“POPEYE”, DEL POETA ECUATORIANO PAÚL PUMA

 

 

El poeta y ensayista Paúl Puma

 

 

Crear en Salamanca tiene la satisfacción de publicar el poema “Popeye” de Paúl Puma (Quito, 1972) Escritor, crítico literario, catedrático universitario y editor ecuatoriano. Doctor en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Alicante. Ex miembro del Comité de Lectura de Editorial Alfaguara (2005). Ha publicado alrededor de veinte libros en todos los géneros literarios. Entre sus obras destacan Felipe Guamán Poma de Ayala (2002), Sharapova (2017) o Mickey Mouse a gogo, del mismo año.

 

 

Este poema fue leído el 28 de agosto en el recital “Maestros de la Poesía Hispanoamericana”, que organizó la revista Anales, la Carrera de Pedagogía de Lengua y Literatura de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central del Ecuador, así como Dirección de Comunicación de dicha universidad, dentro del VIII Congreso Internacional de Docentes de Lengua y Literatura.

Mi novia francesa, del artista cubano-español Luis Cabrera

 

 

POPEYE

 

¿Te has bebido tanto jugo de espinaca que el empacho te duró hasta el día de hoy?

Con la visera de tu gorrita hacia un lado y tu cara rojiza de tantas “puntas” compradas a la vieja matrona de la esquina que les da de beber tanta “guanchaca” a decenas de Brutus, encendidos de alcohol, en una fiesta interminable, la del desastre de sus vidas y de sus familias.

¿Cómo se llama ese estado en el que uno llega a la alucinación luego de haber bebido toda la semana incluidos sábado y domingo?

¿Cómo se llama ese tremendo delirium fúnebre que te acicala el rostro y que embebe de lágrimas a tus colegas parias cuando se han enterado de que uno de los grifos, grandes chupadores del barrio, se marchó hacia otra galaxia por quedarse dormido bocabajo con la mano en el reloj que le dejó de funcionar?

La madrugada está tan llena de estrellas Popeye, pero tú no lo sabes.

Es cuestión de astronomía.

Cómo lo va a presentir tu cuerpecito de viejo ángel desplumado, arracimado a su propia humanidad embriagada entre las musarañas de la malayerba de ese parque que hasta los taxistas y las viejas putas han abandonado para irse a dormir.

Muévete despacio Popeye.

Escucha simplemente el sonido silencioso de los astros que se frotan entre sus luminiscencias y aterrizan en esa asquerosa ciudadela llamada Quito Sur: pantano lleno de bastardos, de marihuaneros acuchillándose entre sí por un poco de “bazuco”. Acuchillándose, sí, Popeye, con desarmadores y botellas rotas, porque caiga o no la niebla “hay que vengarse como dios manda” entre los nuevos y los antiguos adictos al “plátano con queso” o a la “perica” o a otros malditos vicios del diablo.

Popeye, en una calle de Croydon, Reino Unido

 

 

No te tocarán a vos, Popeye, no.

“Porque a los verdaderos borrachos se los respeta”. Porque alguna vez tuviste una licorería y fuiste generoso con los “empalagados” y fuiste temido por los “bien parados” y “se hicieron humo” los más “arrechos” cuando lanzaste esos tiros de esa copia de 44 magnun que solo reventaba esos polvorosos balines cuando aún vivía tu Oliva.

Luego ya todo “se fue a la miércoles” o a la “miercolanza”.

Cuando dejaste de acariciar ese celeste cuerpo delgadísimo por un instante y para siempre.

Te sacaste el corazón, ASÍ, con un destapador de corchos y mugiste como un toro desalmado y maullaste como un perro malnacido que ha sido parido por la miseria para devolverse a ella.

Pero,

vives,

respiras aún entre los flecos de la yerba, Popeye.

Eres un inquebrantable bicho. Un bichito que se bambolea por las tardes soleadas, mientras los niños juegan fútbol con pelotas de trapo y otros se encapsulan en sus fundas de cemento de contacto y soplan y aspiran y soplan y aspiran para olvidar el hambre y la sed, para olvidar que alguna vez los asesinos de sus padres o las ladronas de sus madres fueron humanos y para recordar sin recordar que ahora se han convertido en animales.

