LA MÚSICA EN ‘VISIÓN DE VENEZUELA’, DE ALEJO CARPENTIER. ENSAYO DE GABRIEL JIMÉNEZ EMÁN

 

1 Alejo Carpentier, por el pintor catalán Alejandro CabezaAlejo Carpentier, por el pintor catalán Alejandro Cabeza

Crear en Salamanca publica con satisfacción el ensayo que escrito por nuestro colaborador Gabriel Jiménez Emán, sobre la obra del cubano Alejo Carpentier (1904-1980), el primer escritor latinoamericano en recibir el Premio Miguel de Cervantes (1978). Carpentier tuvo en su exilio venezolano (1945-1959) la mejor etapa en su producción literaria.

 

 

Diario (1951-1957) Alejo Carpentier.Diario (1951-1957)Alejo Carpentier.

 

 

 

LA MÚSICA EN ‘VISIÓN DE VENEZUELA’, DE ALEJO CARPENTIER

I

Todos sabemos que Alejo Carpentier es uno de los primeros escritores cubanos del siglo XX, que su obra narrativa y ensayística es una de las más significativas de la América Latina. Si algo caracteriza a esta obra desde una primera mirada es la amplitud de sus intereses y una curiosidad insaciable hacia una variedad enorme de temas y asuntos. Una segunda mirada permite comprobar que esa curiosidad va adquiriendo, lentamente, los rasgos de una lucidez en la visión y una serenidad en la expresión. Cuando se leen algunas de sus novelas advertimos que su lenguaje parece tener visos del neoclasicismo europeo por un lado, de esa expresión castiza de la lengua castellana en la que se desliza un elegante manierismo surgido del espíritu barroco, atemperado al paisaje de lo americano. Cuando digo paisaje digo también paisaje humano y paisaje verbal o lingüístico. En este lenguaje resuena de modo permanente el ritmo y la música del mejor castellano, pero también el aire de un espíritu nuevo, de una respiración innovadora a través de la cual Carpentier supo labrar el conjunto de sus novelas, desde Écue-Yamba Ó (1933) hasta El arpa y la sombra (1979). Si bien es verdad que entre ellas hay diferencias de técnica notables, también es cierto que su lenguaje literario ha adquirido un sello, una seña particular caracterizada por su riqueza cromática y su sensualidad musical, la sinuosidad de un estilo que puede hacernos viajar a cualquier mundo a través de una prosa cálida, gozosa de sí misma. Ese regusto verbal característico de su prosa de ficción, tan cubano, tan penetrado de elementos caribeños del trópico, no proviene de una educación sistemática sino de un tete a tete con lecturas diversas, al contacto permanente con la música, el teatro, la danza y el cine, conciertos en vivo, representaciones, veladas, exposiciones y puestas en escena de numerosas obras, tanto en Cuba, Francia como en Venezuela, presentes en su etapa de formación.

 

 

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Carpentier tiene una formación de periodista autodidacta y no es, como muchos piensan, esencialmente un erudito. Cursa su bachillerato en colegios privados de La Habana. Llega a Paris en 1928 presentado nada menos que por Robert Desnos e ingresa en el movimiento surrealista. Allí toma contacto con los poetas Eluard, Breton, Aragon, Tzara, Sadoul, Peret y demás músicos y pintores de ese movimiento; colabora en la revista la Revolution surrealiste, en una etapa que va a ser decisiva para su educación estética y donde, entre otras cosas, el escritor se propone romper con ciertos moldes europeos y empezar a percibir su realidad circundante, histórica o social. En esta época escribe dos novelas de asunto cubano y varios artículos que nunca verán la edición, debido su exigencia autocrítica.

Cuando llega a Caracas en 1945 cuenta con 35 años. Durante los catorce años que permaneció en Venezuela, mientras labora en agencias publicitarias para ganarse la vida, también escribe columnas literarias en periódicos de Caracas (principalmente en “El Nacional”), participa activamente de la vida cultural de la capital venezolana y viaja por todo el país, apreciando los distintos matices en las costumbres, el folklore, el arte popular y tradicional, y ello lo entusiasma a tal extremo que no deja nunca de admirarse ante la capacidad creadora del pueblo venezolano que, tanto en el ámbito de las expresiones llamadas cultas como en las populares, el cubano sabe hallar peculiaridades, visos y facetas ante las cuales se asombra.

