las mujeres a escribirse: “Escríbete: es necesario que tu cuerpo se deje oír”;  libertad que Ana Ilce ejecuta al decirnos en su poema lo que hay tras la opacidad del origen: “Alguien un día dibujó a la muerte / con rostro de doncella”. Versos que, al aparecer en el centro mismo del texto,  señalan su importancia de por qué han sido convocados ahí en ese lugar de la página y no en otro, pues son  el acontecimiento de una verdad que está a punto de exhibirse. La deconstrucción del concepto de mujer sería el método para desarreglar toda la lógica falogocéntrica que ha dominado el discurso filosófico occidental. El varón es el pensamiento, la mujer el cuerpo. Las bañistas de Cézanne seducen por sus formas, sus pensamientos no son La verdad en pintura. Ana Ilce pregunta por ese “alguien” que dibujó a la muerte con rostro de mujer. Ese “alguien” que, al dibujarla de esa forma tan contraria a la vida, esperaba ser el pensamiento único de una forma de ver y pensar las cosas; en palabras sencillas, esperaba  adueñarse de la corporalidad y de la sexualidad femenina, limitando la subjetividad de las mujeres. El discurso misógino tiene una biblioteca que abarca varios siglos de historia. Pensadores como Jacques Derrida y Emmanuel Levinas han planteado nuevas lecturas para comprender la diferencia sexual desviando el sentido ontológico de una dualidad empeñada en separar aún más esta diferencia. Levinas la reinterpreta como alteridad pero al mismo tiempo como hospitalidad anudada en cada ser a la identidad del Otro. Derrida ahondó en el mismo tema deslocalizando el concepto de diferencia ontológica, différance no excluyente que pone en crisis las bases egoístas en que está asentado el sistema patriarcal. De igual forma, el pensador ha dejado abierto el debate  sobre la escritura femenina, escritura de las mujeres escribiendo sobre su cuerpo, gozándolo como un texto, donde la mujer – nos dice Derrida- toma la palabra. En su tesis doctoral, Jacques Derrida: lo femenino en deconstrucción, la licenciada en filosofía Juana Isabel  LópezBernal, comentando el intrincado libro Memorias de ciego. Del autorretrato y otras ruinas, libro que es tanto un plegarse/desplegarse como un hacerse visible/invisible; López Bernal nos da una posibilidad de vislumbrar  conceptos entre el laberíntico decir derridiano, el relato de la originaria mujer dibujanta que en un muro  traza a tientas la sombra de su amado. López Bernal concluye con estas profundas palabras: “La invisibilidad de la mujer (de la dibujante, de la ciega…) es la invisibilidad misma que habita en lo visible. Incluso en la palabra. La mujer, lo femenino, es lo invisible del discurso del pensamiento occidental.

 

 

5 Ana Ilce Gómez leyendo en el Salón de Recepciones del Ayuntamiento de Salamanca (2005 Foto de Jacqueline Alencar)

Ana Ilce Gómez leyendo en el Salón de Recepciones del Ayuntamiento de Salamanca(2005 Foto de Jacqueline Alencar)

 

 

La ceguera del pensamiento occidental, del pensamiento filosófico, la ceguera de la metafísica, se extiende sobre esa figura femenina, sobre esa figura de mujer que no puede ni siquiera representar la ceguera, pero que por ello mismo, se transforma en lo invisible, lo que no se puede ver. Y como una paradoja insalvable, el origen del dibujo se sitúa en las manos de una mujer, Dibutades, joven corintia que dibujó la sombra que proyectaba su amado sobre la pared. Y a pesar de ese mitológico origen, la figura de la mujer, como por obra de un prestidigitador, desaparece tanto del origen como de la historia. Se borra, se envuelve y se esconde, se olvida y se hace invisible. Pero resta. La figura de la mujer resta, permanece, invisible”. Mientras tanto Las Bañistas de Cézanne en su baño metafísico remiten siempre a Lo Mismo: al engaño de la representación, el cuerpo de la mujer a merced de la corriente, que no fija su verdad debido al espejismo de las aguas. La pregunta de Ana Ilce nos invita a volver sobre la lógica aristotélica, conceptualizaciones de ese “alguien” reproducidas luego por el discurso de la modernidad. La mujer-verdad de Nietzsche es solo un parapeto para esconder la fórmula aristotélica: la diferencia sexual es una lógica de la carencia, la mujer una pieza faltante de la substancia de la naturaleza masculina. Luce Irigaray parece alumbrar una respuesta a la pregunta de Ana Ilce, el cuestionamiento más profundo que se puede hacer sobre la diferencia ontológica de los sexos: “Por un lado, alma, forma, movimiento; por otro lado, cuerpo, materia y pasividad. La problemática del género, el esfuerzo por identificar la diferencia sexual como variante cuantitativamente mensurable en el seno de un concepto de genos en el que reproducción y unicidad morfológica son compatibles, culmina en la introducción de dicotomías tales que en ellas lo femenino ocupa el lugar de lo negativo, de la alteración y de la falta o carencia”. Ana Ilce quiere saber por qué la mujer no forma parte del “dibujo ideal” del comienzo, por qué Dibutades permanece en lo invisible. Al contrario de la invisibilidad de Dibutades, lo visible es representado por el dibujo de Vitruvio realizado por Da Vinci, donde las proporciones   del cuerpo masculino (veinticuatro palmas hacen a un hombre) operan como modelo del poder fálico; la mujer es apenas un no-cuerpo,  espejo de la identidad masculina y de sus proporciones perfectas. “Alguien” es aquel que la filosofía occidental concediera el poder de crear la jerarquía y la  alteridad entre vos y el Otro;  “alguien” es  aquel que olvidó mientras esbozaba el “dibujo ideal” de la humanidad, que la medida de lo femenino (femina vita) es vida diseminada en lo invisible, palma a palma en el universo. Por eso, los poderosos brazos del Hombre de Vitruvio no pueden levantar  el peso de su extensión.

