SOBRE ‘FUGAZ Y PERMANENTE’, DE EMILIO RODRÍGUEZ

 

 

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Crear en Salamanca se complace en publicar cinco colaboraciones en torno a ‘Fugaz y permanente’, el nuevo poemario del asturiano Emilio Rodríguez, sacerdote dominico vinculado a Salamanca, donde dejó su estela poética a través de la revista Papeles del martes. El acto se celebró en la Sala de la Palabra del Teatro Liceo de Salamanca, el pasado 30 de enero.

 

EMILIO RODRÍGUEZ, POETA DEL MISTERIO

 

Maximiliano Hernández Marcos

 

Si hubiera que caracterizar brevemente a Emilio Rodríguez por la percepción que produce siempre su poesía ya en una primera lectura, me atrevería a decir que es un poeta del misterio, pero de un misterio cautivador, magnético, que se instala a flor de piel. Sus poemas provocan, sin duda, en el lector un efecto desconcertante de estupor y perplejidad. No se sabe muy bien de qué hablan, no hay normalmente referencias biográficas o históricas que permitan orientarnos; recrean más bien una atmósfera emotiva de sensaciones que tocan directamente el alma y a la vez nos dejan en los labios un severo interrogante. Emilio Rodríguez consigue este efecto sorprendente, porque traslada el misterio tanto a la forma expresiva como a la materia poética: nos entrega una palabra enigmática, que se carga de cierto hermetismo, bien perceptible sobre todo a partir de El canto funeral de la distancia (1989), para ponernos delante de los ojos, mediante ella, precisamente el prodigio insondable del mundo cotidiano, para celebrar el misterio de la naturaleza, de la vida, de lo puro e inocente de la existencia.

 

Es preciso aclarar, para no llevar a equívoco, la singularidad propia, original de la forma hermética de su decir poético. No se trata de un hermetismo abstracto, acrisolado en el juego conceptual, sino de un hermetismo simbólico, que torna sensible, táctil o visual el misterio mismo. Para ello Emilio recurre, de manera magistral, a la asociación inédita de imágenes deslumbrantes, que quiebran o ponen en apuros constantemente nuestra imaginación. Y es que en él este juego asociativo ni siquiera sigue por lo general la lógica de nuestros sentidos; está más bien al servicio de una transfiguración (a veces onírica y surrealista) de la realidad que nos transporta directa y connotativamente a un mundo distinto, maravilloso. La fuerza plástica y a la vez transfiguradora de las imágenes en la poesía de Emilio es lo que otorga a su expresión hermética, paradójicamente, ese magnetismo vivo y cautivador, de emoción pura y al mismo tiempo palpable. En este aspecto Emilio Rodríguez parece un pintor que con fabulosa destreza escribe o dibuja poemas.

 

A la base de esta creación de misterio está su modo de entender el lugar de la poesía, el quehacer poético. En Emilio Rodríguez se cumple de manera casi paradigmática lo que Walter Benjamin consideraba la tarea fundamental del arte y especialmente de la poesía: la restauración del nombre originario de las cosas, la reconstrucción del paraíso perdido. El poeta aspira a ser Adán, pero tras haber sido expulsado del Edén. Se siente por ello un ser limítrofe entre dos mundos. El punto de partida de su escritura es –no cabe duda- el destierro en este mundo, la experiencia de la fugacidad y su condena: el paso irredento del tiempo, la soledad, la muerte, la pérdida. La poesía de Emilio está impregnada de este tono elegíaco. Pero el aliento y el propósito que la inspiran quieren desplazarnos a otro mundo, situarnos mediante la palabra en un nuevo territorio paradisíaco: el de la inocencia perdida, el de la comunión mágica y libre de todos los seres; un territorio que, en el caso de Emilio, tiene referencia concreta: la época de su infancia y de su Asturias natal. Como poeta, Emilio Rodríguez siempre está recreándonos, transfigurando ese mundo, dándonoslo a conocer, poniendo nombre, como Adán, de nuevo a todas las cosas. Tal es, para él, la verdadera justificación de la poesía desde el primero hasta el último de sus libros, Fugaz y permanente (2018), donde pervive incólume esa “Pretensión”:  “Escribo para ver, / para que alzado / sobre la ruina de mí mismo, / consiga levantar / el horizonte / y ver el otro lado / de la tarde. / […] Escribo para el aire / de otros días”.