El producto de esta admiración está vertido en las crónicas y artículos que publicó en Caracas bajo el nombre de “Letra y Solfa”, aludiendo en su título a la expresión literaria y a la musical. Claro está, en estos escritos no sólo se hallan referidas obras venezolanas; pero su punto de vista sobre obras de otros países también contiene un valor que debe tomarse en cuenta, pues se trata de la mirada de un americano al legado cultural de otros continentes.
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En la edición especial que Monte Ávila Editores Latinoamericana ha realizado con el título Visión de Venezuela (2015) (1) de los escritos que Alejo Carpentier escribió durante su estadía en Venezuela, se encuentran por supuesto muchos de los de “Letra y Solfa”, y éstos abarcan la mayor parte del volumen. Están fechados desde 1951 hasta 1959 y en ellos se han seleccionado los motivos donde se alude específicamente a lo venezolano, ya sea ésta referencia de carácter cultural, geográfico, histórico o antropológico. En la sección titulada “Otras colaboraciones” se incluyen cinco trabajos referidos al tema musical venezolano, y finalmente en la parte titulada “Visión de América” los tópicos abordados tienen que ver casi todos con la geografía del Estado Bolívar (Gran Sabana, Salto Ángel, el Roraima, El Dorado, el río Orinoco) y uno sobre el páramo andino. Es imposible, por supuesto, referirse a la totalidad de los artículos; sólo cabe señalar rasgos generales o aspectos curiosos de éstos.

Por la diestra manera con que Carpentier se mueve dentro del territorio musical, habremos de afirmar que ello se debe a que desde su infancia ésta fue una de sus motivaciones principales. Nacido en La Habana en 1904, –hijo de un padre francés y una madre rusa– con apenas siete años de edad el niño Alejo está tocando al piano los valses de Chopin; mientras hace sus estudios primarios, su padre le da a leer literatura francesa y le induce a estudiar la teoría musical. Intenta seguir la carrera de arquitectura, pero sus padres se separan y él se ve urgido de buscar trabajo; ahí mismo en 1922 comienza a escribir en periódicos habaneros y en la revista Carteles. A partir de allí su ejercicio en el periodismo se hace constante, colaborando en periódicos de la época como “El Universal”, “El Heraldo” y “El País”. En “El Heraldo” es justamente donde empieza a escribir crónicas sobre “Espectáculos y Conciertos”; en esos años también se inician sus diferencias contra el dictador Gerardo Machado, junto al llamado “Grupo Minorista”, y es encarcelado por haber firmado su Manifiesto. En 1927, estando en la cárcel, inicia la escritura de su primera novela Écue yamba Ó!; en años siguientes, establecido en París, desde 1928 como ya dijimos comienza a escribir poemas, páginas sinfónicas, obras y libretos musicales en colaboración con poetas y músicos franceses, y ensayos panorámicos sobre la novela en América Latina. De ahí en adelante sus colaboraciones sobre música y literatura se harían constantes.

 

 

5 AlejoCarpentier  por Xulio FormosoAlejoCarpentier por Xulio Formoso

 
La actividad musical es por entonces central en su espectro de intereses, lo cual explica su autoridad en la materia, justamente luego de la caída de Machado en 1932. Carpentier regresa a Cuba en 1939 y pronuncia numerosas conferencias sobre música. En 1944 publica su monumental ensayo La música en Cuba en el Fondo de Cultura Económica de México. No es pues de extrañar que sus colaboraciones sobre música se continúen en Venezuela de manera tan intensa, reunidas ahora a manera de homenaje a nuestro país en el libro que acaba de publicar Monte Ávila Editores. Estos trabajos van desde los aguinaldos y parrandas venezolanos; Reinaldo Hahn, (el célebre músico venezolano amigo de Marcel Proust), el orfeón Lamas; la música colonial venezolana; los festivales musicales de Caracas (a los que llegó a comparar a los de Salzburgo llamándolos “meridianos musicales de América”); los conservatorios musicales; la edición musical; la pianista Teresa Carreño; la pianista Judith Jaimes; el cuatrista Freddy Reyna; la música de José Ángel Lamas, el arpa venezolana, las pruebas de acústica, el músico mexicano Carlos Chávez, las corales criollas, el compositor español Manuel de Falla, los músicos mexicanos, el director musical Jascha Horenstein, los cantos de trabajo del pueblo venezolano (recogidos en libro por el compositor y musicólogo Luis Felipe Ramón y Rivera); los músicos Pierre Boulez y René Leibowitz; el crítico musical Howard Taubman; la revista Buenos Aires Musical; José Antonio Calcaño y su libro La ciudad y su música; Tony de Blois Carreño, un nieto de Teresa Carreño fallecido en un accidente de aviación, quien fue amigo personal de Alejo Carpentier y sobre quien vale la pena detenerse un poco.