 

Deconstruir lo imaginario establecido es la tarea de Ana Ilce; trastocando lo figurado en dos pinturas históricamente reconocidas (nos permitimos hacer referencia a estas obras, aunque en el poema de Ana Ilce no se refiere directamente a ellas. Disculpen, por lo tanto, nuestro instinto analógico). La primera pintura es la mujer representando a la muerte que galopa  en el cuadro de Brueghel titulado El triunfo de la muerte; la segunda, percibida desde nuestro museo imaginario, es el columpio (L’Escarpolette), de Jean-Honoré Fragonard (Grasse, 5 de abril de 1732 – París, 22 de agosto de 1806), escena nocturna  y sin azares contraria a la original, pues en la mirada de Ana Ilce es el insomnio que balancea el columpio en la noche desertada por los amantes. Texto a descifrar, no con las categorías de Cortázar: lector-hembra – decía el autor de Rayuela – sometido a fáciles soluciones dadas de antemano; al otro extremo, se situaba el lector-cómplice, que participa de la experiencia del autor. Lector-cómplice hijo del Logos y de la Razón Pura. Cortázar es tan macho como Beltrán Morales. El poema de Ana Ilce plantea el teorema entre texto de goce y texto de placer, como ya decía Roland Barthes. Texto de goce es el poema de Ana Ilce, pues pone en crisis la enciclopedia personal del lector y desarregla las normas de su lenguaje tradicional. En el pensamiento de Hélène Cixous, los textos femeninos se oponen a la lógica falocéntrica,  generan un placer liberador y significantes polivalentes. La escritura es abierta no permitiendo que el hermetismo ponga fin a la polisemia que imprimen los  significados. Por ello, – dice Cixous – “su discurso, incluso “teórico” o político, nunca es sencillo ni lineal, ni “objetivado” generalizado: la mujer arrastra su historia en la historia”. La escritura femenina es ruptura en el tiempo homogéneo y lineal, redime el Verbo y crea un tiempo de palabras novedosas. En efecto, no es extraño  que Ana Ilce conciba  otro punto de vista como espectadora imaginaria de las  obras de Brueghel y Fragonard, su mirada arrastra otra historia sobre ellas, desvaneciendo la contemplación tradicional. Sobre este aspecto, Walter Benjamin tiene mucho que decirnos: propone que  toda esta  mudanza de significados en el arte, concreta el paso de un valor ritual, de culto, a un valor de exhibición; el arte desencadena un mensaje social como vivencia estética, formando parte de una experiencia profana que el espectador o el lector disfrutan ante la obra. La lectura del poema de Ana Ilce forma parte de esta experiencia profana de la cual habla Benjamín,  su propia negación la complementa  de un nuevo sentido. Porque la obra de arte moderna es una obra polisémica, y la recepción y el goce de la misma no necesita en todo caso de la mirada delimitada que reclamaba la contemplación tradicional. La pintura o el libro se adaptan a un nuevo tipo de ver o leer antes desconocido. La expresión de Duchamp puede sintetizar lo anteriormente planteado, dice el autor de los famosos readymades: “una obra está hecha completamente por aquellos que la miran o la leen”. 

 

6 Poesía reunida

  Poesía reunida

 

Es relevante, y no puede pasar desapercibido, que el título del poema de Ana Ilce condense  o resuma toda la estructura textual del poema que tenemos frente a nuestros ojos; ciertamente el título es el espacio  privilegiado para la dimensión pragmática de la lectura, es decir, para la acción sobre el lector, convirtiendo todo el lenguaje a venir en una metonimia prolongada. Es sugerente que el psicoanalista Jacques Lacan sitúe al acto metonímico como “sustancia  gozante”.  Diremos que la escritura de la mujer es sustancia en gozo, condensada expresión de la mujer en su decir. En todo el poema de Ana Ilce no hay desplazamiento metafórico, sino “goce condensado de la letra”. Goce que no es el miedo de la pérdida, como en alguna medida pensaba Lacan, la mujer intercambia no la ganancia, sino el Don que no se comparte con el  Imperio de lo Propio, lo que se niega al Otro,  no a sí mismo. La escritura femenina es el Don de entregar a la comunidad palabras en devenir.

 

Ferdinand de Sausurre, fundador de la semiótica moderna, descubrió en sus últimas investigaciones, la importancia del Anagrama en la Antigüedad, secretos que escondían los versos saturninos; le llamaron el segundo Saussure y su lúdica teoría no ha dejado de correr tinta, sobre todo después de los descubrimiento de Jean Starobinski, Les mots sous les mots (1996). Nosotros consultamos como texto base el riquísimo ensayo de Federico Bravo, profesor de lingüística y semiótica en la Universidad Michel de Montaigne, Bordeaux III: Polémico Saussure la hipótesis del anagrama o los albores de un escándalo estructural.  Ana Ilce nos legó un rompe-cabezas a descifrar para las noches de insomnio, pero  comencemos por la búsqueda de la palabra-tema, “así bautizada por el lingüista – escribe el profesor Bravo – para evocar el juego de repeticiones y variaciones semióticas que despliega el texto en torno al mismo tema onomástico, en el sentido plenamente musical de la palabra.” Las sílabas de las palabras que dan título al poema La muerte no es una mujer, igualmente al encadenamiento de los vocablos del primer verso, compuesto de escasas palabras, reúne, ordena, construye, desentraña sílaba a sílaba, el nombre completo de la palabra-tema. El título y el primer verso configuraran en sus escasos lexemas lo que Saussure llamaba  una “secuencia de palabras concisa y delimitable”, imantando cada fragmento fónico para delinear la palabra-tema, o “el lugar especialmente dedicado al nombre”, cimiento que sostiene toda la armazón del poema que da su sentido al anagrama.

