Salvatore Quasimodo, palabra en el relámpago y la historia.Ensayo critico de Juan Antonio Massone

Crear en Salamanca se complace de publicar un ensayo critico sobre la obra del gran poeta italiano Salvatore Quasimodo de Juan Antonio Massone Del Campo. El autor ingresó en el año 1968 a estudiar pedagogía en Castellano en la Universidad Católica, donde se tituló en 1973; luego obtuvo una maestría en Literatura en su alma máter (1994); además, hizo dos años de periodismo en la Diego Portales. Para el título de profesor defendió la tesis Caducidad y trascendencia en dos obras de Miguel Arteche y para el de magíster, Concepciones fundamentales del pensamiento estético-filosófico de la poesía de Fernando Durán Villarreal.​

Como profesor ha enseñado en el Liceo San Agustín de Santiago (1970-1988), del que llegó a ser rector (también fue director del Colegio Irrarázabal entre 1990 y 1991), y en diversas universidades como la Blas Cañas, Diego Portales, Andrés Bello, Católica de Valparaíso, Santo Tomás y su alma máter.​

En 1992 pasó a ocupar el sillón n.º 21 de la Academia Chilena de la Lengua; además, desde ese año es también miembro correspondiente de la Real Academia Española. Ha ocupado asimismo importantes cargos en instituciones literarias, como el de vicepresidente de la Sociedad de Escritores (SECH) y del Ateneo de Santiago. Entre sus obras poéticas destacan Nos poblamos de muertos en el tiempo, Editorial Aconcagua, Santiago, 1976, Alguien hablará por mi silencio, 1978, Las horas en el tiempo, Editorial Nascimento, Santiago, 1979, En voz alta, 1983, Las siete palabras, Ediciones Aire Libre, Santiago, 1987, Poemas del amor joven, Ediciones Logos, 1989, A raíz de estar despierto, Ediciones Rumbos, Santiago, 1995,Pedazos enteros, Rumbos, Santiago, 2000, En el centro de tu nombre, Ediciones La Garza Morena, 2004, Juntémonos ahora, Editores 2018. Además de poeta, es ensayista, antologador y bibliógrafo.

Juan  Antonio Massone en su ensayo critico destaca el núcleo esencial de la poética de Quasimodo el signo distintivo de una experiencia de la vida real. Según Massone Quasimodo es el poeta nunca niega la vida, aunque por desesperación reconozca la sequedad …

Quasimodo en la primera fase de su poética había mostrado preferencia por las imágenes enrarecidas y por la ambientación en una Sicilia de sabor mítico. Más tarde, su trabajo comenzó a reflejar más directamente la oposición al régimen fascista y el horror de la guerra, particularmente en Día tras día (1947). Posteriormente se impuso una corriente narrativa, no pocas veces ligada a temas informativos.

Quasimodo en su Discurso sobre poesía, 1956, afirmaba :»La posición del poeta no puede ser pasiva en la sociedad:» modifica «el mundo. Sus imágenes fuertes, las creadas, golpean el corazón del hombre más que la filosofía y la historia. La poesía se transforma en ética, precisamente por su interpretación de la belleza: su responsabilidad está directamente relacionada con su perfección. Escribir verso significa someterse a un juicio: el estético incluye implícitamente las reacciones sociales que suscita un poema. Conocemos las reservas a estos enunciados. Pero un poeta es tal cuando no renuncia a su presencia en una tierra determinada, en un tiempo exacto, políticamente definido. Y la poesía es libertad de ese tiempo y no modulaciones abstractas del sentimiento.

 

 

Entrega del Premio Nobel a Salvatore Quasimodo

 

Salvatore Quasimodo, palabra en el relámpago y la historia

 

           De los más importantes poetas italianos contemporáneos se conocen buenas traducciones, entre nosotros. Los más difundidos son: Eugenio Montale, Giuseppe Ungaretti, Cesare Pavese y Salvatore Quasimodo.

