SANTA TERESA, ESCRITORA. CONFERENCIA DEL POETA Y PERIODISTA JOSÉ PULIDO

 

1 Pulido, Manuel Corral, Miguel Ángel Fernández y Juan Martínez Majo Pulido, Manuel Corral, Miguel Ángel Fernández y Juan Martínez Majo

 

Crear en Salamanca tiene el place de publicar el texto, inédito hasta hoy, que José Pulido, director de Radio Nacional de España en Ávila, pronunció como Conferencia Inaugural del XII Encuentro ‘Los poetas y Dios’, celebrado en el pueblo leonés de Toral de los Guzmanes entre el 20 y 21 de noviembre.

Reportaje fotográfico de Pablo Rodríguez, tanto de la conferencia inaugural, como de la lectura de Pulido en el Ayuntamiento de Toral y en la casa de la Calle Mayor, hospedaje de los poetas invitados.

 

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SANTA TERESA, ESCRITORA

Queridos amigos: En este año del Vº Centenario del nacimiento de Santa Teresa de Jesús se han abordado las distintas facetas de su compleja personalidad: Santa, Mística, Reformadora… Yo he elegido centrar mi intervención de esta noche en la Teresa Escritora. No tanto para analizar su obra, su estilo, los temas que trata o las influencias que en ella podamos encontrar. No. Me interesa detenerme en su vocación, en todos aquellos hechos que demuestran que fue una escritora vocacional, de raza.

Hay una cierta tendencia a presentarla como una mujer de talento, sí, pero que llegó a la escritura un poco por casualidad, empujada por sus confesores y directores espirituales para que expusiera a los lectores las experiencias místicas que vivió, la relación de sus Fundaciones o determinadas normas dirigidas a sus monjas para el funcionamiento interno de los conventos. Según esta teoría, Santa Teresa escribió a disgusto, contra su voluntad, empujada por un mandato externo. Nada más lejos de la realidad. Teresa escribió desde el principio por vocación, disfrutó y padeció el ejercicio de la escritura y no dudó en afrontar las dificultades y aún los peligros que podía suponer para ella el hecho de tomar la pluma. En la época que le tocó vivir, el siglo XVI, cualquier mujer que intentase escribir era vista con desconfianza. Suponía un desafío a las costumbres y prejuicios entonces imperantes. Como en tantas otras cosas, Santa Teresa lo afrontó y fue, contra viento y marea, escritora, una de las cumbres literarias del Siglo de Oro español.

Empecemos por el principio. Porque para llegar a ser escritor, me parece imprescindible ser antes un gran lector. Y Santa Teresa fue una lectora insaciable. Ya en su infancia, ella nos cuenta en el Libro de la Vida cómo su madre la aficionó a la lectura, de tal manera que “no tenía contento si no tenía un libro nuevo entre las manos”. Fue lectora apasionada de novelas de caballería, de vidas de santos; y esa pasión lectora yo creo que tuvo mucho que ver con el conocido episodio en que escapó de su casa con su hermano para ser martirizados en tierra de infieles y alcanzar la santidad, como tantas veces había leído.

Al parecer, en esos años de fantasiosa adolescencia llegó a escribir una novela de caballerías que, lamentablemente, se perdió. Es una pena. Sería maravilloso disponer de ella y comprobar cómo aquel espíritu apasionado entró en el fantástico mundo de los caballeros andantes, ¡Qué Amadís, o que Don Quijote habrían salido de su pluma!

 

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Esta vocación quedó un tanto apartada en sus años de juventud. Sin duda, la muerte de su madre, los graves problemas de salud que la llevaron al borde de la muerte y su ingreso en el convento de la Encarnación, le apartaron de las aventuras literarias, aunque nunca dejó de ser una ferviente lectora. Pasados esos años, cuando sus experiencias místicas y su “Camino de perfección” espiritual le hacen madurar como mujer y como religiosa, cuando empieza a tomar cuerpo su empresa reformadora de la Orden del Carmelo, comienza a escribir. Primero fue el Libro de su Vida, cuya redacción le llevó años, contrariedades, peripecias… hasta su segunda y definitiva redacción. Le seguirían, ya de forma más continuada, el Camino de Perfección, las Moradas y el Libro de las Fundaciones, además de unas pequeñas reflexiones o relaciones espirituales y sobre todo, sus Cartas, de las que redactó millares, aunque solo conservamos unos cientos de ellas. Escribía todos los días y a todo el mundo. Del Rey Felipe II para abajo, la lista de sus corresponsales es universal: familiares y amigos, religiosos, nobles, colaboradores, personas interesadas en sus empresas…

Maravillosas cartas llenas de vida, de humanidad. En ellas despliega su capacidad de seducción y convencimiento, su sentido común, su inteligencia, su astucia incluso para despistar a algún malévolo lector con nombres en clave, con fórmulas crípticas que solo ella y su interlocutor conocían. Así, los carmelitas calzados que la perseguían los denominaba lobos, o los del paño, y sus monjas, palomicas, el pequeño Séneca era San Juan de la Cruz.