 

No perdamos tiempo y pongamos al descubierto lo que hay debajo del poema o encima del poema, palimpsesto que la noche de los tiempos empapela de signos y contra/signos.La muerteno es una mujer, esconde entre sus dos únicos significantes del íncipit y del primer verso, el nombre muerte, y es la palabra-tema  agrupada anafóricamente para darle forma en cinco dífonos mu;  nueve veces citada también  aparece la consonante M en los cuatro primeros versos incluyendo el íncipit, sobre la cual girará  toda la composición semiótica del texto:

                                      La muerte no es una mujer

                                       La muerte no es una mujer
con el cráneo pelado y una corva guadaña
entre las manos.
La muerte es un hombre que galopa
entre las noches que columpia el insomnio

 

El profesor Federico Bravo le llama poderosamente la atención la existencia de textos donde la palabra-tema se construya desde el primer verso – como es nuestro caso – el sibalograma completo de la  palabra-tema cuya pista ha sido la consonante M. El escritor español Julián Ríos (Vigo, 1941) llamaba palarvas (Larva. Babel de una noche de San Juan, 1983) a todo este conjunto de palabras que se engendran a partir de una letra o de una aliteración, amplificándose una tras otra, unidas quizá solo por un hilillo de una parentela etimológica que las  vuelve invivibles e intraducibles entre las otras palabras que funcionan siguiendo una normativa. De igual manera trabaja Ana Ilce, aguja en mano anuda y desanuda la  diacrónica madeja tensando étimos sobre el texto-bastidor. Luego, el texto parece estar tejido por motivaciones analógicas y homofónicas que despliegan la escritura, ejemplo de ello: la letra C actuando en un proceso creativo como  fuerza matriz (con / corva / columpia) para luego motivar y desencadenar toda la escritura de un verso que es su propia  amplificación: “y un Cordel para Colmar el Cuello”. Aunque no todos los étimos posean un origen común, la letra C les enlaza fonéticamente y de alguna manera da  contenido: Cordel, cuerda de un instrumento musical hecha con tripas; Cuello, Del latín collum, y este del proto-indoeuropeo *kwol-o-, en última instancia de la raíz *kwel,«girar”. En el texto de Ana Ilce,  leemos todas las condiciones para armar pieza a pieza la resonancia  aliterante representado por la letra  C, fonema conductor de todo el poema. No podemos dejar fuera de contexto la palabra cabeza, cuya presencia forma parte de la elaboración imaginativa del lector que sabe, ella está ahí en el espacio textual sin ser nombrada: del castellano antiguo cabeça, y este del latín capitia, plural de capitium ‘cuello de la túnica romana’, diminutivo del clásico caput ‘cabeza’. La palabra-tema, Muerte,  se refleja  como en un juego de espejos    en cordel/colmar/cuello, enviándonos a esa figura de El Colgado, a la cabeza de El Colgado, imagen que aterrorizaba los caminos del Medioevo que, por muy intrépida que parezca nuestra lectura, en el poema es representado por el columpio mecido por el insomnio. Todos queremos llegar temprano a la taberna de El castillo de los destinos cruzados (1973)  y sentarse junto al fuego de la chimenea, porque si la noche cae y no hemos llegado, El Colgado de Italo Calvino ya tiene por los senderos oscurecidos del bosque su miedo que contarnos. El anagrama nos impone otra manera de leer los significantes, y a veces bajo las palabras pueden leerse textos inesperados por el mismo exceso de la diseminación anagramática. Todavía no encontramos el anagrama  definitivo que Ana Ilce nos propone para “y un Cordel para Colmar el Cuello”; nosotros armamos el siguiente anagrama, como si fuésemos espontáneos jugadores de Scrabble,  recombinando sonidos dispersos matriciales: y un CORDEL para ColmaR el CuellO, nos parece configurar el vocablo cordero, signo de la muerte y el sacrificio de la mujer, que ya el inconsciente del texto alumbraba con la primera palabra-tema develada. Walter Benjamin configuró su anagrama en el desciframiento del hermético texto Agesilaus Santander combinando nombres secretos: dos mujeres amadas y el ángel de la pintura Angelus Novus de Paul Klee. “Los grandes poetas ejercen su ars combinatoria en un mundo que vendrá después de ellos”, concluye el pensador alemán. Por ello Ana Ilce atesora  sonidos de alguna balada de Francois Villon, y quizá éste sea su secreto cabalístico que un día será decodificado letra a letra por otra generación de estudiosos: significante soga que un día apretara el cuello del poeta salteador de caminos de múltiples significados. Saussure decía  del juego anagramático: “el anagrama invita al lector no ya a una yuxtaposición en laconsecutividad, sino para amalgamar sílabas fuera del tiempo como podría hacerse con colores simultáneos”.

