Susurro de un oficio milenario

«Crear en Salamanca», publica, hoy, un nuevo artículo de nuestro colaborador  Anibal F.Bonilla Flores aparecido en el diario «El Telégrafo», editado en Ecuador el 5 de agosto de 2014, sobre el oficio de poeta
Susurro de un oficio milenario
Complacido de saciarme de consonantes diversos, de mensajes que emanan de mares dispersos, de nostálgicos emplazamientos en el colofón del camino. Extasiado de la voz que estremece las honduras del alma, de la felicidad que se esparce en el paseo semanal, del espasmo que deja la sensación de los pájaros inertes. La poesía nos devuelve la mirada oculta del hombre, los abalorios aprisionados en el río, la calidez de la tarde en donde emergió el primer beso, el zumbido de movimientos extasiados ante los cuerpos penetrantes, el rostro devorado por la última lágrima, el brío del monte y el quejido del viento, la reminiscencia de lo actuado y de lo pendiente.
En el horizonte poético el acertijo irónico se conjuga con momentos crípticos y de profuso razonamiento, volviéndose la reinterpretación de las imágenes en una necesidad irrenunciable para avanzar en la exploración de renovados códigos líricos, desde aquellas fotografías que aguardan en el corazón. En el caso de Rafael Soler (España) surgen distintos elementos: el entorno familiar, los amigos iniciales, el muslo que delata las pasiones masculinas, el vuelo del colibrí en el avispero, las navidades incontables, la bohemia al filo del día, “y esa felicidad que nunca llega/ otro error de cálculo”. Por eso, al final “la vida/… es siempre un dolor itinerante”, en donde la muerte es algo más que un espejismo. Entusiasmado, Soler acude de frente al fuego, desde “… ese domingo redentor/ que dicen te aleja de la muerte”.
Aunque la desdicha está siempre al acecho, como lo demuestra Juan Secaira (Ecuador): “El dolor no se elige: ni matones ni héroes. Traspasa la/ línea de la norma y golpea, martilla: ruido, polvo destrucción/ de cabellos erizados, de ombligos disponibles y/ matemáticamente nulos./ Otra vez la enfermedad;/ agua, pastillas, reposo repaso,/ libro ya leído, no sirve llorar, que a nadie le importa. Reírse,/ digna respuesta, aunque se diluya en humo”.
El verso habita en nuestros entornos entre el espasmo y el redescubrimiento de otros mundos posibles, pese a que el eco melancólico se atrinchera en el tiempo, como lo describe Alfredo Villegas Oromí (Uruguay): “Por este lugar/ Azota la nostalgia/ Como otro desamparo huérfano de mí./ Y eso que la fogata/ No dice que haya muerto./ Entonces mis ojos juntan aire./ La memoria acecha con sus brasas/ Como voces/ Escondidas/ Bajo el fuego”.
El oráculo descifra sin remordimiento las huellas de este oficio milenario que seduce a María Tabares (Colombia): “La escritura me rozó/ con su viento de ala que viste de plumas la mano./ Hechizada de ángel/ escribo desde entonces./ El aire se volvió camino”.
Se agita la rama de olivo en contra de las ojivas y los bombardeos que estremecen en la hora actual, en la propensión de una armónica convivencia terrenal, como lo sugiere Irma Droz (Argentina): “Soñé una vez que la Paz era posible/ tan solo con un arma insuperable:/ la Palabra./ Soñé un camino… y miles,/ atravesando praderas, escalando montañas,/ y superando ríos o selvas intrincadas,/ tan solo con un arma:/ la Palabra”.

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