Teresa disfrutaba escribiendo, era una necesidad para ella. Sentada o acurrucada en el suelo, apoyado el papel sobre un pequeño poyo que le servía de mesa, escribía hasta altas horas de la noche robándole tiempo al sueño. Dueña de un lenguaje lleno de expresividad y gracia, con una gran variedad de registros: desde la expresión de la experiencia mística a la indagación en el mundo del yo que caracterizan el libro de su Vida, a la narración del libro de las Fundaciones, cuyas peripecias y hechos tienen momentos que evocan la novela picaresca.

 

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Escritora vocacional, Santa Teresa siempre sostuvo que era la obediencia a sus confesores y directores espirituales el motivo que la llevaba a tomar la pluma. Como si la escritura fuese un ejercicio que le era impuesto contra su voluntad. No es muy difícil comprobar que en realidad se trata de una protesta retórica, primero, y una prudente estrategia defensiva.

Comenzamos por el Libro de la Vida para comprender que aquellas presiones para escribir no son tales. Esta obra, el primero de los grandes textos teresianos, obtuvo la aprobación de San Juan de Ávila a espaldas de su confesor, Fray Domingo Báñez. Fray Domingo negó en otro momento haber animado a la escritura del Camino de Perfección, como afirmaba Santa Teresa, y también desaprobó de principio la Moradas, aunque no llegó a repudiarlo. En cualquier caso, no se trataba tanto de una orden para escribir como de un pretexto para poder hacerlo y a ella se entregó con la misma pasión que a sus demás empresas.

El Libro de la Vida, que se inició a la vez que Teresa desarrollaba los difíciles comienzos de su empresa reformadora, fue objeto de numerosas correcciones e incluso una primera redacción que se perdió. No se trata de una simple biografía, ni una cuenta de conciencia para hacer partícipes de su experiencia espiritual a sus lectores. Azorín la define en su libro “Al margen de los clásicos” como la gran precursora de la literatura del yo, de la introspección personal, que supera a los más grandes autores en este tema. Santa Teresa sigue los pasos de las Confesiones de San Agustín y el Tercer Abecedario Espiritual de Francisco de Osuna. Dos libros que influyeron en su evolución espiritual y que demuestran que su vida contemplativa, su pensamiento, tuvieron unas fuertes bases literarias. Las Confesiones de San Agustín las leyó en 1554 y la propia Teresa cuenta la impresión que le causaron: “Estuve un gran rato que toda me deshacía en lágrimas”. Lecturas que además de formarla le animaron a realizar su vocación de escritora. Fue una provechosa alianza, porque si sus extraordinarias vivencias espirituales le dieron el material necesario para escribir, el ejercicio de la escritura le hizo conocerse mejor y articular la expresión de un hecho en sí inefable, como es la Mística. Un fenómeno que exige renovar el lenguaje y darle nuevas herramientas, nuevas palabras.

 

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Sobre otro de sus grandes libros, el de las Fundaciones, que supuestamente le animó a escribir el Padre Jerónimo Ripalda en 1573, en una de sus cuentas de conciencia dice la propia Teresa que en el convento de Malagón, en 1570, fue el Señor quien le ordenó que escribiese la fundación de estas casas. Ese mandato le llevó a tomar notas que después le serían muy útiles en la preparación del libro. Una actitud de escritora profesional, consciente de su oficio, en la que cualquier autor se reconocería. En este mismo sentido, en su Epistolario, se encuentra una carta en la que le pide a su hermano Lorenzo que recoja y le envíe unos papeles correspondientes a la fundación del Convento de Alba de Tormes que precisa para la escritura de la obra.

Nos encontramos con el mismo patrón que en el Libro de la Vida: Busca la Santa un pretexto, un mandato externo que le permita llevar a cabo lo que ya estaba determinada por sí misma a hacer. Una estrategia para cubrirse las espaldas frente a tantos enemigos, tantas voces críticas hacia aquella monja indómita, con un peligroso tufillo a herejía en sus arrobos místicos, que se atrevía a escribir como un hombre, solo que con más talento y elegancia que muchos hombres.