 

7 Ana Ilce Gómez (Nicaragua), Pompeyo del valle (Honduras) y Alfredo Pérez Alencart Alencart (Perú-España)

                                Ana Ilce Gómez (Nicaragua), Pompeyo del valle (Honduras) y Alfredo Pérez Alencart Alencart (Perú-España)

Nos preguntamos también por qué Ana Ilce escribió cordel y no soga, pareciendo ser todo el enigma de la poesía: sugerir en lugar de nombrar el objeto. Es también la poesía del anagrama: hilvanar fonemas ahí donde se creía que la conexión era imposible (Walter Benjamin hablaba de leer libros que nadie había escrito). En el Tarot de Marsella encontramos un ejemplo excepcional, en el naipe que muestra el ícono de El Colgado, leemos: “La Justicia lleva alrededor del cuello la soga con que colgar a El Colgado”. Tarot de lo más bizarro, pues lo que se muestra es la orla de una toga, y en ningún otro tarot aparece  soga alguna. El profesor Bravo escribe: “las palabras que presentan algún rasgo formal en común tienen en común también algún rasgo semántico”, y  Cordel / Colmar / Cuello tienen rasgos comunes poniendo en evidencia que el discurso  es un deslizamiento incesante de significados, las palabras se entretejen aparentadas semánticamente y etimológicamente. Dueña de su oficio, sabiendo escuchar las permutaciones sonoras del nombre, Ana Ilce escribió cordel y no soga siguiendo la lógica fonética de su poema. En efecto, el profesor Bravo es claro en su lección: “Puesto que cada palabra está solidariamente vinculada con todas aquellas otras que se le parecen o se le oponen semántica o formalmente, es legítimo preguntarse hasta qué punto la escritura poética está determinada, precisamente, por la aparición en el discurso de ciertos significantes que, por atracción o imantación semiológica de otros significantes, actúan en el proceso de creación no sólo como matrices o estructuras poéticas, sino también como fuerzas orientadoras y desencadenantes de la escritura”. Porque no es lo mismo escribir claras trompetas, que claros clarines. El chircharchar eterno de la chicharra. Los poetas siguen siendo “fans” de Crátilo. Ningún estudioso de la poesía puede seguir negando la lingüística del significante, el parentesco etimológico entre palabra y palabra, toda la creación literaria de Julian Ríos es cincelada a partir de estos bloques fónicos. Veamos ahora la magia del anagrama a partir de un pequeño segmento que el profesor Bravo nos pone como ejemplo; además, dicho significante es parte integral de nuestro texto; Saussure – nos dice el profesor Bravo – confiado en “el poder connotativo del significante y a reconocer la fuerza asociativa de la derivación submorfemática”. Si nos atenemos a la hipótesis del anagrama, por ejemplo, el segmento trilítero – ŏrd – que Saussure rescata del significante cŏrda como reminiscencia de Afrŏdītēleyendo el verso 13 de De la naturaleza de las cosas (De rerum natura) de Lucrecio, proporciona la fuerza y la memoria que sobrevive en el nombre de la diosa, haciéndola significar a pesar de ser un segmento en apariencia insignificante. Principio que obtiene su fuerza en el dispositivo etimológico que le hace funcionar como discurso creativo frente a   la linealidad normativa del lenguaje.

 

En este mismo contexto, Ana Ilce, costurera ella misma,  heredera de la  vestimenta  tejida por Ajmátova,  hilvanada de fonemas que tejen anagramas,  de cortes transversales ypatrones que tienen sus propias medidas. Oficio de mujeres, tricotando la pelota de lana que rueda a los pies de Penélope, nocturno trabajo que es la espera; diurno trabajo cuando Las Hilanderas de Velázquez tejen la astucia. Igual a la tejedora sentada  a la derecha del cuadro de Velázquez, Ana Ilce no suelta el hilo de la escritura, asida  con firmeza a cada palabra todos los días de su vida, teje su humildad “hecha de palabras pobres”. En su costurero, carretes vacíos y pedazos de hilo polícromos dan forma al Odradek, cuyo idioma en susurros solo ella  conoce. 

 

