Relato de Juan Antonio Lucas

Mi nombre completo fue Lästig Brillek, aunque ya hace demasiado tiempo que no escucho a nadie pronunciarlo. Soy el último hombre vivo, el vigía de la humanidad; guardián de todo, dueño de nada, señor del mundo, naúfrago del planeta. Los siglos se amontonan en mi memoria como copos de nieve en la cumbre de una montaña. Los días no son nada, los meses son instantes, los años, una muesca más en la pared de mi cueva.
No me siento solo. Hace más de mil años que dejé de sentirme solo. Cuando no recuerdas a nadie, cuando ya no sabes cómo huele una persona o como suena una risa, no puedes echarlo de menos. Mi única compañía es la luz que me rodea,   cegadora, confortable e intensa. Me recuerda que el final está cercano. El sol se hace grande y pronto engullirá este estúpido planeta y a mí con él. La luz lamerá mi rostro y por fin caeré en el olvido como una brasa que se consume en una hoguera. ¿Qué será de mí entonces? Todas las personas que conocí murieron hace tanto tiempo que a veces dudo que algún día hayan existido. ¿Podré reconocerles si me reúno con ellos? Sé que hubo un tiempo en el que no estuve solo, lo sé como que estoy vivo, pero no puedo recordar ni un solo rostro, ni una sola voz, ni una sola historia que no sea la mía. ¿Estoy vivo? La definición de estar vivo es morir algún día. Yo no estoy vivo entonces, tan solo existo.
Maldigo aquel día. Una persona no debería tener tanto poder en sus manos. ¿Cómo puede un chiquillo de veinte años decidir si quiere vivir eternamente? La inconcebible magnitud de su decisión debería derretirle el cerebro; sin embargo, dije que sí. ¿Qué otra cosa podía hacer? La perspectiva de la muerte siempre es terrible y más, cuando se le presenta a una persona repleta de ganas de vivir, como yo lo estaba en aquel tiempo. Me estaba muriendo  y estaba aterrado. Se aprovecharon de mí para aquel experimento y llevo millones de años maldiciendo sus almas por ello.
Cuántas cosas he visto desde entonces, cuántas palabras he escuchado en idiomas que nacían y morían en un suspiro y cuántas personas he amado; hasta que amar a alguien fue tan absurdo como encariñarse con un insecto que sabes que morirá cuando llegue el invierno. Todo un mundo recorrido, vivido y perdido finalmente entre mis manos.
Ahora camino por el fondo yermo del mar. En este lugar, antes había agua hasta donde alcanzaba la vista, agua que abrazaba dentro de ella a millones de seres vivos que murieron y se secaron con él. No recuerdo el agua. ¿Era azul realmente?
Pronto el sol terminará con todo. Se convertirá en supernova al final de sus días y se tragará la Tierra como si de una última cena se tratase. No pueden quedarme más de mil o dos mil años; el final se acerca.
Busco el último resquicio de vida, quiero protegerlo, quiero que  muera conmigo, no quiero ser el último ser vivo de la Tierra. Una planta, un insecto, cualquier cosa. Tiene que haber algo.
Tan solo camino. Hace milenios que dejé de comer, de beber, de hacer nada que no fuera caminar.
Sigo caminando hasta que de repente todo se mueve. Un terremoto, lo he vivido miles de veces antes…, pero ahora es distinto. El mundo se resquebraja bajo mis pies. Es el final, el planeta no resiste. El sol ha comenzado a darse su festín. Finalmente seré el último ser viviente del mundo. Por fin me dirijo al olvido. Tiempo, aléjate de mí; tiempo, tortura cruel de la que por fin me libero. Ardo con el sol, me consumo…

No…, sigo viviendo.

Si esto no me ha matado, nada lo hará. Dentro del sol solo hay luz… y la tortura continúa. El tiempo no se detiene. Ya nada importa, solo el calor que me rodea. El tiempo eterno me espera, la luz absoluta durante milenios y, finalmente, cuando la estrella desaparezca, de nuevo la oscuridad; el espacio y el tiempo serán infinitos, como mi insoportable destino.

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