 

 

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Tony Blois Carreño fue un hombre de una inteligencia y sensibilidad enormes, un ser intenso pleno de exigencias intelectuales y un perfeccionismo tal, que éste inhibió se pudiera dedicar por entero al trabajo musical, debido quizá al síndrome de tener como abuela a la mejor pianista del mundo. Citaremos in extenso un párrafo, debido al valor documental que posee para comprender mejor la obra de Carpentier: “Me queda el doloroso recuerdo del amigo con quien emprendí, cierto día, la jornada del Orinoco que me llevó a escribir Los pasos perdidos. Juntos conocimos al griego que aparece en mi novela; junto conocimos la triple incisión que marca la entrada del camino secreto del caño de la Guacharaca…Y si mi personaje central resultó músico (en vez de ser fotógrafo, como correspondía a mi esquema primero) mucho se debe esto a la presencia de Tony de Blois Carreño a bordo de las curiaras que nos llevaban a través de las selvas anegadas(…) Si su corta existencia no alcanzó al tiempo necesario para forjar una obra, nos deja al menos el recuerdo de un artista –de un auténtico artista— por su sensibilidad, la altura de sus conversaciones, sus lecturas, su manera de concebir la vida.” Elijo un párrafo de Los pasos perdidos donde se alude a la música y al referido griego que conoció junto a Tony de Blois Carreño. Dice: “Estoy trabajando sobre el texto de Shelley, aligerando ciertos pasajes, para darle un cabal carácter de cantata. Algo he quitado al largo lamento de Prometeo que tan magníficamente inicia el poema, y me ocupo ahora de encuadrar la escena de las Voces –que tiene algunas estrofas irregulares— y el dialogo del Titán con la Tierra. Esta tarea, desde luego, es mero intento de burlar mi impaciencia, sacándome a ratos de la sola idea, del único fin, que me tiene inmovilizado, desde hace tres semanas, en Puerto Anunciación. Dicen que está a punto de regresar del Río Negro un baquiano conocedor del paso que me interesa, o en todo caso de otros caminos de agua igualmente útiles para ponerme en el rumbo final.”

 

 

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Entre los rasgos generales puedo señalar en Los pasos perdidos se encuentran el intenso ritmo de la prosa, encabalgado e intenso sobre cada frase y cada cláusula; las palabras parecen sacar chispas entre ellas, se disparan en acordes frenéticos; la prosa fluye al ritmo del cauce del río, se empapa de la feracidad del entorno, de sus aromas y colores, atrapa los murmullos y todo ello se imbrica en la acción de los personajes; éstos parecen dominados por el fatum de la selva que arropa, embriaga, el indagar se produce bajo la vigilancia tutelar de dioses oscuros, por deidades ocultas tras las apretadas frondas. Si en nuestro Rómulo Gallegos el dios negativo de Canaima –su insuperable novela– hace naufragar en la selva los sueños y las voluntades de los personajes, en Carpentier ocurre algo similar pero de otra manera: sin hacer tipificaciones ni caer en los esquematismos en que incurrieron muchos de sus antecesores en el momento de abordar los personajes presuntamente “típicos” de América. Los pasos perdidos se mantiene en esa tradición pero se vale de otros procedimientos: el monólogo, el flujo de la conciencia, las yuxtaposiciones temporales, los diálogos incorporados al texto central, la movilidad espacial y la estructuración musical de tantos fragmentos; en fin, la utilización de tanto arsenal técnico abierto merced a las posibilidades que la vanguardia europea aportó con su voluntad de transgredir realismos y naturalismos ya cansados. No hace falta acudir a los conceptos de lo real maravilloso o de realismo mágico, tan fustigados por la crítica de los años 60 y 70 del siglo XX –incluidos los del propio Carpentier– para cerciorarse de los aportes innovadores que, más allá de las tendencias realistas, iban a ser asimilados a la novela de América Latina precisamente a partir de los hallazgos del mismo Carpentier o de narradores como Juan Rulfo, Julio Cortázar, Juan Carlos Onetti, Gabriel García Márquez o Carlos Fuentes, cada uno en su respectivo país y tradición.