Oficio femenino, el tejido  como característica de la mujer ha sido motivo de reflexión de pensadores y psicoanalistas. La Licenciada en filosofía Juana Isabel López Bernal, analiza el difícil pensamiento de Jacques Derrrida en su libro Un ver á soi, (literalmente se traduciría como “Un gusano de seda”) cuya traducción presenta dificultades por los juegos semánticos que presenta, algunos lo han traducido como “Un verme de seda”. López Bernal nos pone al tanto de lo que piensa Derrida tras las trazas del pensamiento falogocéntrico de Freud, escuchemos a López Bernal: “Derrida realiza una primera aproximación a Freud a través de la temática del tejido y la mujer, al hilo de la técnica del trenzado que en La feminidad Freud describe como característica de la mujer. El tejido de esta trenza necesita la invención de una técnica encaminada a ocultar, disimular, la carencia de pene. Este tejido del cuerpo, el vello púbico como el material del tejido, se asocia en la tradición y sobre todo con el psicoanálisis, a la mujer, a lo femenino. El pudor, característica que se identifica también con lo femenino, con la mujer, revelaría esa pretensión de ocultamiento. Sólo hay una libido para el psicoanálisis y es masculina. La mujer tiene que ocultar y ocultarse su carencia de pene trenzando el velo del vello púbico. Pero esta ocultación ni siquiera respondería a un descubrimiento, no sería el invento de la mujer, sino que daría lugar simplemente a un acto de imitación. Imitación de una Naturaleza que ya ha dotado al vello púbico de esa función. De este modo, la técnica del trenzado sería sólo un artificio de la mujer, la sofisticación del velo y no el descubrimiento ni la invención del mismo.”  Argumentos que ya conocemos, temas andados y desandados por la filosofía occidental; a la cabeza de Freud en los tiempos modernos la visión de la mujer no ha cambiado, lugares comunes, móviles fantásticos y artefactos ideológicos que no definen un concepto, repiten la misma ausencia ante la imposibilidad de no poder definir la diferencia sexual de la mujer, tejido donde cada hilo pueda configurar un día  la multiplicidad  que anuda lo propio de   la mujer y lo propio del Otro. El trabajo de la mujer siempre  será en casa, mientras el trabajo masculino se desarrolla en  libertad,  á l´airlibre.  El cuadro de Remedios Varo, Mujer saliendo del psicoanalista,podría ser un contra-argumento a los  filosofemas  de Sigmund Freud acerca de su visión acerca de la feminidad: en el cuadro observamos la cabeza que la artista lleva colgada en sus manos; podría ser El logos, El padre o la cabeza misma de Freud luego del fracaso de la consulta, pues en la mano derecha lleva una canasta llena de fantasmagorías obtusas y devaluadas, se visualizan también  recortes de teoremas que no funcionaron a pesar de todas las sutiles herramientas del Yo, el Super-yo  y el  Ello.

 

8 Adeleide, Ana Ilce, Soraya, Julieta, Jacqueline, María José...

 Adeleide, Ana Ilce, Soraya, Julieta, Jacqueline, María José…

 

Ahora, veamos este sistema de oposición masculino / femenino creado con precisión por la cultura falogocéntrica: la muerte no es una mujer / la muerte es un hombre que galopa / es un varón disfrazado de oscura damisela / pero ella es él (que parece enviarnos al título de la obra de Luce Irigaray, Ese sexo que no es uno, 1977). Estas oposiciones estructuran el texto y al mismo tiempo son depósitos de contenidos ideológicos. En este sentido Hélène Cixous apunta que,  “el pensamiento siempre ha trabajado por oposición”, oposiciones binarias que configuran el orden patriarcal. De este modo, la represión de la mujer  es  resultado del sistema patriarcal; no hay un lugar para ella en el orden simbólico, ocupado por el miembro de la pareja dominante, que destituye al otro, “diferencia sexual” que no dejará de ser la reflexión mayor de la escritora; en el poema de Ana Ilce el significante muerte quiere hacer desaparecer la palabra vida. En la segunda parte de La joven nacida y titulado “Salidas” Hélène Cixous comienza su texto interrogándose: “¿Dónde está ella?

 

“Actividad / pasividad, Sol /Luna, Cultura/ Naturaleza, Día /Noche,

Padre/Madre, Razón/sentimiento / Inteligible/sensible, Logos/Pathos.

Forma, convexa, paso, avance, semilla, progreso. Materia, cóncava, suelo – en el que se apoya al andar -, receptáculo.

Hombre /Mujer

 

Luego se interroga cuál ha sido el lugar de la mujer en la historia de  Occidente, lugar angostado cuasi a la asfixia, candidata permanente a ser embarcada por “insensata” en la La Stultifera navisNave de los locos, sin brújulas ni pilotos para atracar en puerto alguno,  alejándose de todos. Barbarie producto del Logos escolástico del Medioevo, poder analizado minuciosamente por Michel Foucault en la Historia de la Locura. Entre los dispositivos opresores de la mujer, no echemos de menos el horrendo Martillo para brujas, bien llevado a la práctica por los inquisidores, hoy diríamos, católicos fundamentalistas o militantes de ultraderecha; o más bien, simplemente terroristas.  Este lugar devaluado de la mujer obedece a la maquinaria del pensamiento occidental, logocentrismo, manera de operar siguiendo el manual que señala  “oposiciones duales jerarquizadas”, donde el sexo femenino – como término de la dualidad –  aparece subrayado negativamente, dominado por el yugo patriarcal. Cixous afirma que este pensamiento predominante de pares binarios es la fórmula para constituir  la conspiración  entre logocentrismo y falocentrismo, dando como resultado la noción que ella denomina “falo-logocentrismo”. Más clara no puede ser Cixous al describir teóricamente las entrañas del “falo-logocentrismo”, extiende el término y escribe la constelación de su mapa: “(…) Superior/Inferior. Mitos, leyendas, libros. Sistemas filosóficos. En todo (donde) interviene una ordenación, una ley organiza lo pensable por oposiciones (duales, irreconciliables; o reconstruibles,  dialécticas). Y todas las parejas de oposiciones son parejas. ¿Significa eso algo? El hecho de que el logocentrismo someta al pensamiento todos los conceptos, los códigos, los valores, a un sistema de dos términos, ¿está en relación con “la” pareja, hombre/mujer.