Hay una obra de Teresa que no parece obedecer a indicación ajena alguna. Se trata de las Meditaciones del Cantar de los Cantares y en ella dice ambiguamente que sigue el “parecer de personas a quien yo estoy obligada a obedecer”. No menciona a nadie y no podemos imaginar a ningún confesor o prelado tan insensato como para ordenar a aquella impredecible monja que escribiera sobre un tema tan delicado. Fray Luis de León, que tuvo tantos problemas por traducir el Cantar, no incluyó este texto en la edición de las obras de la Santa que hizo en1588.

Otro ejemplo de la vocación de Santa Teresa como escritora son las correcciones. Teresa corrige, revisa, hace incluso varias redacciones antes de llegar a la obra definitiva. Trabaja con empeño sus escritos. En el fondo ella aspira a dar sus libros a la imprenta, quiere ser leída y que su pensamiento sea útil para los lectores. No llegó verlo en vida. Camino de Perfección, el primero de sus grandes libros en publicarse, salió de las prensas poco después de su muerte, gracias al empeño de Teotonio de Braganza, amigo de la Santa, que le había pedido encarecidamente que lo mandase a imprimir.

 

 

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Frente a las revisiones de su obra, a Teresa no le gustaba nada que otros corrigieran, tacharan o trastocaran sus textos, aquellas expresiones, que ella atribuía directamente a la inspiración divina. Creo que sus continuas protestas de humildad, sus excusas por el lenguaje utilizado, sus pretendidas carencias de mujer “ruin e iletrada”, como ella decía, son lugares comunes, retórica y hasta una cierta íntima vanidad, consciente de la belleza de una prosa que Fray Luis de León calificó como “ La elegancia misma”, elogio muy significativo en un autor cuyo estilo distaba tanto del de Teresa.

Ella escribe con soltura, con llaneza. No solo demuestra una gran capacidad de introspección sicológica. Se autocritica, se apostilla a sí misma, tiene momentos de humor, un cierto toque cervantino del autor que se distancia de lo narrado para mostrar al lector el discurrir de su propio relato. Es de admirar también entre sus virtudes la capacidad para crear símbolos, imágenes sencillas y claras tomadas de la vida común que le servían para expresar sus vivencias espirituales: el agua, el gusano de seda, el castillo…

Es una escritora con clara conciencia del proceso creativo. Posee técnica y oficio para enfrentarse a la angustia del papel en blanco y disfruta con la tarea de escribir. No podemos pensar otra cosa. Lo hizo de manera continuada, en medio de las circunstancias más adversas, en las incomodidades de los caminos y en la paz de su celda. “Doy por bien empleado el tiempo que ocupare en escribir”, dice en una de sus meditaciones.

La respuesta de la crítica y los lectores es unánime en su favor. Gozan de una aceptación general sus libros y cartas, y desde el primer momento se tienen por obras maestras. Escritores e intelectuales, lectores de todo el mundo, de todas las épocas y de todas las confesiones religiosas la han estudiado y valorado como tales y parece que siguen interesando al hombre del siglo XXI. Teresa de Ávila es una de las grandes investigadoras del yo, de los estados del alma, de la autobiografía como forma de narración. Escribió pese a las limitaciones en su formación intelectual. Ella, que no pudo acudir a la Universidad, leyó por su cuenta a los autores que tanto le influyeron y a los que superó: Las Confesiones de San Agustín, el Tercer Abecedario Espiritual de Francisco de Osuna o las obras de Fray Luis de Granada y San Juan de Ávila.

Teresa se enfrentó a todas las carencias, todas las dificultades posibles y construyó una de las obras cumbres de la literatura con las armas de su esfuerzo, su valentía y su talento. Abrió nuevos territorios para la vida y el pensamiento religioso. Tuvo en la escritura una de las razones de su vida. Fue para ella causa de pesares y temores, pero también fuente de satisfacciones. Encarna un nuevo tipo de escritora, impensable en su época, de la que fue una adelantada. Una mujer independiente que busca su lugar en la Iglesia y en el mundo, que luchará para superar las barreras impuestas a su sexo. Una escritora combativa, defensora de causas en las que creía, valiente y a la vez cautelosa, defensora de la dignidad humana. Luchó con las armas de su pluma y en su labor reformadora contra la sumisión de las mujeres, las diferencias sociales y los prejuicios de limpieza de sangre. Una vocación como escritora que determinó su aventura personal, tan extraordinaria como la de los caballeros andantes y los santos cuyas vidas leyó en su niñez, a hurtadillas de su padre, en la casa familiar. Allí donde todo empezó.

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