HABITAS LAS PALABRAS. POEMAS DE CARLOS AGANZO Y FOTOGRAFÍAS DE JOSÉ AMADOR MARTÍN

 

 

1 El poeta Carlos Aganzo en el Teatro Liceo de Salamanca (Encuentro de Poetas Iberoamericanos)

El poeta Carlos Aganzo en el Teatro Liceo de Salamanca (Encuentro de Poetas Iberoamericanos)

 

 

Crear en Salamanca tiene la satisfacción de publicar estos diez poemas de Carlos Aganzo  (Madrid, 1963), poeta, escritor y periodista. Fue director del diario El Norte de Castilla desde 2009 hasta 2018  y, desde entonces, es director de Relaciones Institucionales del periódico y subdirector de la Fundación Vocento. Estudió periodismo en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid, trabajando desde el inicio de dicha carrera en el extinto diario Ya.  Tras licenciarse, en 1986 se incorporó a la redacción de dicho diario, donde trabajó como crítico literario, cronista de jazz, jefe de Local, jefe de Cultura y subdirector, sucesivamente, hasta el cierre del rotativo en 1996. Ha dirigido también la revista cinematográfica Interflims y los periódicos La Voz de Huelva, el Diario de Ávila.  Es, además, asesor literario del los Encuentros de Poetas Iberoamericos de Salamanca, asesor editorial de la revista cultural El Cobaya y responsable literario de los Premios Internacionales de Poesía «San Juan de la Cruz» y «José Zorrilla». En 1998 publicó su primer libro de poemas titulado …Ese lado violeta de las cosas, al que seguirán Manantiales (2002), Como si yo existiera (2004), La hora de los juncos (2006), Caídos Ángeles (2008), Las voces encendidas (2010), Las flautas de los bárbaros (2012), Técnica mixta (2012) y En la región de Nod (2014). Su poesía se encuentra reunida en las antologías Ícaro en los ojos (2017)  y Arde el tiempo (2018). Entre otros, ha obtenido los premios Jorge Guillén, Jaime Gil de Biedma, Universidad de León y Ciudad de Salamanca de Poesía. En septiembre de 2012 le fue concedido el Premio Nacional de las Letras Teresa de Ávila.

 

 

 

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HABITAS LAS PALABRAS

 


Lo cierto es la palabra.

Eugénio de Andrade

 

 

 

I

 

Habitas las palabras

como hachas encendidas de memoria

donde constantemente se pronuncian

tus actos ordinarios.

 

Habitas las palabras

como dardos de amor

de punta placentera y venenosa.

También como interiores

escalas musicales

que mueven los cimientos

fonéticos del alma.

 

Habitas las palabras

como bosques de ensueño o de locura,

donde pacen los ciervos

que te están esperando en otra orilla.

 

Y ellas viven, también, entre tus labios,

metáforas del alma.

Te distraen de la muerte.

Te enredan con sus cantos de sirena.

Te previenen de mí. Quieren que admitas

que sólo con sus besos

podrás ser inmortal.

                        No las escuches.

 

 

 

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II

 

No la palabra santa

que empleaba Moisés cuando decía

sus razones al cielo:

Él es mi fortaleza y mi canción.

Tampoco las palabras encendidas

que compuso Teócrito el idílico

pensando en el muchacho

que hurtó su corazón y su sosiego

una tarde de otoño:

quien arde con amor

envejece en un día. Ni siquiera

la palabra cifrada y confidente

que en voz baja prestaba aquel poeta

a quien iba consigo…

 

Una palabra, amiga, quiero darte

cuya voz no conozca el diccionario.

La palabra secreta.

La palabra prohibida.

La palabra imposible.

La palabra sin rastro y sin memoria.

La palabra que nace de los labios

clausurados del tiempo.

La palabra que es vida únicamente

cuando no se pronuncia.

 

La palabra inconsútil,

enigmáticamente

bordada con el hilo del silencio.

 

 

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III

 

 

En la voz de la noche se oyen todas las voces

que callan durante el día.

Negras voces distantes

que llaman desde lejos y saben nuestros nombres

y aguardan en los claros de los bosques

a que andemos perdidos

para poder llevarnos a su reino

de misterio y de bruma.

Turbias voces que claman desde dentro,

nos hablan cuando menos lo esperamos

y se visten de rabia, a veces de ternura,

casi siempre de fe en lo inaprensible.

Voces que son redoble de conciencia

y no las calla el mar, el viento ni la lluvia.

Embriagadoras voces de sirena

que nos rozan la piel y que interpretan

con su tacto de rosa sin espinas

la música callada de los cuerpos.

 

Voces que son el eco de otras voces

que no se acaban de ir, que nos persiguen

con paciencia de siglos.