Ana Ilce cita en su texto el desvelamiento  de este sistema binario: “Alguien un día dibujó a la muerte con rostro de doncella”,  forma contundente de  denunciar  el origen del “falo-logocentrismo”. Farsa de los comienzos. El poema desenmascara al género masculino dejando de ser la máquina  dominante y causa de la Alteridad. El poema deconstruye el  valor del falo al romper el velo de la mentira, apertura para una nueva configuración de lo escrito: ella no es la muerte, sino él, aquel que galopa sobre los campos de batalla donde el hombre muere por la obsesión del poder, ese “poder invisible  productor de rituales de verdad”, como dice Foucault, que ha  asesinado en masa, como el nazismo, opresor de la condición femenina pues miles de mujeres fueron exterminadas en los hornos (sí, como las incandescentes hogueras en que fueron quemadas las brujas del Renacimiento) de los campos de concentración, tal es el caso de la novia de Kafka, Milena Jesenská (1896-1944), muerta de hambruna en el campo de concentración de Ravensbrück, 90 km al norte de Berlín. El poeta Paul Celan dejó expresado,  que aún sobre las cenizas se puede escribir contra el olvido;  en la lengua de sus verdugos un verso afirma que jamás habrá perdón para esos crímenes: “la muerte es un maestro venido de Alemania”, es el testimonio acusador del poeta.

 

Si Aristóteles, Freud y Lacan hubiesen leído el poema de Ana Ilce, la mujer, ese no-hombre para ellos, el hombre no hubiera sido el sujeto y la mujer la alteridad. ¿Quién es ese alguien que dibujó a la muerte con rostro de doncella? Pero Ana Ilce desactiva la omnipotencia del dibujante al decir “ella es él”. Así,  deslocalizando los pronombres  de su espacio habitual “ella es él”, la acción deítica propia de los pronombres, muestra un cambio en su descodificación semántica; lo masculino deja de ser modelo, paradigma de la identidad universal. Ana Ilce destituye todo lo imaginario creado por el patriarcado alrededor de la mujer: ella ya no es referencia de la muerte, sino él: “pálido, abyecto, / que en la noche se llega hasta mi sueño /y como un perro fiel / me hace aspirar su aliento de témpano /y misterio / y con fría insistencia se me acerca / y me lame los pies”. La muerte ya nohorroriza la existencia, estoica mirada que Ana Ilce antepone aceptando el destino finito del ser. La muerte, como en el poema de Paul Celan, no es ella sino él, des-articulando la función referencial del artículo: “la muerte es un maestro de Alemania”,  desterritorializando el reino absoluto de lo masculino, puesto en correspondencia con la banalidad del mal por el poema Fuga de muerte de Paul Celan.

 

En efecto, es binaria también la organización estructural del poema, las primeras diez secuencias versales se leen de forma tradicional, pero luego del onceavo verso la distribución tipográfica cambia, creándose un espaciamiento sugerente entre los versos, que para Mallarmé significaba “espaciamiento de la lectura”, propósito de los “blancos” que en el Golpe de dados  incluía el silencio de la palabra, y aparición del lector como figura activa en el desciframiento del poema; la actividad de la lectura él la planteaba como una “penetración”, nosotros diríamos, según el pensamiento de Julia Kristeva: “penetración semiótica” pues los signos del texto femenino no son reflejo especular del padre; el lenguaje deja de ser monopolio de los hombres, el lenguaje es productor de signos como en la descripción de Góngora  hablando de las pescadoras tejiendo redes y afilando arpones en la Soledad segunda; texto y red producen peces y signos: “nudosa red siempre murada, pero siempre abierta”. Rizoma de significancias entre nudo y nudo ad infinitum.  De igual forma, el espaciamiento difiere el final del poema y crea un suspense táctico que mantiene en vilo al lector. En un poema todo significa. Los blancos en el poema de Ana Ilce vuelven  audible la oralidad perdida, y sordos en el vacío los vocablos de la muerte. Barthes afirmaba que toda la poética de Mallarmé  “consistía en suprimir al autor en beneficio de la escritura, es decir, devolver su sitio al lector”. Es la invitación estratégica que Ana Ilce nos propone también como autora, devolvernos a través  del silencio de los “blancos” una escritura que desastabilize  el sentido único de la palabra: porque ella ya no es él, y nosotros como sus lectores hemos comprendido que la nominación ha cambiado. Es lo que los pensadores masculinos no quieren compartir con la mujer, esa nueva forma de sintaxis, de percepción del Otro; la palabra para ellos es apenas un medio para conocer y compartir el misterio del Otro, como dice Luce Irigaray. De igual manera para la autora de Ese sexo que nos es uno, con firmeza teórica escribe que lo femenino se defina a partir del delineo trazado  en sentido único por el modelo de los hombres,  resultando la indiferencia sexual y un solo sexo: el masculino. Así: ella, es la alteridad; él, el sujeto. Alteridad sumisa de Madame Cézanne, nacida Hortense Fiquet de extracción modesta,  modelo del pintor que se quedaba horas inmóvil al punto del desvanecimiento, sacrificándose en  nombre del arte para que su marido nos heredara un chef d´oeuvre. Cézanne la regañaba si ella quería apartar una mosca que ronroneara cerca de su rostro, sin contar los calambres de sus músculos expuestos a  largas  poses de  autómata. La pintaba fríamente como un objeto.

