Salamanca: Jornadas de Asombro (1)

Foto en el XV Encuentro de Poetas Iberoamericanos. José Amador Martín

 

 

Reinaldo García Ramos

 

para Ángeles y Umberto, que me alumbraron el camino

 
A principios del otoño de este año participé en el XV Encuentro de Poetas Iberoamericanos, que se llevó a cabo los días 3 y 4 de octubre en Salamanca, España, y estuvo coordinado por Alfredo Pérez Alencart, profesor de la Universidad de esa ciudad.  El Encuentro, que se realizó con el auspicio de la Fundación Salamanca, Ciudad de Cultura y Saberes y la colaboración del Centro de Estudios Brasileños de esa institución docente, estuvo dedicado en esta ocasión a rendir homenaje a Don Miguel de Unamuno, cuya vida y obra tan ligadas están a las tierras salmantinas. A las actividades del Encuentro asistieron destacadas personalidades de Salamanca, entre ellas el Alcalde de la ciudad, Alfonso Fernández Mañueco, quien presidió la sesión inaugural. Participaron como poetas invitados casi una treintena de escritores de varios países iberoamericanos y de España, Portugal y Rumanía.  Yo era el único de origen cubano.  Para mí fue un gran honor que me hayan invitado; participé con mucho gusto en las ceremonias y las lecturas de esos dos días.  Fue una experiencia sumamente grata, que agradezco sin reservas. Lo que aquí expongo ahora son mis impresiones personales sobre lo ocurrido en el Encuentro, o en su periferia, y un intento de evocar el ambiente y el vigor de esa ciudad inolvidable, donde yo nunca había estado.  En todo le doy la razón a Don Miguel de Cervantes, que en El licenciado Vidriera lo dijo bien claro:  Salamanca que enhechiza la voluntad de volver…

 

Jocosa llegada

Viajé desde Madrid en autobús, dos horas y media; no sabía que el viaje era tan largo.  Desde que abordé el vehículo presentí que iba a llegar bastante tarde; temí incluso perderme el primer almuerzo, previsto al estilo español para las 2 de la tarde.  Pensé que no iba a poder disfrutar debidamente de los primeros contactos entre los poetas invitados.

El autobús llegó a la terminal de Salamanca a los 2 y pico.  En Madrid me habían dicho que la ciudad estaba a gran altura, que me abrigara, que era un sitio bastante frío; pero al llegar lo que sentí fue un calor enorme, serían tal vez 80 grados F, de modo que tuve que ir al baño a quitarme capas excesivas de abrigo y secarme el sudor.  En eso perdí también algunos minutos.

Los organizadores del Encuentro me habían notificado que los poetas invitados nos alojaríamos en un sitio llamado el Colegio Mayor Fonseca.  Cuando salí de la pequeña terminal de autobuses a la calle, con mi maleta de rueditas y una mochila cargada de libros, me detuve y le pregunté a un taxista en qué dirección quedaba el Colegio.  El individuo, un hombre de mediana edad, de piel curtida y mirada simpática, me respondió en tono neutro, pero cordial:

– Pues mire usted, siga recto, recto, y por allá está, a la derecha, después de una avenida…

– Gracias, gracias, ¿a cuántas cuadras más o menos…?

Entonces él me miró como si de repente tuviera ante sí a un marciano. Yo me sentía algo cansado y estaba pensando en pedirle que, si el lugar quedaba realmente un poco lejos, me llevara en su taxi; pero antes de que él tuviera tiempo de responder, otro taxista que estaba cerca y que había escuchado mi pregunta, comentó jocosamente:

– ¡Este señor debe de ser de México o de Argentina…! ¡Porque eso de “cuadras”…!

Y así me enteré de que ellos dicen “calles”, no “cuadras”.  Apenas llegar, ya estaba aprendiendo cosas útiles.

¡Y nada de llegar tarde!

¡Y nada de llegar tarde!  Cuando por fin entré en el Colegio Mayor Fonseca, un edificio imponente, reconocí de inmediato a nuestro coordinador, el poeta peruano Alfredo Pérez Alencart, que estaba de pie en el patio central, rodeado por más de una decena de personas.  Su afable rostro me era familiar; él me había enviado algunos artículos sobre su labor literaria que estaban ilustrados con fotos suyas.

Quienes lo rodeaban eran, seguramente, los poetas invitados. Todos estaban de lo más pausados y sonrientes, tomando fotos y disfrutando de las presentaciones mutuas y del día totalmente veraniego. Me asombré ante el ambiente informal que reinaba en el grupo. Reunidos en torno a un pequeño brocal que hay al centro del patio, todos conversaban, se intercambiaban libros, se tomaban fotos y reían.  Supuse que, al igual que yo, ellos también ya se empezaban a aliviar del cansancio y la ansiedad de sus respectivos viajes.  Y era obvio que no había ninguna prisa en almorzar; al contrario, la tarea de presentarnos mutuamente y aprendernos los nombres de los demás parecía ser lo más perentorio.