Ahora pasemos a otro motivo. Quisiera detenerme un poco en la obra de José Antonio Calcaño comentada por Carpentier y citada antes, La ciudad y su música, que en su momento también fue saludada por escritores nuestros como Fernando Paz Castillo, Ramón Díaz Sánchez o Juan Liscano, apreciando en ésta una de las más singulares de nuestra musicología, por la amenidad, frescura y documentación que presenta. Paz Castillo nos dice que “es la más viva y variada interpretación de la intensidad caraqueña desde los tiempos lejanos de la Colonia hasta nuestros días”; mientras el novelista Díaz Sánchez opina que “es una obra destinada a ocupar puesto de vanguardia en la historiografía nacional por su abundante y escrupulosa información y por la gracia con la que ha sido escrita”. Por su parte Juan Liscano apunta que: “La ciudad y su música (1958), del compositor y musicólogo José Antonio Calcaño, obra donde éste reconstruye la existencia de la ciudad de Caracas a través de su desarrollo musical. Datos mayores y menores, detalles, anécdotas, retratos, de compositores, la evocación de los músicos a quienes tocó vivir los últimos años de la dominación española y las luchas por la Independencia, conceden a esta obra un valor literario de crónica viva que nos hace olvidar, por momentos, la impresionante base documental que la apoya.” Acabo de adquirir una edición actualizada de esta obra publicada por la Universidad Central de Venezuela y compruebo que se trata, en efecto, de una verdadera joya (2), poblada de fotos, facsímiles, trozos de partituras, programas de mano de la época, una obra irrepetible.

 

 

8 Caricatura del escritor Alejo Carpentier, por Naranjo Caricatura del escritor Alejo Carpentier, por Naranjo

También vale la pena precisar unas líneas del texto que dedica Carpentier a Reynaldo Hahn (“Un venezolano amigo de Proust”, págs. 9-10), donde podemos leer: “Hacia el año 1930, cuando tuve oportunidad de verlo algunas veces en cierta residencia de Neuilly, que había sido la casa de Benjamin Franklin en los días de su embajada cerca de Luis XVI, era Reinaldo Hahn sacado del ámbito de los Guermantes de Marcel Proust, y es evidente que el genial novelista tomó algunos rasgos del venezolano para crear su personaje de Vinteuil, el compositor. Por lo demás, el autor de El mercader de Venecia no había olvidado el castellano, y lo hablaba con marcado acento criollo. A veces decía, con un suspiro: Debo decidirme algún día a hacer un viaje a Caracas”.

De todos los trabajos sobre música en Visión de Venezuela los más extensos y acuciosos son los dedicados a la obra del caraqueño Juan Vicente Lecuna (“Reflexiones en torno a la obra de Juan Vicente Lecuna”, “Los problemas del compositor latinoamericano” y “De la obra de Juan Vicente Lecuna”), de quien dice, entre otras cosas, que: “No hay obra más ajena al dolor, a la sombra, al patetismo, que la de Juan Vicente Lecuna. En esto se muestra buen hijo de un continente que siempre halló, hasta ahora, sus expresiones más logradas en obras situadas al margen de las grandes tempestades románticas. Cuando el latinoamericano engola la voz, pierde la línea. Y la línea, en el sentido de la línea, la presencia de la línea, –melódicamente hablando— resultan inseparables de las creaciones musicales de nuestro mundo nuevo – desde las que derivan del romance, hasta las que se tiñeron de indio y de negro, para mayor enriquecimiento de nuestros acentos y giros nacionales.” (“De la obra de Juan Vicente Lecuna,” pág. 413)
Hasta una curiosidad desliza Carpentier en su artículo “Miranda en el ámbito de Haydn”, acerca de un encuentro del prócer caraqueño con el célebre músico europeo, donde leemos un extracto hecho por Carpentier de una crónica de Miranda donde éste anota: “La representación fría. La orquesta: 24 instrumentos. Haydn tocaba el clave…Al día siguiente temprano, vino Haydn y fuimos en coche que me envió el Príncipe, a ver el jardín que es espacioso y muy bueno, el templo de Diana, el de Apolo, la ermita, y sobre todo la casita que llaman “Bagatela”. Hablé mucho de música con Haydn, y convino conmigo en el mérito que tiene Bocherini…” (pág. 415).
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II

