Poemas del asturiano Víctor Márquez Pailos. XVI Encuentro de Poetas Iberoamericanos. Pinturas de Miguel Elías

 

Crear en Salamanca tiene la satisfacción de publicar algunos textos rigurosamente inéditos del poeta Víctor Márquez Pailos, extraídos del volumen titulado Decíamos Ayer, antología del XVI Encuentro de Poetas Iberoamericanos realizada por Alfredo Pérez Alencart, poeta, profesor de la Usal y director del Encuentro. Así escribe Víctor, como anticipo:

 

Ama tu fragilidad

más que a Dios,

y podrás amar a Dios

más que a ti mismo.

Porque donde tu fragilidad

busca su descanso

no lo encuentras tú.

 

 

 

 

Víctor Márquez Pailos (Gijón, 1968). Licenciado en Filología clásica (Universidad de Oviedo), en Filosofía (Universidad pontificia de Salamanca) y en Estudios eclesiásticos (Facultad de Teología de Burgos). Cofundador de “Silos, punto de encuentro” y canciller honorario de su escuela de pensamiento. Columnista dominical en El Comercio (Asturias) y en La Razón (ed. CyL). Ha publicado los siguientes libros de ensayo: El rostro de la soledad (Madrid, 2009), Cartas desde el silencio (Madrid, 2010), Conversaciones en Silos (Madrid, 2011) y La santidad de lo cotidiano (Córdoba, 2013). Es monje benedictino en la abadía de Silos.

 

 

 

 

III

 

¡Ay de las palabras que no nos dejan morir

porque no han nacido:

no viven otra vida que la estéril

de una voz entre otras voces,

rivalizando por sonar más alto,

vibrando al aire que nos separa

y no puede unirnos pues es aire

y está aquí y en todas partes!

¡Ay de las palabras que se lleva el viento

sin poder nacer, sin dejar morir,

sin acercar el cielo que nos separa

de la tierra, ni la tierra que nos separa

del cielo!

Todo lo que nace muere

aunque para vivir haya nacido;

lo que nace busca la palabra exacta

en la que hallar, con la muerte,

su desvelo.

Todo, menos las palabras que se lleva el viento,

menos el viento que se lleva las palabras

por todas partes: siempre más alto en el aire

que nos separa de la tierra

y del cielo.

 

 

 

 

 

 

 

 

V

 

Oigo mi nombre en tu voz,

que me abre al aire incierto de la vida,

respirando con el gozo de haber sido

inesperadamente amado.

Y nada puede cerrarse ya en mí:

todo ha empezado

a gozar a su modo -sin armonía aun-

mientras corre a tu encuentro;

todo me sirve de cuenco

para beber lo que viertes del tuyo

en mi nombre,

pues siempre es nueva tu voz para mí

cuando vuelvo

de la calle ruidosa donde nadie

llama a nadie,

donde a nadie le importa el gozo

-porque no el dolor – de nadie,

donde nadie le regala un nombre

-tan solo un nombre-

a nadie:

¡el suyo!

Oigo mi nombre en tu voz:

ya no suena tu voz,

pero sí mi nombre por los siglos.

 

 

VII

 

Sólo se nos ha dado el morir,

no la muerte.

El ver morir se nos ha dado,

y el morir viendo que otros crecen

sin advertir que les miramos

como si nos debieran la existencia.

Pero no: hay una fecundidad inagotable

en el fondo de las aguas que bebemos

cada noche, inductoras de los sueños,

y en el mismo manantial que el solitario

otra vez beberá el mundano,

y soñarán los dos el mismo mundo,

viéndolo al revés -este empezando,

acabando aquel-,

demasiado joven para anunciar su fin

o viejo ya para el amor.

Sólo se nos ha dado el morir

para el que quiera verlo:

hay una fecundidad inagotable

esperando sin prisa cada noche

la hora de llegar a nuestros labios, el instante

de abrirlos a la risa de buen tono, al llanto seco

o a la sonrisa ingenua del que sueña

dulce la muerte sin sabor para los hombres,

sin sabor ni figura, sin ni siquiera

nombre conocido.

Sólo se nos ha dado el morir,

no la muerte.

 

 

 

 

 

IX

 

Volver: es mi pasión.

Otros quemaron sus naves

y, sin volver la cabeza,

menospreciaron la fiesta,

la pura llamarada en lid

contra el océano en sombra.

Pero yo, cuando a mis barcos

permito arder cada tarde,

no puedo partir sin verlos

enrojecer el poniente:

yo vuelvo, sí, la cabeza

y, sin ser visto, yo miro

todo el misterio del fuego

que ha consumido mi ofrenda.

Lo que he devuelto a la nada

ahora veo que sigue

siendo, otra vez, una fiesta.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

XIII

 

Ya nadie se siente seguro

de no ser nadie.

A cada cual le duele su pasado,

tendido como si nunca hubiera sucedido,

demasiado exhausto para ponerse en pie.

Solo está el hombre seguro de haber sido

niño, hijo de una madre angelical

con sus ojos vueltos siempre hacia él,

día y noche, a cada instante, hacia él.

Pero ahora ya no es niño: ya no sabe

con certeza lo que es.

Ya no está su madre junto a él

y la sombra que en sus ojos ha dejado

no puede aun cubrir toda su piel:

ahora sabe, nada más, lo que es tener.

Y tiene razón, tiene fe,

tiene mujer y tiene hijos,

un buen trabajo, fin de semana,

coche turbo-diesel y mucho estrés.

Pero tener es luchar

por olvidar, sin poder,

los ojos de la madre que fue ayer,

rodeada de niños, hoy perplejos

y orondos, exhaustos como si nadie

hubieran, al fin, llegado a ser.

 

 

 

 

 

 

 

XXI  (ay de los que ríen porque llorarán…)

 

¡Qué agitada vida

la del que huye el mundanal ruido

y sigue la escarpada

senda por do han subido

los muchos que por buenos

y dichosos se han tenido!

 

¡Despiértenles las aves

que bajan a los ríos con la fresca

y beben entre trinos y ganados,

no los cuidados graves

de que es siempre seguido

el sediento que sueña haber bebido!

 

El hombre está entregado

al sueño, de su suerte satisfecho,

y, con paso alucinado,

por su senda va bajando,

sus horas sin velar ya esquilmadas.

 

(homenaje a Fray Luis)

 

 

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