UN POEMA DE LA MEXICANA MARGARITA MICHELENA DEDICADO A EUNICE ODIO

 

 

La poeta mexicana Margarita Michelena

 

 

Crear en Salamanca tiene la grata labor de rescate de este poema dedicado a Eunice Odio, escrito por Margarita Michelena (1917-1998), poeta, crítica literaria y periodista mexicana, nacida en Pachuca de Soto, Hidalgo, y quien es considerada por muchos como la mejor y más culta escritora mexicana del siglo XX. Estudió la carrera de letras en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), así como también trabajó como guionista de la estación radiofónica XEW; de igual manera, colaboró en las revistas América, Examen, Pájaro Cascabel, en el suplemento México en la Cultura del diario Novedades, en la revista América publicada por la Unión Panamericana de Washington, y en la Casa de la Cultura de Ecuador, entre otros. En 1980 fundó y dirigió “Cotidiano”, el primer diario a nivel mundial elaborado exclusivamente por mujeres, cuyo lema era “La expresión de la mujer en la noticia”. Sobre su obra literaria Octavio Paz señaló que “sus poemas son cristalizaciones transparentes, poemas bien plantados en la tierra, pero movidos por una misteriosa voluntad de vuelo”. La obra poética de Margarita Michelena ha sido publicada en los poemarios: Paraíso y nostalgia (1945); Laurel del ángel (1948); Tres poemas y una nota autobiográfica (1963); La tristeza terrestre (1954); El país más allá de la niebla (1969); y Reunión de imágenes (antología, 1969). Murió en la ciudad de México el año 1998.

 

Recordemos que el XXII Encuentro de Poetas Iberoamericanos tributó, este pasado mes de octubre, un homenaje a Eunice Odio, recordando su primer centenario.

 

 

  Retrato de Eunice Odio, obra de Miguel Elías

 

 

Palabras del poeta a la criatura humana

 

Para Eunice Odio

 

    Te hablo, criatura aciaga y venturosa,
a ti, prado y caverna, amante y enemiga,
el resplandor del gozo y la noche del miedo,
a ti, demonio triste y dulce copa
de la que beben pájaros y ángeles,
a ti, la que padeces tu muerte cada día
y un solo instante pasas por tu propio cadáver.

    Yo sé quién eres tú, ya te traspase
el alba con su dardo de pájaros, te queme
con el ascua flotante de su flor y te asombre
con su leve camisa de rocío. 
Ya te viaje la tarde, despoblándote
de tu rumor arbóreo.
Ya te incline la noche y te devuelva
hacia una simple forma, a la más simple,
a ser sólo la hierba que prepara
su brevísima túnica terrestre,
su delicada música, tañida a ras de suelo
en la nueva mañana.

    No puedo ver reunido tu rostro innumerable
ni conocer tu nombre, confiado
ya al mar o ya a la altura,
a la tierra o al humo,
a la luz o la piedra.
Pero yo soy tu rostro,
yo soy tu nombre unido y verdadero
y en mí tú te resumes, tú, transeúnte
del ojo y la palabra,
en mi tú te congregas, dispersa criatura,
como huésped eterno de tu alma.

 

    Mírame ahora, en este solo instante
en que te vivo, y reconóceme
para saber quién eres, cómo pasas,
como creces y lloras,
y cómo caes, y cómo resplandeces.

    Por mi alma transcurres,
te alumbras y oscureces,
y allí, te maravillas y allí cantas.
En mí te sabes llama combatida
por el labio del viento.
Y en mí, como a relámpagos de sangre iluminada,
recobras tu memoria, los rumores
del olvidado huerto
y el diálogo perdido entre el aire y el ala.

    ¿Cómo no amarte entonces, criatura
desolada y feliz, si estás poblándome
con altos sonidos de tu gozo
y el seco y desgarrado de tu muerte,
si a veces toco, por tu propio dedo,
no sé qué latitud angélica o qué prado
donde la luz aprende
a ordenarnos el mundo,
a ser su inteligencia desnuda y transparente,
y en otras me desplomo, con tu peso terrible,
en la gran soledad que es el pecado?