Nadie te podrá matar sino tú mismo.

En tu gorrita de marino puuuuuu and puuuuuu se guarda el grito silencioso de tu infancia, de tu última y segunda infancia.

Sin Oliva ya, te acabaste solito tu negocio entre comillas.

Una comilla: vodka con naranja. Otra comilla: coca cola y ron. Una comilla: cerveza artesanal. Otra comilla: aguardiente. Una comilla: anisado. Otra comilla: caña brava. Una comilla: vinillo. Otra comilla: aguarrás.

Y desde entonces por tus venas corre una manada de bisontes incendiados y tus ojos repletos de sangre te sostienen de pie.

 

Popeye, tatuaje.

 

Tambaleándote, pero de pie.

Popeye.

Hígado del demonio.

Riñones de lucifer.

Cuerpo de serafín despojado de su cielo y de su paraíso.

En tus entrañas viven todavía todos esos COCOLISOS que jamás pudo parir Oliva, salvo uno: ese despojo TARTA-MMUDO que decidieron dar en adopción, con dolor.

Quedó tan mordida por la pena y tan frágil: pobrecita.

Abandonaste la milicia para raptártela, años antes, de la casita de un idiota zapatero. Pero la verdad es que no hubo secuestro: ella te siguió, te quiso tanto desde ese momento en que te vio atrapado entre las varillas de la reja de su ventana por querer besarla.

Imagínate, llamar tan tarde al cerrajero y sin que se enterase nadie: toda una hazaña.

POPEYE.

No. No te mueves mucho, pero respiras Popeye.

No te vayas a morir del puta frío que hace en Quito a estas horas.

No te toca todavía: eres un Highlander.

Has sobrevivido a todos los borrachos de este mundo: al gato tuerto, al vato loco, al don cobitas, al gorilón, al chugchiverchi, al pilón [la gula es el obeso resplandor de los excesos].

Justo a ese “gordo tragaldabas” que un día te vio tirado como una piedra junto la caseta de la Cooperativa de taxis 20 de enero y te puso “Popeye”, por esa gorrita vieja de marino que Oliva te compró a buen precio en un mercadillo de pulgas.

Piensa.

Las galaxias se mueven sobre ti y las constelaciones te susurran al oído frases inconexas o poemas descompuestos de Arlt o Puig o Lemebel o Sarduy o Luy o del frenético Macedonio Fernández o del intrépido y marginalísimo Osvaldo Lamborghini. Frases ininteligibles como el canto de los ángeles cuando se pisan entre sí. Es ese el hálito de un dios que ve las cosas para siempre trastrocadas y borrosas o románticas o góticas, si quieres, como la verdadera poesía que aparece cuando uno se quita por un momento los lentejuelos que le permiten capturar la realidad entre las sombras, como la verdadera poesía que habita en los objetos invisibles o en el sonido de los objetos que gozan, tristemente, al caer.   

 

Popeye, de Janusz Orzechowski

    

No.

No te mueras.

Popeyito.

Popeye.

Popeye el marino.

Sigue bebiéndote, aunque sea en el suplicio y el placer mal sano todo el “mierdosísimo pájaro azul de este mundo”.

El chaguarmishki te espera.

La guanchaca te llama

como una ciega sirena.

Aún le queda un poco de brío a tu cirrosis.

Quedan unos cuantos galones de licor por disipar con ansiedad, pero con lentitud todavía.

Queda aún una fogata para el sueño que se ha de consumir con esta última palabra.

Esta.

La que cabe en el suspiro de este lápiz carmesí, escrita con tus lágrimas o con tus lacrimales incendiados, pues, viejito pútrido,

extra-viado

y ver-dad-ero

ppad-pad-padd-ddd-

re

pad-re

al que nunca

verdad-era-mente

conocí.

 

Paúl Puma

Quito, agosto de 2020

                                                             

Un Popeye de carne y hueso

 

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