 

 

2 Rollán, Hernández, Rodríguez y Regalado

Rollán, Hernández, Rodríguez y Regalado

 

TRANSITAR EL TIEMPO, POEMARIO «DE SENECTUTE»

 

Mª del Sagrario Rollán

 

«Escribo para estar /presente y sustantivo» (Pretensión), anuncia Emilio en los inicios de este nuevo poemario, y lo anuncia desde el desgarro del ser y el devenir… «Fugaz y permanente» es el título de esta meditación poética a vueltas, como en otras ocasiones,  con el tiempo, tiempo cotidiano hincado y malherido sobre el otro tiempo, el  que se derrumba inexorablemente por  «El precipicio /de un libro/ con los cantos guarnecidos/ por las huellas… /de lo que fue la vida» (Espacio). Esas huellas que se encuentran en el balcón, en la ventana, en la piedra, en la noche o en la lluvia, esas huellas que incendian el paisaje de la sangre y de las dudas. Parece  en este libro, más que en ningún otro, que los vocablos fueran construyendo zonas liminares,  hitos de paso, esquinas fugaces de permanencia entre la vida y la muerte. Porque es bueno que el tiempo sea una construcción, como decía Saint-Exupèry en Citadelle,  reclamando el papel de los ritos contra el hastío y el desgaste.

 

Para Emilio Rodríguez al igual que el miedo se construye en las llanuras de la noche, el tiempo  vivido también se construye y luego se cimenta y permanece en lo más vulnerable: la piel, las venas,  «…la vigilia /decretada por el surco /de los dientes» (Palio), y salta aquí como en tantos de sus poemas antiguos y nuevos,  la evocación de Rilke en la IX Elegía, la misma persistencia, contra el pasar y desvivirse, el mismo afán por lo decible: «a pesar de todo la lengua entre los dientes es la que alaba». Así se afirma rotundamente como aquel, y se construye el poeta que escribe estos versos, rastreador de ruinas, inventor de liturgias  «para levantar el horizonte y ver el otro lado de la tarde»,  colector de ausencias, de pisadas tras las aceras anegadas.

 

Hay mucho anegado en estos versos, aunque siempre se levanta pertinaz el incendio de la palabra que nos restaura. Emilio con los años no ceja en su decir, no se da por vencido,  el tiempo que aquí se poetiza es tiempo batallado, ganado,  por tanto,  a la mudez de la angustia ,  a la insignificancia por el uso abusado, al malgaste de tiempo y palabra. Es  tiempo de mirar los vocablos en su oquedad, de decir otros ojos, tiempo, en cierto modo, y dramáticamente,  de visitación: «y voy acomodando piel y huesos al recio cometido de ir cayendo, la sima se adereza para darme asilo en su interior/ otro requiebro».  En estos versos «de senectute» no hay eufemismo posible, la  muerte en su vecindad se mira de frente, se presiente cercana, el poeta se deja convocar en su asilo.

 

Porque cada poemario de Emilio es un lugar de tránsito, cada requiebro, cada sima, cada aullido, cada invierno,  precisa ser transitado. No es la suya un poesía lírica,  de sentimientos o impresiones fugaces,  al contrario, en recorridos aparentemente familiares va trazando una senda inusual, esforzada, de afirmación y  renuncia;  por eso  las imágenes, las figuras,  los lugares y las cosas son a la vez epifanías y negaciones. En realidad siempre son las mismas, imágenes recurrentes  que vuelven al origen, como los  filósofos presocráticos, lo que es y lo que muda, esa rasgadura primordial se afirma «fugaz y permanente» : pues «el tiempo sigue siendo/ la patria más incierta,/ como herida invisible/ venida del origen» (Espacio).  Ascendiendo del origen , desde  el espejismo  del verso se asoma al fondo abisal del silencio,  en un descenso casi místico. Bajo pretexto de juego surrealista, no es la suya una deriva insustancial, sino una apuesta metafísica, o «poema de  partir /para quedarse /donde siempre /lo nuevo nos visita» (Contra)

 

«Torrentes quietos», «dormidas lámparas», «la piel interna» (Incisiones), paradojas  y sinestesias casi oníricas, son  otros tantos recursos que el poeta utiliza con maestría invitándonos a descifrar el vientre de la noche «que esconde las historias /para que no las dañen/ los olvidos» (Sonoteca).   Historias de «todos los finales», de «todas las señales», de «todas las edades»(Montesclaros), por amor a las ventanas que asoman a ese tiempo primordial que nos está naciendo en una especie de maternidad larga y llorosa, inacabada,  imposible.

 

«Presente y sustantivo», «pausado y circunflejo», nos dejamos seducir por el poeta  que nos invita desde la atalaya de la edad a  descifrar abismos  en los que el tiempo y «el silencio crepita como incendio, por dentro de los libros» (Cuaderno).