    Estoy solo por ti, por ti padezco
y es por ti que me alegro y me acompaño.
Si Dios manda sus ojos
te encuentra en mí reunido
y a mí debajo de tu vasto nombre
como debajo de una estrella unánime
de la luz junta y purísima
cuyo fulgor cosecho por el aire.
Somos uno, uno solo, dentro de la palabra.

 

    Yo soy tu residencia, el domicilio
último y verdadero de tu alma.
Y en mí termina, aterradoramente,
el parpadeo de su carne.

    Si digo “yo”, te nombro
como en la sola espiga
se nombra al trigo todo.
Y tú no me conoces.
Ah, pero si me oyes, si me oyes una vez,
sabes quién eres.
Miras tu propia voz en mi garganta,
la ves salir de mí ya como el tallo
que eleva y que sostiene
la flor de tu palabra.
Y allí, oh criatura, oh habitante
doloroso y riente de mi alma,
allí nos encontramos.
Soy tu único espejo,
soy el estanque terrenal y oscuro
sobre el que a veces misteriosa piedra
dibuja un vago círculo: tu nombre

    Amo lo que te arranca y te clausura,
y lo que te desnace del sueño hasta el latido
del latido a la piedra;
la voz con que preguntas
nombre y cifra a las cosas;
el grito solitario que desuella
la piel más escondida de tu alma;
el golpe que te arroja el pozo de tu sangre.
Y amo cuanto te alza
el remoto vestido de los ángeles,
aquello que te acerca
al fluir de las otras criaturas,
conduciéndote
de la raíz y del silencio
hasta la música y el aire.

 

    Te hablo como a gota perfecta y reluciente,
pero mínima y sólo distinguible
en el caudal inmenso de las otras,
ya súbdita amorosa del río que le arrastra;
te hablo de la música en cuyo cauce corres.

    Ya sé que entre la noche recoges tu sonido,
lo aíslas de los otros,
te inclinas y lo escuchas.
Es tan pequeño… Apenas se le oye.
Menos que al ligerísimo estallar de una rosa,
que al vuelo del rocío
o al párpado del alba.
Esto es la soledad. Mas yo te digo:
No hay soledad. Devuelve tu sonido
a la música entera y deja que penetre
al hueco iluminado que lo aguarda.
La música es la sola y total compañía,
el fluir que congrega a toda criatura
en permanencia y orden, que confunde
a toda voz en una verdadera.
Entra en la música. No temas.
Allí no olvidarás sino tu nombre
pequeño y solitario,
ese nombre de muerte que Dios no te conoce.
La hoja sabe. Fluye dulcemente
desde la tierra muda al coro que la aguarda,
toma su sitio entre las otras voces,
asume su rumor y lo levanta
por un solo verano irrevocable.
Todas las hojas son el mismo árbol.
Todas las criaturas deslumbrantes,
todas su religiosa plenitud y su cuerpo
de ángel oscuro y fuerte, coronado
de rumorosa paz y concluido
en música labrada entre los aires.

 

    Esto lo dije por tu alma.
Pero también tu cuerpo es de la música
y por su sola gracia incorruptible.
Porque es verdad que el cuerpo resucita
y está ya prometido a una forma futura,
desposado con ella, y a veces reconoce
al increado objeto de su alianza.

    A veces tus cabellos te parecen de hierba
y tu oído una altura de azucena,
y tus dedos, raíces de una próxima rama,
y una cierta mirada, un cimiento de aroma,
y una sonrisa tuya, un proyecto de pluma,
y el tacto una posible mejilla de manzana. 

    Todo lo sé, de ti, pues vengo de la música,
de su cuerpo sin término, infalible.
Y tú no morirás, porque he escuchado
tu nombre original iluminándose
en mi propio sonido.
Eres ya de la música. En su fulgor construyó
tus miembros inmortales.
En su ordenada lengua te alumbro y comunico
y te doy el vestido delirante del fuego
para que al consumirte, seas reconocido.

 

 

 

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