No sé bien por qué, me había imaginado que Salamanca, sede de la universidad más antigua de España (fundada en 1218), nos iba a imponer a todos cierto formalismo o una instintiva solemnidad, pero no ocurrió nada de eso: las conversaciones fluyeron con distensión y calor humano, reinaba una alegre curiosidad mutua.  Curiosidad inevitable, desde luego, pues éramos personas procedentes de lugares tan diversos (y al mismo tiempo tan afines) como Brasil y República Dominicana, o como México y Bolivia.  O como España y Rumanía, pues una de las escritoras que me presentaron resultó ser Carmen Bulzan, una poeta e hispanista rumana, quien además es profesora universitaria en Bucarest. O sea, la ocasión se estaba definiendo perfectamente, desde el inicio, como un verdadero “encuentro”.

Poco después avisaron de que ya iban a servir el almuerzo.  Mientras el grupo se empezó a trasladar al comedor, que está contiguo al patio, yo tuve que ir al vestíbulo del Colegio, para depositar mi equipaje en la recepción. Cuando me uní de nuevo al resto de los invitados, ya empezaban a servir el pan y el vino, y quedaban pocos puestos vacíos.  Así que me senté a la primera mesa que encontré, la cual estaba ocupada en su mayoría por invitados brasileños. Al principio me sentí algo cohibido, pues no entiendo bien el portugués, pero la poeta brasileña Marcia Barroca, que sabe español, se sentó a mi lado y me fue traduciendo lo esencial.  Poco después, varios de los comensales me empezaron a regalar sus respectivos poemarios; no pude imitarlos, pues sólo llevaba tres ejemplares de mi libro más reciente (Rondas y presagios, publicado en Miami por la Editorial Silueta) y los tenía reservados para los organizadores del Encuentro.

La habitación con los regalos

El resto del almuerzo transcurrió en un ambiente de moderada exaltación, aunque de vez en cuando volvían a estallar los flashes de las cámaras digitales. La luz que invadía el comedor a mediados de esa tarde se fue volviendo cada vez más acogedora, más cálida; era un fulgor intenso que provenía del patio y lo envolvía todo.  Mientras conversaba con mis compañeros de mesa entre sorbos de vino, volví a admirar, a través de los ventanales, las delicadas columnas que rodeaban ese patio, la elegancia de los arcos. (Luego supe que el edificio había sido construido en pleno siglo XVI y que su nombre oficial no era Fonseca, sino Colegio Mayor de Santiago el Zebedeo, aunque también lo llaman Colegio de los Irlandeses.)

Concluido el almuerzo, recogí mi equipaje en la recepción y subí a la habitación que me habían reservado.  Era la número 2, en la segunda planta, pero sólo tuve que subir una breve escalera, pues el patio y el comedor, que constituían la primera planta, estaban bastante elevados en relación con el nivel de la calle.  Me entregaron una llave de hierro, antigua, pero no desmesurada, que podría haber usado algún personaje conocido de la historia, siglos atrás: no Fray Luis, sino cualquiera de sus centinelas.  Al cruzar los amplios soportales, las ruedas de mi maleta crearon un ritmo raro sobre los pisos desiguales de piedra; si me apresuraba, sonaba casi como una especie de rumba…

En todo el edificio no vi nada pequeño, todas las dimensiones transmitían sensación de espacio, de amplitud; lo más mesurado era el brocal del pozo en el centro del patio, que tendría unos cinco pies de diámetro (lo demás, los puntales, el artesonado, los postigos de las ventanas, todo era gigantesco, como si estuvieran destinados a recibir personajes engrandecidos por el poder o la fuerza).  Era un sitio de ensueños, de leyendas.

Las escaleras desembocaron en un pasillo amplísimo, en tinieblas, a cuyos lados había muebles antiguos de madera oscura, mesas alargadas, butacones, pero todo se iluminó en cuanto entré “armonía elegante entre el pasado y el presente”, pues había sensores que detectaron mis movimientos.

Mi habitación estaba al final de ese pasillo; era amplia, casi diría grandiosa, muy cómoda; en el baño podían entrar cómodamente, al mismo tiempo, cinco o seis personas.  La ventana, altísima, daba a la calle Fonseca; los postigos cerraban bien, eran seguros, pero en el exterior había barrotes de hierro. El armario era una gigantesca pieza de caoba barnizada, un mueble muy hermoso, que hubiera hecho las delicias de un viejo amigo mío, anticuario en Long Island, y las puertas rechinaron cuando las abrí.  En su interior podría haber dormido un ser humano,  acurrucado sobre el tablón de la base, para no molestar; mis escasas ropas bailaron en la inmensidad de su interior y casi desaparecieron en su profundidad.  Ante todo aquello era fácil sentirse como un viajero sin memoria, extraviado en otro tiempo y otro espacio, rescatado de tierras bárbaras por las huestes de la corona española; un rehén vulnerable, traído a tierras de la Cristiandad para recibir amparo y reposar por un tiempo en este recinto encantador, hasta que se salvara de su amnesia y recobrara su identidad perdida.