Voces amigas, voces subterráneas,

voces abstractas, voces encendidas,

voces secretas, mudas, incorpóreas,

sordas, muertas, sublimes, minerales…

Voces que a veces vienen de lo alto,

vestidas de hermosura,

y nos cantan sin miedo

esa otra canción que nos aguarda.

 

 

 

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IV

 

La mesa está servida y los amigos,

con sus risas de oro,

se acercan a las sillas.

Los vinos se despiertan

de su sopor antiguo

y la noche va entrando

en su esfera más cálida.

Las palabras se encienden,

las miradas navegan

sin rumbo entre las copas,

y el tiempo se detiene

en el mismo horizonte de los labios,

embriagado de aromas y colores.

 

A la puerta golpean

la soledad, el miedo y la intemperie.

Pero nadie los oye.

¡Tan intensa la música

que dejan en el aire los sueños compartidos!

 

 

 

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V

 

A veces caminamos

tan absortos en luces interiores

que no somos capaces

de apreciar lo que ocurre

en el rincón en sombra del jardín.

 

A veces las palabras,

oscuras y traidoras;

a veces los colores,

velados y sombríos;

a veces los sonidos infernales del mundo

nos aturden y esconden

la solitaria luz del corazón.

 

Pero cada septiembre

las rosas se despiertan,

se renuevan, respiran

y estallan en colores…

Son las mismas de siempre,

y nunca son las mismas.

Generaciones nuevas

de rosas incendiarias

listas a dar su sangre

por la ancestral locura de la noche,

la música secreta

de las almas floridas,

la revolucionaria pulsión de la belleza.

 

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VI

 

 

Nacer en el dolor

y la culpa de las generaciones.

Vivir en permanente

temor a la intemperie,

en frágil equilibrio entre el anhelo,

la fe y la incertidumbre,

con el tiempo rozando

desesperadamente nuestras horas.

Soñar cada mañana

con el agua más pura

de las fuentes antiguas del deseo.

Escuchar esas voces

lejanas que se saben nuestros nombres.

Morir entre las sombras

y la luz que no acaba de mostrarse

al final de la niebla…

 

Y aún así la certeza

de esas manos la tarde de domingo.

Las voces de los niños cantando en el jardín.

 

 

 

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VII

 

Desde fuera la casa

es una fortaleza inexpugnable

donde escriben sus dísticos

los hombres escogidos y envidiados;

santuario interior

donde las llamas silban una música

que el corazón entona y fortalece,

a resguardo del viento y la cellisca,

del aliento salvaje de los lobos;

a salvo del dolor.

 

Mas por dentro la casa, amiga mía,

es un ascua de luz, es un aroma

de sabor encendido,

un fuego que devora,

una dulce tormenta

donde sólo hay espacio

para la roja flor de la lujuria,

un tiempo que se pierde

y ni sabe de flautas ni a tambores

en la verdad profunda de unos ojos

que han nacido en la luz.

 

 

 

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VIII

 

A salvo el corazón, lejos del hielo,

en el último refugio del camino.

A salvo el corazón, que no se rinde

por oscuras que sean

las razones del mundo.

A salvo y embriagado

en el íntimo licor que se le ofrece

cuando abre sus labios 

hacia el cáliz de Hebe,

y se bebe los posos de la noche,

y espera con las velas consumidas

el primer esplendor de la mañana.

 

 

 

IX

 

Supongo que tendréis otros problemas

como para hablar de luz

                                              o hablar de la costumbre

de los hombres de ir derribando estatuas

de héroes a su paso.

Pero dejadme que os pida

tan sólo por esta tarde

que escuchéis el sonido de la lluvia

batiendo en los corazones,

que prestéis un asiento a la memoria,

y recordéis conmigo

que un día fuimos ángeles y aún somos

criaturas del aire,

                                   pendientes de su canto.

 

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X

 

Como un poema no escrito,

frente al mar de las tinieblas

Iris Murdoch sujeta con piedras de la playa

las hojas en blanco de sus pensamientos.

“Fui una escritora famosa

y ahora no sé qué hacer con esta pluma

de gaviota en mis manos”.

Como ángeles ajenos,

los rostros de los amantes,

las sonrisas de luz de los amigos

en las tardes de poemas y canciones,

entran en su soledad y le susurran

palabras que no comprende…

 

“Combatir la muerte sin proclamar el combate”;

ésa fue la consigna

cuando todavía vivía en las palabras.

Pero ahora ya no sabe

ni siquiera escribir palabras como muerte,

palabras como mar o cabezas cercenadas…

Sólo estos papeles blancos,

agitados por el aire desabrido

de la tarde nublada,

sujetos por las piedras de la última certeza,

le hacen sonreír en su belleza inmaculada

de palabra no escrita,

de mundo que se cierra

sin dolor, sin culpa, sin pasado…

 

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