En lo concerniente a “Letra”, –es decir a la literatura– habrá que decir que las alusiones de Carpentier no están precisamente referidas a obras literarias. Trata sobre todo de la observación de fenómenos, no de figuras de la literatura. Son más los trabajos escritos sobre obras teatrales ya escenificadas, apuntes o escorzos, que reseñas puntuales sobre libros de poesía, cuento, novela o ensayo. Nada de eso. Se aproxima más a artistas plásticos (Armando Reverón, Wifredo Lam, Calder, Marcel Duchamp, Antonio Pevsner) que a letras. Apenas nos refiere al principio una crónica sobre el recitador Luis Carbonell, quien lee o declama admirablemente la poesía de Nicolás Guillén, Emilio Ballagas, Manuel Rodríguez Cárdenas (poeta venezolano oriundo de San Felipe, nuestro terruño del estado Yaracuy, muy amigo nuestro, autor del memorable poemario Tambor, poemas para zambos y mulatos) y otros poetas de la otrora llamada negritud. No está presente en este volumen tanto la letra como el gesto teatral o el pictórico; nunca el examen de una obra literaria determinada. Fenómeno algo extraño, pues sabemos que Carpentier fue amigo de Arturo Uslar Pietri, Carlos Eduardo Frías, Antonia Palacios, Miguel Otero Silva, Antonio Arráiz, Andrés Eloy Blanco, José Ramón Medina, entre otros, y que conoció personalmente a numerosos escritores de su momento; pero en rigor habría que decir que las alusiones a obras literarias son mínimas. No así las hechas a un artista venezolano como Armando Reverón, a un fotógrafo nuestro como (Ricardo Razetti) o a una colección de petroglifos venezolanos hallados en distintas partes del país y organizados por Saúl Padilla con el nombre de Pictografías venezolanas, exhibidos en 1956 en el Museo de Bellas Artes de Caracas.

En tercer lugar, estará la conocida pasión de Carpentier por la región de Guayana, como ya anotamos, abordada mediante crónicas publicadas primero en el diario “El Nacional” de Caracas en 1947; luego en la revista “Carteles” de La Habana en 1948, posteriormente recogidas en un volumen intitulado Visión de América. Esa fascinación por la geografía y el paisaje de la Gran Sabana, el Roraima, el río Orinoco y Ciudad Bolívar hicieron que Carpentier escribiera inspirado en éstos su primera gran novela Los pasos perdidos (1953), como ya anotamos, y a mi entender la mejor novela suya. En Venezuela también escribió su anterior novela El reino de este mundo (1949) y los relatos de Los fugitivos, Guerra del tiempo (1958) y El acoso (1956).

 

 

MAQUETA GRIS
Advertimos pronto que una novela como Los pasos perdidos no es un producto meramente intelectual, de pura voluntad formalista. Antes de escribirla, Carpentier estuvo veinte días haciendo “trabajo de campo”, navegando por el río Orinoco en la cubierta de una lancha, haciendo escalas en pequeñas poblaciones como Puerto Ayacucho, San Carlos de Río Negro y el Alto Orinoco, donde conoce a numerosos pobladores. Allí pudo comprobar, entre otras cosas, la convivencia en esa zona de varios mundos y varias edades, desde el período cuaternario hasta el siglo XX, y al trasladarla a su fulgurante lenguaje convierte a Los pasos perdidos en la gran novela escrita por un cubano sobre Venezuela, por excelencia.