Por suerte, encima de la cómoda había una bolsa grande de papel, y la palabra “jaba” me vino a la mente y resplandeció.  El envoltorio tenía el membrete del Encuentro y mi nombre en un costado, impreso con claridad.  No había entonces ninguna duda de que me lo habían dejado para darme la bienvenida; me pertenecía.  Además, la bolsa estaba llena de libros, folletos y otros materiales alusivos al Encuentro.  ¡Grata sorpresa!

Entre los regalos descubrí varios ejemplares de una antología que se había preparado con textos de los poetas invitados este año: encontré en ella varios poemas míos.  También me habían puesto allí un plegable que contenía el programa de actividades y vi que mi nombre estaba entre los autores convocados a leer en la sesión inaugural, que tendría lugar esa misma noche. Sí, todo era realidad: me habían recibido a cuerpo de rey en una ciudad honorable, de muy larga historia, y todo eso para que leyera mis poemas.

 

Mis anfitriones oficiosos

Un rato después, me reuní con el pintor y diseñador cubano Umberto Peña, amigo mío desde los años 70, y con su esposa Ángeles, a quien conocí ese día.  Ambos viven en Salamanca. Yo los había llamado desde Madrid para vernos y tuve la suerte de que ambos estuvieran disponibles esa tade.  En realidad, para ajustarme mejor a la verdad, debo decir que mi suerte radicó en que ellos dos decidieron adoptarme y convertirse en mis anfitriones oficiosos; gracias a ellos visité, ese día y el siguiente, varios sitios que no hubiera encontrado o descubierto por mi cuenta, dado el poco tiempo libre que me dejó el apretado programa del Encuentro.

Pasaron a recogerme en el Colegio; viven bastante cerca. Tras los saludos, fuimos andando hasta la Plaza Mayor, el primer descubrimiento asombroso al que ellos me guiarían en los dos días que pasé en la ciudad: es una plaza más  pequeña que la de Madrid, pero sus dimensiones moderadas le dan precisamente un ambiente más acogedor y armonioso. De las fachadas que la circundan emana una brillantez particular, que está presente en la mayor parte de las edificaciones del Patrimonio Arquitectónico de Salamanca y que se debe a la piedra arenisca empleada al construirlos, denominada “de Villamayor”, o también “piedra franca”, de color cremoso, pardo-amarillento, con leves vetas ferrugionsas un poco rojizas.

Al dar contra esas piedras, el sol les saca un tenue esplendor abrillantado.  Esa tarde teníamos, no sólo un calor innegable, sino además un sol intenso; de modo que pude apreciar de inmediato la luz característica del casco histórico de Salamanca, de la cual me habían hablado tanto mis amigos. En uno de los cafés que rodean la plaza nos tomamos algo y conversamos un rato; después proseguimos nuestro paseo.

 

El cielo de Salamanca

No voy a hablar aquí del firmamento físico ni de sus nubes y estrellas, sino del verdadero “cielo de Salamanca”.  Ese es el nombre que recibe uno de los sitios más subyugantes de la ciudad: una bóveda inmensa, cubierta por un mural policromado (atribuido al pintor Fernando Gallego, de finales del siglo XV) que reproduce las constelaciones, personificándolas como seres mitológicos.  Los colores utilizados hace seis siglos conservan aún su luminosidad misteriosa.

La bóveda se encuentra actualmente en una de las aulas del edificio universitario llamado las Escuelas Menores, construido en 1428, donde se impartían las enseñanzas para el título de Bachiller en los estudios universitarios, pero originalmente estuvo en uno de los salones de la antigua biblioteca de la Universidad, y muchos historiadores afirman que Cervantes estudió bajo ese techo.

Para que la luz natural no dañe los antiguos pigmentos, mantienen la habitación en penumbras. Cuando llegamos ya estaban cerrando, eran cerca de las 5 de la tarde; pero el guardia fue comprensivo y nos dejó pasar unos minutos.  Al dar casi a tientas los primeros pasos sobre el piso de madera, sentí como si me deslizara por la nave de un templo primitivo y me trasladara de repente a otra época; podía olvidarme de la información acumulada en mi mente real de hoy, borrar toda la ciencia y la tecnología, para observar las constelaciones como las imaginaban los seres humanos del siglo XV, en estado de inocencia ritual, cuando buscaban en esos astros consuelo para sus angustias cotidianas, revelaciones provenientes de la astrología, satisfacciones místicas, claves para entender la existencia y la muerte.  A pesar de la prohibición, nos arriesgamos a tomar varias fotos, pero sin flash (la luz habría alertado al guardia).  No salieron buenas, pero pongo aquí una, para que los lectores usen su imaginación…

 

(continuará)

 

Foto: José Amador Martín

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