 

9 Adeleide, Ana Ilce, Soraya, Julieta, Jacqueline, María José...

   Santiago Sylvester (Argentina), Reinaldo Valinho (Brasil), Ana Ilce Gómez y A. P. Alencart (Foto de Jacqueline Alencar)

 

 

 

Por muy bello que nos parezca, nosotros también tenemos otro ejemplum nacional: Pequeña biografía de mi mujer, del poeta José Coronel Urtecho; largo poema representando un simulacro de lo masculino como patrón invariable del sistema falo-logo/céntrico, pues subjetividad y  alteridad de la mujer se presentan en relación a una jerarquía. En este sentido, luego de los grandes trabajos que  su poeta de marido cantaba, la alteridad de la Señora Urtecho – su ser mujer – siempre se presenta en  posición de subordinación. No se equivocaba Simone de Beauvoir al afirmar que: “la humanidad es masculina y el hombre define a la mujer, no en sí, sino en relación con él; la mujer no tiene consideraciones de ser autónomo”. Pequeña biografía de mi mujer es un tema más de la mujer como musa, como signo, como símbolo que acompaña al hombre a soportar el peso del mundo. Puerta para escapar de lo racional hacia lo transcendente. Solo Frida Kahlo reivindicó a través de su pintura las heridas de su ser femenino. De autorretrato en autorretrato construyó su propia identidad. La señora Kautz en lo alto de su tractor  Cartepillar D4  pertenece a la misma objetualización de la mujer representada ya sea por Madame Cezanne, ya sea por la fotografía de Man Ray, El violín de lngres. En el poema de Coronel Urtecho no se desprende ni onirismo ni extrañeza, los objetos son designados tal como ellos son, con sus nombres propios útiles  para dar sentido a todo lo cotidiano (según el pensamiento de Mallarmé: «la palabra una vez salida por la puerta de la sociedad, volvía a entrar por una cósmica ventana”),  insólitos en su nada poblando el exterior-racional: exteriorismo de la manzanidad de la manzana que tanto quería encontrar Cézanne a través de su esposa  abotonada al espacio en su vestido rojo. Nada escapa a la mirada de Coronel Urtecho, voyeur no de un instante sino de cada  instante de la vida de su musa-total, puesto que en su largo poema toda imagen debe ser poseída mientras se mira y escribe, penetrada ocularmente en su justa perspectiva, doble operación que no podría llevarse a cabo sin aquella sentencia de Lacan. “La mirada es la erección del ojo”. La Señora Kautz mostró también signos de sumisión, desde muy joven reprodujo roles patriarcales: “Porque, ya desde entonces, nadie como ella – una muchacha de pantalones – para entenderse y darse a respetar”. Es en este sentido que se destaca el patriarcado de Coronel Urtecho, conocedor ilustrado de la dialéctica amo-esclavo, que le permite escribir sin pena: “trabajaba y trabaja”. Su mujer trabajaba por amor pero los otros por amor al dinero. El arquetipo del judío no podía faltar en su eréctil mirada: “Y trabajó en las fábricas de ropa de la 8ª. Avenida donde un viejo judío. / Él era, al parecer, buena persona (…) Pero el viejo judío no era más que un esclavo de su trabajo, / un hombre esclavizado por la locura de ganar dinero. /Y según mi mujer, se mató trabajando”. Es el discurso de la intolerancia; la ceniza de los hornos de Auschwitz humeaba todavía y Coronel Urtecho perpetuaba hostilidades anti-semitas. Un verso en apariencia inocente que hubiese sido del gusto de L. F. Céline,  pero no del poeta guerrillero René Char, quien resistía a la invasión alemana desde el profundo maquis, bosque denso donde los combates se prolongaban hasta la hora de los relámpagos en las montañas. Para la pensadora Hanna Arendt, cualquier imagen que refleje   estereotipos secularizados tales como: es el judío quien envenena los pozos de tu aldea, o la ficción política del judío controlando en secreto la economía mundial, demuestran la perseverancia de un mito que nos llevaría a un nuevo exterminio. El crimen de Ana Frank no puede repetirse; igualmente, otra orfandad friolenta como la relatada por Georges Perec en W o el recuerdo de la infancia, pesan demasiado sobre los hombros de la humanidad. Versos / anécdotas como los  de Coronel Urtecho dan continuidad a la tragedia en la historia. El filósofo italiano Giorgio Agamben insiste en su obra que la barbarie puede repetirse, el campo de concentración prefigura “el paradigma que se ha instalado como aquel límite que da inicio y final a la praxis política contemporánea. Esto nos conducirá a observar al campo no como a un hecho histórico y una anomalía perteneciente al pasado (aunque eventualmente todavía rastreable hoy) sino, de algún modo, como a la matriz oculta, al nomos del espacio político en el que todavía vivimos”. En esta dirección, y pensando en todas las mujeres que sobreviven bajo el falo-logocentrismo como dentro de un campo de concentración, trabajar y trabajar no es el fin (Arbeit macht frei, el trabajo os hará libres), significa el encadenamiento marginal (“trabaja dondequiera que / estaba / Trabajaba y trabaja”) y donde se expresa con mayor violencia el autoritarismo masculino. Según los paradigmas del  falo-logocentrismo, el mundo femenino es una estructura vacía que el hombre tiene que completar: solo el hombre puede descifrar  el enigma femenino. Es por ello que Breton buscó en la videncia de Nadja  llaves que abrieran  puertas inexistentes. Nadja, bautizada en su aldea Suzanne Muzard, cuya presencia vuelve más indefinible lo Real, no tiene un solo nombre y un solo sexo, la pluralidad de sus labios proyectó la precisión polifónica de su videncia: laberínticos labios de Nadja donde Breton se extravió por los intraducibles neo-logismos de Babel y encontró  la locura.