También habría que hacer referencia a La consagración de la primavera (1978) donde se alude a Caracas durante los años 50 del siglo XX, especialmente durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, cuando Carpentier habita en la ciudad y es testigo de excepción de una de las épocas más difíciles pero también más apasionantes de la historia venezolana. El título de la novela, tomado expresamente del famoso ballet de Igor Stravinski, intenta crear una analogía entre esta obra musical, compuesta en Paris para la Compañía de Diágilev con coreografía de Nijinski. La bailarina rusa Vera, protagonista de la novela, huye de su país a raíz de los acontecimientos de la Revolución rusa en 1917; ésta es amante de Enrique, bohemio proveniente de una familia adinerada cubana que se exilia en Paris, y ambos experimentan luego, tanto en la Guerra Civil Española como posteriormente en la Revolución Cubana, un constante sentimiento de exaltación; así, la consagración pudiera verse, en este caso, también como una versión del ideal de la Revolución, lo cual imprime a esta obra un carácter fuertemente musical en su trasfondo estético, para acoger en ella al material literario. Vera, la danzarina protagonista, comprende en un momento dado que no puede seguir huyendo de las revoluciones en América.

Otra de las obras donde se muestra de cuerpo entero el Carpentier músico es Concierto barroco (1974) una breve novela donde se origina una fiesta protagonizada por los más célebres músicos barrocos del Renacimiento europeo, en contrapunto con músicos americanos. Motivo y tratamiento, lenguaje y tema se avienen en este libro como anillo al dedo para rendir un tributo a la música. Carpentier logra aquí una verdadera efusión narrativa, un deleite sensorial cuando estos músicos pugnan, compiten, ejecutan sus instrumentos, conversan y dejan ver sus diferencias. Digamos que el novelista ha logrado aquí entretener al lector con una mezcla de mundanidad y erudición, de anécdota y capacidad para el detalle. Se escuchan las notas fluyendo, los compases marcando. Vivaldi, Haendel, Scarlatti, un indiano y su criado negro, la Venecia de los carnavales y el Ospedale de la Pietá con su iglesia que más parecía un teatro. Y en medio de este concierto, el clímax, un Moctezuma extraído de Solís, poetizado por Giusti y puesto en ópera por un Vivaldi que salta por encima de los siglos al ritmo de músicas endiabladas. Oigamos:

 

 

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“De la ciudad, aún sumida en sombras debajo las nubes grisáceas del lento amanecer, les venían distantes algarabías de cornetas y matracas, traídas o llevadas por la brisa. Seguía el jolgorio entre tabernas y tinglados cuyas luces empezaban a apagarse, sin que las máscaras trasnochadas pensaran en refrescar sus disfraces en la creciente claridad, iban perdiendo la gracia y el brillo. La barca, tras de largo y quieto bogar, se acercó a los cipreses de un cementerio. –“Aquí podrán desayunar tranquilos”… dijo el Barquero, parando en una orilla. Y a tierra fueron pasando capachos, cestas y botellas. Las lápidas eran como las mesas sin mantel de un vasto café desierto. Y el vino romañola, sumándose a los que ya venían bebidos, volvió a poner una festiva animación en las voces. El mexicano, sacado de su sopor, fue invitado nuevamente la historia de Moctezuma que Antonio, la víspera, había mal oído, ensordecido como lo estaba por el griterío de las máscaras. –“Magnífico para una ópera”—exclamaba el pelirrojo, cada vez más atento al narrador que, llevado por el impulso verbal, dramatizaba el tono, gesticulaba, mudaba de veo en diálogo improvisados, acabando por posesionarse de los personajes- “—Magnífico para una ópera, no falta nada. Hay trabajo para los maquinistas. Papel de lucimiento para la soprano –la india esa, enamorada de un cristiano— que podríamos confiar a una de esas hermosas cantantes que… “Ya sabemos que esas no le faltan…” –dijo Jorge Federico—“Y hay –proseguía Antonio— ese personaje de emperador vencido, de soberano desdichado, que lleva su miseria con desgarradores acentos. Pienso en Los persas, pienso en Jerjes:

Soy yo, pues “oh dolor!
¡Oh mísero! Nacido
para ruinar mi raza
y la patria mía…”

 

 

 

