González Vigil, Ñaupari y Torres Rechy: de Perú y México. XVI Encuentro de Poetas Iberoamericanos. Pinturas de Miguel Elías

 

Crear en Salamanca tiene el placer de  publicar los poemas de Ricardo González Vigil, Héctor Ñaupari y Juan Ángel Torres Rechy, extraídos del volumen titulado Decíamos Ayer, antología del XVI Encuentro de Poetas Iberoamericanos, coordinado por A. P. Alencart, poeta y profesor de la Universidad de Salamanca.

 

 

 

Ricardo González Vigil (Lima, 1949). Poeta y crítico literario (desde 1975 lo es del diario El Comercio). Es miembro de la Academia Peruana de la Lengua y del Instituto Riva-Agüero. Profesor principal en Literatura de la Universidad Católica. Destaca por sus ensayos sobre César Vallejo y José María Arguedas. Entre sus más de cincuenta libros publicados, baste señalar algunos, tanto de poesía como de crítica y antologías: Llego hacia ti (1973), Silencio inverso (1978), Poesía peruana: Antología general (1984), Los heraldos negros y otros poemas juveniles (1988), Presencia de Dios en la poesía latinoamericana (1989), El Perú es todas las sangres (1991), A flor del mundo (1992), Intensidad y altura de César Vallejo (1993),  Rubén Darío y César Vallejo, heraldos del nuevo mundo (junto con Álvaro Urtecho, 1999)… hasta llegar a su más reciente trabajo: Antología del cuento peruano 2001-2010 (presentado recientemente en la Feria Internacional del libro de Lima, 2013).

 

 

 

 

 

COMUNIÓN SIN BARRERAS

 

 

“Padre, perdónalos

porque no saben lo que hacen”

EVANGELIO

 

Permanecer por toda la eternidad

en la boca del Infierno

    bloqueándola

para que no entre nadie más:

ese favor al Señor le imploró

su esposa mística Catalina

en la Siena del siglo XIV.

 

Cien años antes el Pobrecillo de Asís

celebraba su hermandad con

el sol, la luna, el agua y todos

los seres vivos,

sin excluir por colores a nadie,

ni por costumbres o creencias.

 

Entre ambos, la cumbre de la Escolástica,

Tomás, el Teólogo Angélico,

el que creyó sin ver,

instaba a dialogar

con fieles de otros credos y aun con ateos,

tomando como punto de unión

verdades comunes a la razón humana.

 

En verdad, en verdad,

privilegiados templos fueron los tres

del Espíritu,

como Doctores de la Iglesia que son,

sin reserva alguna.

 

Pero su época no los escuchó;

cundieron las Cruzadas y la Inquisición,

los anatemas y las excomuniones,

terrible legado de la intolerancia,

la que no cree en el hombre viéndolo,

la que invoca a un Dios

que nunca habitó el Evangelio.

 

 

(Para el homenaje a Fray Luis de León,

porque El aire se serena…

 La voluntad se enhechiza)

 

 

 

 

 

Héctor Ñaupari (Lima, 1972). Poeta, abogado y ensayista. Fue integrante de los Grupos Neón y Vanaguardia en la década del noventa del siglo XX. Ha vivido y estudiado en Lima, Madrid, Salamanca y Ciudad de Guatemala. En poesía ha publicado los libros En los sótanos del crepúsculo (1999); Poemas sin límites de velocidad, antología poética 1990–2002 (2002) y  Rosa de los vientos (2006). El año 2010 obtuvo la Mención Honrosa del Quinto Concurso de Ensayos ‘Caminos de la Libertad’, organizado por la Fundación Azteca de México. En el 2001 resultó ganador del Premio Académico Internacional de Ensayo Charles S. Stillman, Guatemala, organizado por la Universidad Francisco Marroquín (UFM); ese mismo año, obtuvo el tercer lugar en el Concurso de Poesía On–Line para Jóvenes Universitarios de la Universidad de Castilla-La Mancha. Poemas suyos se han publicado en antologías poéticas en España, Estados Unidos, México, Brasil y Perú.

 

 

 

 

 

 

 

FRAY LUIS Y LOS DONES

 

 

Vienes de un desierto dorado y profundo.

Donde quiera que vayas

se abren ante ti

almas tatuadas  de melancolía.

 

Tu mirada es un huerto,

un jardín espiritual de habitaciones limpias

que ha vencido a la muerte,

esa oscuridad definitiva.

 

Tu voz es un morral repleto de rocas afiladas.

Sus énfasis nos llenan de dolientes ternuras.

Caen como una granizada

o la lluvia salmantina del invierno.

 

A ellas invoco los dones que me fueron negados.

Pésame padre mío la camisa sucia el cabello sombrío,

los lirios que deshojé, las lámparas que no encendí.

Arrodillado espero la penitencia que merezco.

 

Sólo te ruego ser digno de sonreír en silencio otra vez,

de alcanzar a mi madre una cobija en estas noches

 ateridas,

de atar los cabos sueltos que deje abandonados

y de transcurrir en este último día

como el único por el que vale la pena vivir.

 

 

Lima, en invierno, gris perpetuo.

