‘EL ABOGADO DEL DIABLO’, DE TAYLOR HACKFORD. CRÍTICA DE VÍCTOR ILICH

 

 

 

Víctor Ilich (Santiago de Chile, 1978). Abogado y Juez de Garantía en la región chilena de O´Higgins. Poeta y ensayista, autor de más de una docena de obras literarias, tanto reflexivas como poéticas. Algunas de ellas han sido prologadas y comentadas por destacados académicos como Hugo Zepeda Coll, Thomas Harris y Andrés Morales. Entre sus obras se puede citar Infrarrojo, poemario presentado por el académico, escritor, poeta y miembro de la Academia Chilena de la Lengua, Juan Antonio Massone del Campo, quien le ha antologado; Réquiem para un hombre vivo, poemario dedicado al poeta Juan Guzmán Cruchaga (presentado por el ministro de la Corte Suprema y escritor Carlos Aránguiz Zúñiga y el ex ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago Juan Guzmán Tapia); El silencio de los jueces, un texto para sazonar el corazón, prologado, en su primera edición, entre otros, por Sergio Muñoz Gajardo, quien fuese presidente de la Corte Suprema (2014-2015); Disparates, poemario relativo a la libertad de expresión y los prejuicios (2016); Cada día tiene su afán (2017), que procura motivar en la lucha del cáncer, presentado por Haroldo Brito Cruz, quien también fue  presidente del máximo tribunal del país, con ocasión de la celebración del Día Internacional del Libro. Y, además, el poemario titulado Toma de razón, en coautoría con Roberto Contreras Olivares, poeta y ministro de la Corte de Apelaciones de San Miguel, presentado en Hanga Roa, Isla de Pascua, en agosto de 2017. Por último, en abril de 2018 junto a otros tres  jueces penales, publicó el libro Duda, texto fruto del taller literario que impartió, el cual luego de terminar denominó “Ni tan exacto ni tan literal”. Actualmente es columnista en el diario El Heraldo de Linares, de la Región del Maule y crítico de cine en la revista Cine y Literatura. También forma parte del grupo de colaboradores de Tiberíades, Red Iberoamericana de Poetas y Críticos Literarios Cristianos.

 


 

‘EL ABOGADO DEL DIABLO’

 

666: número de hombre, según dice el Apocalipsis de Juan. Lo que es acorde a lo aseverado por Al Pacino, en El abogado del diablo (1997), filme de Taylor Hackford, protagonizado por Keanu Reeves y el legendario actor estadounidense. La expresión que ocupa Milton, el personaje que interpreta Pacino como el diablo, es más precisa, ya que derechamente se reconoce como un humanista. Interesante declaración.

 

El hombre y la mujer al centro del universo y cada uno con su propia cosmovisión. Ejerciendo su derecho a la deconstrucción y a la autopercepción de su identidad y entorno.

 

Y es en este ejercicio que la tentación de construir becerros de oro a los cuales adorar, a falta de lo que llaman Dios, o la edificación de egos del porte de una catedral, bajo el yugo de la dictadura de la popularidad, siguen siendo un apetito latente.

 

Es revelador cómo el filme reconoce expresamente una máxima de la experiencia inevitable de negar: la presión lo cambia todo.

 

La presión de triunfar, de querer tener siempre el control o todo bajo control, la presión de cumplir con los plazos, de atender a los hijos, de cuidar a los padres, de concretar las propias metas, de ayudar en las metas ajenas.

 

Todo puede generar presión, la ansiedad se encarga de eso. Si la presión es el tamaño del motor, la ansiedad es el combustible dispuesto a la combustión.

 

La presión de las circunstancias es nuestra propia y personal presión atmosférica: en nuestro mundo interior, nuestra atmósfera.

 

Es en este contexto que lo que creíamos insignificante se puede convertir en un monstruo, lo pequeño siempre tiene ese potencial ante la presión o aflicción de levantarse como un gigante. Hasta un resfrío común, si nos encuentra mal parados, nos puede derribar. Un virus puede ser tan o más letal que un arma nuclear, la fusión de átomos puede competir con un índice de contagio.

 

Las crisis generan presión, los cambios también. Chile lo sabe, octubre otra vez.