           Nada abundoso, los poetas italianos hacen gala—por encima de las regiones a que pertenecen—de una gran contención del verbo poético. Contención que no es sinónimo de frialdad marmórea ni de superficie olvidable. Sienten el paisaje de la ribera o de la campiña con acendrado espíritu de palabra interiorizada. La mayor de las veces, esenciales, sus poemas son vínculos de lo externo con el destino humano que no cejan de escudriñar y de expresar, ya con perplejidad, ya con afecto, ya transidos de conmoción. La poesía de Salvatore Quasimodo puede ser identificada con la transparencia, lo etéreo y lo relampagueante. De sus aprehensiones del mundo, la materia deviene leve, rumorosa, musical. Parece desleírse o sincerarse en las yemas de los dedos, en el decir quedo, para sí, al través de un lenguaje palpable y evanescente, a la vez. Experiencia de realidad asimilada en la inconsútil vinculación de consciencia y emotividad, en cuyos semblantes, tan soleados como aéreos, queda temblando el recuerdo de un destino que, en dosis mesuradas, se ofrenda hasta ser parcialmente esclarecido.

            Aguas y Tierras (1920-29); Oboe sumergido (1930-32); Erato y Apolo (1932-36); Nuevas poesías (1936-40); Día tras día (1947); La vida no es sueño (1946-48); El falso y verdadero verde (1949-1955); La tierra incomparable (1955-58) Y Dar y tener (1959-1965), conforma el elenco de poemarios de este poeta siciliano, nacido el 20 de agosto de 1901, en Módica, y fallecido en 1968, quien obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1959.

            Si atendemos a sus títulos hallaremos más de alguna pista o indicio del fino espesor de su palabra. Sí; fino espesor, porque en Quasimodo la contundencia de sus ascensos y descensos de consciencia tocan tierra para luego remontar un vuelo que lleva intención de vibrátiles arpegios.

           Como pocos, como muy pocos, este poeta alcanzó la felicidad de un poema que es todo un emblema de sabiduría, de intuición cogida al vuelo, y que, en su brevedad, confirma la iluminación portentosa de la soledad en medio del mundo, para luego cerrar los párpados de aquella dádiva como quien se recoge fulminado de luz en bruscas sombras inexorables. Imposible no transcribirlo: “Ognuno sta solo sul cuor della terra/ trafitto da un raggio di sole/ ed è súbito sera”. “Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra/ traspasado por un rayo de sol/ y enseguida anochece”, según la traducción de Carlo Frabetti.  He ahí el instante supremo de la consciencia. La soledosa condición humana, intransferible, única, oclusa a todo intercambio de pareceres es la clave, o la cifra, hubiera dicho Borges, víspera de un hallazgo en esa luz tan súbita como efímera, pero que permite columbrar, acaso, la realidad más honda al verse en el mundo, desasido y desnudo como una nuez en la flotante noche.

           Cada quien, según el poeta, ocupa el centro del mundo. Centro o eje en torno del cual toda fracción de tiempo y cada afán develador se disponen como anillos siderales o aura tornasol que imanta un nombre, una pertenencia y una soledad. Esta última representa un repliegue y hospedaje en toda porción biográfica. La tierra es soporte de la soledad, pero dicha compañía no mengua la intensidad de estar consigo, acaso de bruces en el sí propio, animado de un rayo de sol que, presumiblemente, ilumina y otorga calor, a la vez. Y ese rayo deviene fugaz, hendiendo las capas solitarias, para dejar el recuerdo de un mundo por habitar: consciencia despierta que, reconociendo la agudeza de su arrimo auspicioso, no le es dable extender mucho más los beneplácitos del ver. ¿Imagen de la vida en su condición de palmaria fragilidad?