 

3 Emilio Rodríguez firmando su libro

Emilio Rodríguez firmando su libro

 

EMILIO RODRÍGUEZ, MASTÍN SIN SUEÑO

 

Antonio Sánchez Zamarreño

 

Mastín sin sueño, Emilio acecha como

apostado en un cruce de bramidos:

trepa la lucidez por las lianas,

pone sal en el lomo de los cuervos,

deja una espada entre las sombras,

                                                  deja

esa espada de brillo impar: Un ojo

que ve lo que no ve, como en el bosque

la oropéndola canta en otro bosque

donde nadie pisó: Pero su canto

cautivador nos quema.

Sabemos que no está, pero nos quema.

 

 

4

 

 

 

EL POETA EMILIO RODRÍGUEZ EN LA FUGACIDAD

 

José Manuel Regalado

 

Tienen ante ustedes el mejor texto que se ha escrito sobre Emilio Rodríguez. endecasílabos blancos… ¿Hay dos sílabas por ahí perdidas? Ese «deja»  del verso 5… No, no están con las nueve anteriores y se llaman versos partidos del teatro; el poeta, un gran técnico escribe una epístola del Renacimiento, incluso recorta el alma con un heptasílabo.

 

Eso es lo de menos ahora. El poema analiza al poeta y al hombre Emilio Rodríguez.

 

Me sorprendió mastín, pero Emilio es asturiano y sabe de la braña y del rebaño, de la noche del lobo, y de la heroicidad de los mastines y de la fidelidad de los mastines; también él tendría que haber tenido unas carlancas contra los lobos como tienen los mastines de la nieve (Villar de Adralés, Corias, Retuerto, Mampodre, Camporredondo)

 

Mastín es la fidelidad.

 

Y Emilio ha sido fiel a la infancia, fiel a Asturias y a la memoria de los padres, de los hermanos, entre robledales y castaños.

 

Ha sido fiel a Corias y a la Orden de Predicadores en sus conventos más altos – Montesclaros, Caleruega, San Esteban de Salamanca, esa luminaria de Dios hacia occidente-, en sus mañanas más grandes.

 

Fiel a los amigos que estuvimos con él.

Ha sido fiel a su religión y a su Dios.

A su profesión periodística y a su influencia social unánime.

¡Ha sido fiel… a Salamanca!

Por eso regresa «porque el hombre quiere caer donde el amor fue suyo un día»

Ha sido fiel a la palabra, a la palabra divina y a la palabra del amigo.

Fiel a la enseñanza de la palabra. a la educación de la palabra, desde los púlpitos o desde la Tertulia de Papeles del Martes, que cuando yo la conocí era una verdadera escuela de poetas y sabemos de algunos (lo dicen ellos) que todo cuanto escriben se lo deben a Emilio Rodríguez.

 

Fiel a la amistad, cuando pasa por nuestras puertas (¿Hay alguien ahí?) y nos saluda encendido.

 

Fiel, y esto es más difícil, al Dios de Belén, desnudo y altísimo; más que la oriflama de los que lo rodean en su urbanización actual. Más cerca de Francisco… ¡Qué raro, ningún papa antes se llamó Francisco! Francisco I, no; único. Pues más cerca

 

El varón que tiene corazón de lis

alma de querube, lengua celestial,

el mínimo y dulce Francisco de Asís.

 

que diría Rubén en versos que valen bien su prosa.

 

Fiel, Emilio, al Dios de la pobreza, al Dios que gime con los pobres, con los desheredados y con los poetas.

 

Fiel al verso que enciende su voz mínima y agranda el eco de su verdadera vocación de fraile excelso.

 

Fiel, sí, mastín  sin sueño, como dice el poeta de este texto único que yo os he regalado (obviamente participio del verbo regalar)

 

Fidelidad que nos quema.

            Sabemos que no está,  pero nos quema.

 

Fiel a la línea y al dibujo. Fiel al enrevesado mundo de la carne.

Fiel a sí mismo. Alguna palabra lo ha llevado más hondo pero ningún viento lo ha llevado más lejos.

Fiel a lo fugaz

Fiel a lo permanente.

 

Zamarreño ha doctorado en Salamanca a Tomás Regalado, fiel a Emilio, que abría su trabajo modernísimo con la afirmación: «Tradición y revolución«, he ahí dos palabras sinónimas…

 

Apresar lo fugaz, fiel al presente.

Fiel a la palabra que permanece más allá de la muerte.

Fiel al frío.

Fiel a la resurrección.

5 Rollán, Hernández, Rodríguez y Regalado, durante el acto

Rollán, Hernández, Rodríguez y Regalado, durante el acto

 

 

 

 

 

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