 

 

El abogado interpretado por Keanu Reeves, que en esta película lo gana todo en los juicios, no quiere perder, siente la presión de la posibilidad de perder. Tiene un bello apartamento, una bella esposa, un buen trabajo, tiene aspiraciones y metas. Tiene dinero. Mucho. Lo tiene todo en su momento. Pero no lo tiene todo: le falta paz y no aquella paz alusiva a la falta de problemas o cosas pendientes, no aquella que se sustenta en la ausencia de conflictos, esa paz solo se alcanza en el cementerio. Siempre hay algo por hacer, o como decía mi abuela: si no es pito, es flauta.

 

Siempre hay algo que nos quiere distraer, siempre está el riesgo de que surja algo o alguien que nos pueda confundir. La aflicción es el pan nuestro de cada día. Y en la lógica del ladrón, la máxima, dicen los entendidos, es robar lo que más se pueda. Quitar la paz —léase bienestar integral— es solo un pedazo de la torta. Otros dicen que la maldad no solo mata, roba y destruye, sino que también saquea lo que más se pueda. Y la paz está dentro del botín.

 

La maldad más sofisticada es aquella imperceptible, invisible, soterrada, aquella que no se ve venir, la que se disfraza de luz, la que se viste de túnel de una sola salida. La que leuda de a poco toda la masa.

 

La estrategia más usada por el mal, arguyen algunos, es la estrategia del desgaste: debilitar hasta vencer y esa victoria pasa por subyugar, arrebatar y destruir.

 

Podemos rebelarnos a tantas cosas, pero rebelarse a la propia tentación de practicar el mal es solo para valientes, dicen otros. Al final de cuentas, dañar siempre es dañar.

 

Es por eso que quizás hay quienes sostienen que quien practica el mal es esclavo de él.

 

Cada cierto tiempo no falta quien me pregunta frente a hechos de gravedad, un asesinato, una violación o abuso a menores de edad, si la persona imputada puede estar loca o desquiciada. Podría ser, pero también advierto para su asombro: existe también la maldad. La historia está llena de ejemplos escalofriantes.

 

Si la libertad es el precio del exilio, según podría sostener Jean Paul Sartre, escoger rebelarse contra el mal es solo el comienzo del camino que nos puede volver a llevar a casa. Una casa donde tenerlo todo, no lo es todo, ya que reconocernos como seres necesitados es una pobreza que no todos están dispuestos a admitir.

 

 

La maldad existe. Quizás por eso se necesita de abogados. Alguien que nos defienda. Al fin y al cabo, la maldad también es patrimonio de la humanidad. Algunos reparan sobre esto, que en el relato del Génesis el hombre y la mujer habrían sido creados al sexto día y que en el capítulo 6 del primer libro bíblico se registró cómo la maldad del hombre se había multiplicado. Es cierto, otros afirman que nos moviliza la narrativa, incluso las ficciones autoflagelantes.

 

No faltará quien sostenga que creer en el diablo puede ser infantil… y que creer en los abogados puede ser un acto de fe: a ratos somos tan infantiles y en otros, tan confiados. Tampoco faltan los pesimistas o los realistas que afirman que es necesario que algo cambie para que todo siga igual, lo que se conoce como gatopardismo.

 

Si no hay nada nuevo bajo el sol, vencer con el bien el mal se levanta como una consigna que la historia confirma útil, provechosa y constructiva.

 

La presión siempre lo cambia todo y la violencia engendra violencia incluso a través de mecanismos institucionales. ¡Qué novedad!

 

Al final de la película, el diablo reconoce que su pecado favorito es la vanidad, en otras palabras, lubricar el apetito humano y conectar sus necesidades a los impulsos insaciables del ego.

 

En definitiva, se puede vivir sin creer en el diablo, pero no creer en los abogados puede ser un sacrilegio. Mediante la ley es posible abrir cerrojos. La ley es clara: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

 

Y si se es nietzscheano, la muerte de Dios nos permite convertirnos en César y así ocupar su lugar. Es decir, todos podemos llegar a ser César: por la razón o la fuerza. Al Pacino tiene razón: vanidad, el pecado favorito.

 

Si todo es vanidad, de seguro hay un vacío en el corazón que tratamos de llenar, y recordé decir a alguien que la semilla de la compasión es siempre una solución a ese vacío: compasión del rico frente a las necesidades del pobre y compasión del pobre frente a las necesidades del rico, ya que sabemos que tenerlo todo, no lo es todo.

 

El prójimo siempre es el próximo y alejarnos no cuesta nada. Dicen que el diablo —el mandinga, el cola de flecha, el innombrable— es especialista en dividir reinos. ¿Quién lo podría saber? Quizás un abogado.

Víctor Ilich

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