           Cada quien puede asignar un significado íntimo a ese albor del poema. Insuperable decir sugestivo y, en pocas palabras, acerca de nuestra condición humana. Más aún, al dejarlas temblando en un epílogo que escolta a esa iluminación de centro soledoso. Porque, después de situar lo humano en su carácter singular y solitario en medio del mundo; después de ser abierta la soledad por el rayo de sol; inmediatamente vuelve a cerrarse la nítida plenitud, como si volviera Orfeo a perder a Eurídice, o tal si caliginosas sombras encerraran la luz. La única oportunidad cesa a despecho de todo voluntarismo racional. Quizás el poeta recordó que estamos asistidos de la gracia, pero que no depende de nuestra deliberación ni antojo el perdurar bajo su amparo. Porque gratuito es el rayo de sol venido del cielo, poderoso en su dádiva, aunque disipado en un santiamén dentro de nuestra nebulosa soledad. Por eso, la elocuencia mayor de ese verso final resulta tan concluyente: “Y enseguida anochece”. ¿Será nuestra la noche y la empañada visión? Todo ello se confirma en el poema—en este caso poesía de verdad–, a expensas de cada quien. Categórico y deslizante, el texto invita a ser repetido una vez y otra en tanto seamos en el tiempo.

Pertenecer y despertenecer, he ahí una constante de Quasimodo. Casi tocar la voz, y ya perderla en frente o en medio de árboles, de ángeles, de manos ensombrecidas de dolencias desgajadas. El viento. También un cielo con tierra debajo para no olvidar nacimientos, regresos, resucitaciones de piedra y de musgo, de bailables aires, de sin embargo, de voz. Palpar el  mundo y desleírlo. Realidad e irrealidad: asombro, promesa, corazón que tiembla.

            “E tutto mi sa di miracolo;/ e sono quell`acqua di nube/ che oggi rispecchia nei fossi/ piú azzurro il suo pezzo di cielo,/ quel verde che spacca la scorza/ che pure stanotte non c`era”

Y todo me sabe a milagro;/ y soy esa agua de nube / que hoy refleja en las acequias / más azul su trozo de cielo,/ ese verde que rompe la corteza / y sin embargo anoche no existía” (Espejo)

 

El Poeta y crítico Juan Antonio Massone

 

                Todo conoce de potencia comunicativa. En cada objeto y en cualquier fenómeno natural existe un lenguaje abierto al ojo y al corazón que la piel recuerda o celebra como una analogía de sensibilidad en que se ve y advierte en hondo que significa piel, identidad taraceada de paisaje impreso a apunta de nostalgia y de misteriosa vinculación, mientras la soledad saca la voz de “oboe sumergido” para cumplir con el papel de nombrarse viva en la doliente y emocionada de la nostalgia.

            Replegada, sumergida, soterrada habita la palpitación de estar hospedado en el mundo y, a la vez, ser recinto en donde ese mundo cobra significancia de nombre propio. En adelante, la lucha se entablará desde lo íntimo, con tal de conseguir arrancar al silencio los nombres de un mundo habitado, ceñido a la forma suprema de la soledad no menos que abierto al misterio de lo vivísimo. Porque está solo, el poeta habla. Se habla para mejor hacerlo a otros. No tiene otra forma perdurable de ser testigo. ¿De qué? De nada menos ni de nada más importante que estar vivo. Después de todo, es la consecuencia que le sobrepuja a mantenerse en pie, despierto y anhelante, asombrado siempre y para siempre atento a traducir los signos de un intenso convivio en lo existente.