Julio 2013

 

 

 

 

Juan Ángel Torres Rechy (Xalapa-Equez., Veracruz, México, 1983). Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Veracruzana. En España escribe una Tesis Doctoral en el Programa Vanguardia y Posvanguardia en España e Hispanoamérica. Tradición y Rupturas en la Literatura Hispánica (Universidad de Salamanca). Poemas suyos están incluidos en las antologías Neblinenses (Xalapa, 2005); Poesía para un existir (Homenaje a Santiago Castelo, Badajoz: Unión de Bibliófilos Extremeños, 2010); O Divino. Sílabas do Oeste (Sirgo, Castelo Branco, Portugal, 2011), Di tú que he sido (Homenaje a Unamuno, Edifsa, 2012) y en la revista electrónica Crear en Salamanca (2012). Ha participado en Lecturas poéticas en la Universidad de Salamanca (2008), en el Encuentro Los Poetas y Dios (Toral de los Guzmanes, León, 2009-2011), en el Encuentro Cristiano de Literatura y Premio Jorge Borrow de Difusión Bíblica (Salamanca, ediciones de 2011 a 2013) y otros. En su país fue profesor de Español y Literatura en Secundaria y Bachillerato. Forma parte del Seminario de Estudios Medievales y Renacentistas (SEMYR) de la Universidad de Salamanca.

 

 

 

 

 

 

Miseria

 

 

Hemos sido los creadores de la sombra

de la terrible figura, cuyo perímetro,

infinito, equidista del centro en todos sus puntos

y resulta la distancia entre los humanos.

Su materia inasible es la misma de las piedras,

del miedo de los niños y del silencio

anterior a la palabra.

Por nuestra causa padecemos su inmarcesible efecto

de hechicerías y nigromancias,

sus torpes delirios ebrios, esquivos, idólatras…

La llevamos tatuada en la piel

y en el espíritu, seductora, encantadora, miserable,

la moneda.

 

 

 

Petición

 

La distancia del tiempo aún resulta una mentira

para ver con claridad los caminos de nuestros pasos.

En el parque otrora colmado de olmos

sobrevive tan solo un árbol; qué suerte tan parecida

a la de las personas. En la fuente mana otra agua

más graciosa y triste por su pureza nueva y su pobreza

de hojas de otoño. Continúas en mi piel como la luz

de los días y la penumbra del astro nocturno. Sí,

tu lunar no ha dejado de ser mi beso ciego y extraviado.

La simetría y los números de tus palabras ponen de relieve

como ayer, la verdad

del cielo en la superficie del agua. El recuerdo

de tu oración sació mi sed en el desierto del verano,

y antes, cuando el invierno amenazaba con sus cristales

puso su tibieza en mi vientre. Algo de tu voz

permanece en el campanario de la iglesia

en la que me esperaste aquella mañana de febrero

cuando llevabas las horas de tu noche vertidas

en una carta con dibujos. Sí. Creo

que ahora esperas a ser mi amiga cuando me lo pides con tu silencio.

 

 

 

 

 

 

Complemento a la Noche de San Juan abulense

 

 

 

La espuma del mar toca tu piel.

Recostada en la arena, el color de tus piernas

confunde su nombre con el de la playa.

Un puñado de gaviotas cae en tu ombligo,

pero piensas que solo es la brisa, esa humedad en tus párpados

y en los poros de tu cuerpo, parecida a la de la noche

cuando la niña guardó una estrella entre sus manos. Nadie te ve.

Crees que no es nadie el joven que mira la oscuridad

roja de tus ojos cerrados. No te preocupa

que sus manos alcen el velo de la luz

para que aparezcas al ras de la arena con una transparencia mayor,

como la del sonido del oleaje.

Tiembla tu labio. Lo humedeces con las palabras guardadas en tu lengua.

Comienzas a preguntarte por qué no se ha acercado,

por qué no oyes sus pasos. Flexionas tu pierna.

Llevas la mano a tu muslo. Escurren pequeñas gotas por tus mejillas

y te resulta extraño enjugarlas y ver que no son llanto.

Tu cuerpo se remueve en la arena.

Giras y descansas tu cabeza sobre el brazo.

El lunar sigue en el mismo punto de tu hombro,

aunque no esté él ahí para recordártelo.

Un tic tac pone certezas en tu memoria. Firma con su rúbrica increada

esa vida que aprendiste a vivir en tu infancia,

cuando aún no habías olvidado que todos tenemos el mismo nombre

y que los árboles dan sus frutos porque el aire aprieta sus troncos,

cuando notabas cómo crecían las flores en tu pecho.

Pero cumpliste años y aprendiste que no eras hija del agua y el fuego,

sino de dos personas muy parecidas a ti. Giras al otro lado.

El mismo compás del reloj aparece ante tus ojos como la noche

en que una niña puso una estrella en la frente de otro niño. La playa

se angosta hasta que sólo cabe tu cuerpo, tu mano derecha, tus dedos…

El mar retrocede y se pierde de vista. Las gaviotas desaparecen

por un agujero en el aire. El cielo se derrite con el sol moribundo

y muchos murciélagos terminan por romper el lienzo del horizonte.

Una piara de cerdos a no más de 25 metros empuja piedras hacia el vacío

que antes estaba relleno de agua de mar. Los chillidos largos y agudos

desaparecen. No quieres que también te lleven a ti. Pero el joven te acompaña

sentado en una mecedora. Bebe ron. Quieres incorporarte.

Quieres abrazarlo. Pronto amanecerá.

Pero tan solo consigues ponerte bocabajo. Tus brazos carecen de fuerzas.

Ardes en la llama de la noche de San Juan.

 

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