 

10 Manuscrito de Ana Ilce

 Manuscrito de Ana Ilce

Para Irigaray, las mujeres no tienen un solo sexo, sino al menos dos, dos labios dentro de otros dos  labios, que ni siquiera es doble, sino un plegarse-desplegarse plural. Origami que hace brillar las puntas de sus pliegues en cada estrella de la noche. La lógica patriarcal  reconoce un único individuo; Irigaray en su traducción simbólica reconoce que la sexualidad femenina dispondría hacia la no-exclusión del Otro, pues la mujer “ella es indefinidamente otra en sí misma porque el otro ya está en ella y le resulta autoeróticamente familiar. “La mujer seguiría siempre siendo varias (como Nadja cuyo sucesión de nombres y enigmas nadie puede sustituir). Lo que no significa decir que ella se lo apropia, que ella lo reduce en su propiedad. Lo propio, la propiedad es ajena a la sexualidad femenina”.  Irigaray define lo alejado que la fluidez femenina se encuentra del sólido monocentrismo patriarcal. Lo fluido y lo sólido. Lo fluido no tiene ni principio ni fin, como el título del poema de Ana Ilce, que desde su inicio arrastra  un aluvión de sentidos  que van hacer del poema un flujo inmemorial que  ningún significado dará por agotado.

 

El semblante de la mujer en el poema de Ana Ilce recobra ese universo matriarcal que Robert Graves  (Wimbledon, Londres, 24 de julio de 1895 – Deyá, 7 de diciembre de 1985) nos describe en La Diosa Blanca (1948). Libro que puede ser introducción a la poesía, conocimiento también de mitologías y religiones; mito poético que puede alumbrarnos  sobre las relaciones entre hombre y mujer.  En La Diosa blanca, Robert Graves nos narra de culturas que adoraban a una Diosa Suprema, donde los dioses masculinos eran reconocidos solo como hijos, acompañantes para las actividades públicas, pero también víctimas para el sacrificio. Estas culturas desaparecieron por la aparición del patriarcado, destronando la autoridad de las mujeres al entregarle a los súbditos de la Diosa la supremacía divina. Nuevos mitos y rituales surgieron para hacer del pasado un olvido. En su libro, Graves nos dice que la verdadera poesía inspirada por la Diosa Suprema aún sobrevive bajo el símbolo de la Luna, rescritura intemporal para que el recuerdo de la Diosa no muera frente al patriarcado del Dios masculino y su razón inspirada por el Sol. Graves quiere decirnos que el poder divino femenino sobrevive eternamente  bajo diversas formas en nuestra civilización.  El investigador piensa  que el malestar en la cultura  tiene su origen en el papel subordinado que se confiere a la mujer en las decisiones vitales para la sociedad. 

 

Graves se pregunta  sobre el valor de la poesía, adelantándose a las reflexiones de Heidegger  acerca de la poesía de Hölderlin, ¿Y para qué poetas? (1946).  Hay penuria porque el hombre  no se atreve a quitar el disfraz que hay detrás de cada cosa que oculta el ser como esencia. Falta la mujer para develar la verdad llevándonos de la mano por los senderos del bosque donde nadie se pierde. Graves también lamenta el sombrío laberinto en que se pierda la humanidad: “esta es una civilización en la que se deshonran los principales emblemas de la poesía. En la que la serpiente, el león, y el águila pertenecen a la carpa del circo; el buey, el salmón, y el jabalí, a la fábrica de conservas; el caballo de carreras y el galgo, a las casetas de apuestas, y el bosque sagrado, al aserradero. En la que la Luna es menospreciada como un apagado satélite de la Tierra, y la mujer, considerada «personal auxiliar del Estado”. Las diosas sobreviven como testimonia el segmento etimológico que Sausurre rescata de la reminiscencia del Amor de Afrodita, Amor que el tiempo no borra porque es imposible que el tiempo borre el amor de las palabras.

 

El texto de Ana Ilce renueva en su intensidad poética ese poder femenino de la Diosa Suprema que aún sobrevive entre y bajo las palabras. Todo este poder lunar es convocado  en la configuración semántica del poema; Ana Ilce dibuja a la luz de la luna de Klee la vida con rostro de mujer, o dicho de otra manera, el dibujo de las palabras está bajo el dominio supremo de  l’ecriture feminine: “cuerpo a  cuerpo conmigo misma”, como dice Cixous. La muerte ya no tiene rostro de doncella, en su denudamiento ahora es   semejante  a un “perro fiel”, animal nocturno que  lame con insistencia  sus pies. Esta imagen del perro me hace pensar en la obra de Goethe (1749-1832), el Doctor Fausto. Mefistófeles, disfrazado de  perro invita a Fausto a gozar de todos los placeres humanos, lo engaña y Fausto vende su alma. Pero Ana Ilce tiene domado a sus pies el faústico deseo y jamás vendería como mujer su  alma al diablo. Imagen irreverente que hace del poema experiencia única del lenguaje como goce del cuerpo femenino, como poder de las palabras deconstruyendo los valores    hegemónicos  del discurso establecido, proponiendo una nueva lectura política del mundo.

 

 

                                                                                        

11 Manuscrito de Ana Ilce Santiago Molina Rothschuh en el Festival de Granada

 

Santiago Molina Rothschuh, poeta (Juigalpa, Nicaragua, 1958). Después de vivir 23 años en Rusia y Francia, retornó a Nicaragua y publicó Los dominios del aprendiz (Nicaragua, 2005) y Círculos de alfarero (Costa Rica, 2008). Tiene una licenciatura en literatura hispanoamericana y una maestría en lingüística española por la Universidad Michel de Montaigne. Es amante de la literatura rusa en general y de Osip Mandelstam en particular, le interesa y se ocupa de estudiar y comprender el lenguaje de las artes plásticas. Es considerado uno de los poetas vivos más importantes de Nicaragua.

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