            Pero ese hablar reconoce un centro primordial en donde se fragua el idioma poético, y aquél no es otro que el corazón alentado por la proximidad o la lejanía de ser siempre alguien distinto que el otoño, o la noche, o la lluvia. Trátase de la tierra y su mar de fondo. Trátase de la savia, del lenguaje de pájaros en el viento o de la sobrevivencia de quienes ya no están sino en miradas perdurables, como en escorzo de visajes y tránsitos de tiempos quietos en la fuga. Lo existente natural parece sólo igual a sí, y, sin embargo, la sensibilidad se afecta y no le es posible sino decirse en el vocablo aquellos ramalazos en que despierta el tiempo de la nostalgia y un esbozo de esperanza confirmatoria para saberse entre efímeros vislumbres y perdurables improntas de paisaje habitado por generaciones precedentes, así como acude la novedad sorprendida del poeta.“Sera: luce addolorata, / pigre campagne affondano./ Non dirmi parole : in me tace/ amore di suoni, e l`ora è mia/ como nel tempo dei colloqui/ con l`aria e con le selve.”

“Tarde: luz dolorida,/ perezosas campanas se hunden./ No me digas palabras: calla en mí/ amor de sonidos, y la hora es mía/ como en tiempos de los coloquios/ con el aire y los bosques.” (Verde deriva)

            Todo llama con voz de materia angelada. Lo natural corresponde, en primer término, a su tierra siciliana, derramando su gracia y su misterio para bien del alma. Aquella conjunción de humanidad y naturaleza no es simetría ni quietismo. Alma y entorno se deslizan, pasan, pretenden otros horizontes, sobre una vecindad sin tacha, porque la tierra es paisaje y memoria perdurables. Diálogo con una presencia transmutada en palabras, el poeta habla consigo y con lo otro, con lo que perdura después de perderse. Él lo dijo mejor: “Podría decir que mi tierra es “dolor activo”, al cual retorna una parte de mi memoria cuando establezco un diálogo interior con una persona amada, que está lejos o en la otra orilla de los afectos. Podría añadir algo más, tal vez porque las imágenes se forman siempre en diálogo nativo y el interlocutor imaginario vive en mis valles, y camina a lo largo de mis ríos (…) Además, ¿qué poeta no ha puesto se seto como confín del mundo, como el límite que más distintamente alcanza en su mirada? Mi seto es Sicilia…”  Como sea haya sido, alma y tierra sueñan y comparten un mismo cielo. Es la forma que tienen de confirmarse en la juntura del ser, al metamorfosearse. “Ali oscillano in fioco cielo,/ labili: il cuore trasmigra/ ed io son gerbido, e i giorni una maceria”

 

       “Alas oscilan en ronco cielo desteñido,/ lábiles: el corazón transmigra/ y yo estoy yermo,// y los días son escombros.” (Oboe sumergido)

 

       Así como existe en la obra poética de Quasimodo un habla que parece inclinarse a considerar la pequeña naturaleza en sus juramentos de susurrados coloridos y savias nutrientes, no menos cierta la experiencia central de la soledad en estado de consciencia. Trátase de la infancia que mira y clama a lo trascendente. Otra vez la palabra desprende su expresión atónita, desamparada, tácita de ausencias.

 

   “Io sono forse un fanciullo/ che ha paura dei morti,/ ma che la morte Chiapa/ perché lo sciolga da tutte le creature:/ i bambini, l`albero, gli insetti;/ da ogni cosa che ha cuore di tristezza.

    Perché non ha piú doni/ e le strade son buie,/ e piú non c`è nessuno/ che sappia farlo piangere/ vicino a te, Signore ».

 

“Yo soy tal vez un niño/ que teme a los muertos,/ pero llama a la muerte/ para que lo suelte de todas las criaturas:/ los niños, el árbol, los insectos;/ de lo que tienen triste el corazón.// Porque ya no tienen dones/ y las calles son oscuras,/ y ya no hay ninguno/ que sepa hacerlo llorar/ cerca de ti, Señor.” (Ninguno)

 

           Obligado a desacostumbrar el corazón de raíces afectivas, un vivir perdiendo es cuanto sucede con inexorabilidad premiosa. Sustentarse de lo querido y, de otra parte, recibir la imposición que desdice el anhelo más íntimo, entran en conflicto y se adueñan del ánimo. Un nuevo pavor se hace presente: dejar de ser. En tanto, la ostensible soledad aflora y colma los poemas de una circunspección que, mejor, es cisura por donde se filtran rayos nocturnos. En todo ello, la poesía, esa palabra que vive y respira inestable de pequeñas victorias con que cantar las derrotas, ofrece oportuno desahogo, aunque a su gracia— identificada con Erato, musa de lo poético—deba dedicarse aquella confidencia mayor como es la de esclarecer su papel en el poeta.