12 Libro de Alexis MárquezLibro de Alexis Márquez

III
Durante los años de estadía del gran escritor cubano en Venezuela también escribió para el diario capitalino “El Nacional” –entre los años 1951 y 1959– gran cantidad de artículos sobre cine, que han sido recogidos muchos de ellos en el volumen El cine, décima musa (2011) (3), y pese a no haber allí demasiadas referencias al incipiente cine venezolano, podemos percibir la especial perspectiva de Carpentier para observar las aportaciones e innovaciones que se producen en los filmes de esos años, los cuales vivían un especial esplendor como expresión de un arte que estaba jugando un notable papel en la sensibilidad del siglo XX. Impresiona constatar la enorme gama de filmes y directores comentados: Welles, Chaplin, Meliés, Murnau, Eisenstein, Vidor, René Clair, Buster Keaton, Mary Pickford, las series de antaño, Norman Mc Laren, Walt Disney, Lumiére, Fellini, Huston, las relaciones cine-literatura, Lionel Barrymore, Jean Giono, Dino de Laurentis, Vittorio De Sica, Greta Garbo, las músicas cinematográficas, las tramoyas de Cannes… Justamente en su artículo “Músicas cinematográficas” anota Carpentier: “Desde los inicios del cine se había sentido la necesidad de recurrir a las músicas para lograr que el “arte silente” fuese menos silencioso –ya que el cine, precisamente, estaba dotado de una dinámica propia, de un movimiento, que mal se avenían con la mudez total de los personajes. Ya que estos no hablaban, ya que en torno a ellos se derrumbaban casas sin el menor estrépito o caían rayos desconocedores del trueno, era menester que los oídos, distraídos por algo, no echaran demasiado de menos la presencia de voces y de ruidos. Por ello aparecieron, a comienzos del siglo, esos artistas especializados que eran los “pianistas de cine”—a cuya denominación se unían, preciso es reconocerlo, algunas intenciones peyorativas. El “pianista de cine” era el máximo espectador de la película. Situado al pie de la pantalla, en un ángulo particularmente desfavorable para enterarse de lo que ocurría, lograba adivinar, haciendo prodigios de intuición, que aquellas sombras evanescentes anunciaban un bosque, o que la heroína, puesto que tenía una cuerda atada al cuello, estaba destinada a morir en manos de feroces bandidos.”

 

 

13 Alejo Carpentier, por Ricardo AjlerAlejo Carpentier, por Ricardo Ajler

El cine, referido de modo mínimo en el libro Visión de Venezuela, está presente sólo en el artículo “El recuerdo de los hermanos Marx” (pág.201-202) donde el escritor cubano echa de menos el cine de estos geniales comediantes estadounidenses que habían llenado, con el arte de su nonsense inteligente, las pantallas del mundo. Carpentier asiste en Caracas, en1954, a la proyección de las comedias Monkey business y Animal crackers de los hermanos Marx, y expone porqué experimenta nostalgia ante las graciosas películas protagonizadas por el trío Groucho-Harpo-Chico. Después de resumir algunos de sus gags, hace una acotación final: “Y ya que hablamos de los hermanos Marx… ¿sabían ustedes que uno de ellos vive apaciblemente, desde hace años, en la ciudad de Caracas?”
NOTAS

(1)Alejo Carpentier, Visión de Venezuela, Monte Ávila Editores Latinoamericana, Edición Especial, prólogo de Graziela Pogolotti, Coedición con la Fundación Alejo Carpentier y el Convenio Integral de Cooperación Cuba-Venezuela, Caracas, 2015.

(2) José Antonio Calcaño, La ciudad y su música: crónica musical de Caracas. Coordinador: Walter Guido, Prólogo de Elías Pino Iturrieta, Universidad Central de Venezuela, Ediciones de la Biblioteca, Centro de Documentación e Investigaciones Acústico –musicales, CEDIAM, Caracas, 2001.

(3) Alejo Carpentier, El cine, décima musa, Introducción de Graziella Pogolotti. Compilación y prólogo de Salvador Arias, Fundación Alejo Carpentier, Ediciones ICAIC, La Habana, 2011.

 

 

14 Carpentier, por Ulises CulebroCarpentier, por Ulises Culebro

 

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