           Para sentir es necesario un corazón dispuesto a lo abisal y al vínculo; para hablar del sentir, sólo la poesía es verdadero idioma, porque respeta los blancos, el ruido silente, la brisa que habla del mar en la orilla de la noche. Capaz de tornar idioma el silencio, es “el otro vivir” del que hemos hablado en otro sitio. Pero la poesía admite lo mismo el monólogo y el coloquio; se siente parejamente atraída de lo fable y de lo inefable. Es una musa y también el compromiso del ser con la verdad entrevista en un musgo o en una piedra donde se mide el dócil horizonte. Historial del corazón, la poesía lleva en su pecho lo esencial de los latidos. Sueño despierto y vigilia en penumbras, del exterior coge los cuerpos para hacerse oír en toda soledad y de cualquier condición humana.

 

“A te piega il cuore in solitudine,/ esilio d`oscuri sensi/ un cui transmuta ed ama/ ciò che parve nostro ieri,/ e ora è sepolto nella notte.//

 Semicerchi d`aria ti splendono/ sul volto; ecco m^appari/ nel tempo che prima ansia accora/ e mi fai binaco, tarda la bocca/ a luce di sorriso.

 Per averti ti perdo,/ e non mi dolgo: sei bella ancora,/ ferma in posa dolce di sonno:/ serenità di morte estrema gioia”.

 

“A ti se pliega el corazón en soledad,/ exilio de oscuros sentidos/ en el que transmuta y ama/ lo que ayer parecía nuestro/ y ahora está sepultado en la noche.// Semicírculos de aire resplandecen/ en tu rostro; te me apareces/ en el tiempo que la primera ansiedad aflige/ y me vuelves blanco, lenta la boca/ a la luz de la sonrisa.// Por tenerte te pierdo/ y no me aflijo: todavía eres bella,/ quieta en dulce posición de sueño: / serenidad de muerte extremo gozo.” (Sílabas a Erato)

 

              El habitante de Sicilia y el traductor de los clásicos que fue Quasimodo completan esa experiencia de viaje interior y de renacimiento desde los vestigios y colonias de mares con tanto musgo como orillas abnegadas en que viera el poeta una suerte de más allá corpóreo, murmurante, de muertos que no trepidan en continuar sus ritos humanos. Entonces, a la estupefacción le escolta esa su congoja de estar solo en el mundo. Luz y sombra lo disputan. Sombra y luz le retienen en vilo atribulado. Por eso mismo clama y exclama a Dios por una liberación que tarda:

“Sradicato dai vivi,/ cuore provisorio,/ sono limite vano.// Il tuo dono tremendo/ di parole, Signore, / sconto asiduamente.// Destami dai morti:/ ognuno ha preso la su aterra/ e la sua donna.// Tu m`hai guardano dentro/ nell`oscurità delle viscere:/  nessuno ha la mia disperazione/ nel suo cuore.// Sono un uomo solo, / un solo inferno”.

               La poesía de Salvatore Quasimodo es presencia que marca una antigua y siempre renovada necesidad: tener origen y habitación en el fuero interno; volverse palabra inteligible y conmovedora hasta impresionar la atención ajena; vincular órdenes de realidades muy diversas con tal de volver a decir el mundo de lo vivo, aunque estén muertos aquellos con quienes se creció, y caminó, y soñó la esperanza, el amor y la confianza.

 

Juan Antonio Massone

 

 

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