POEMAS DEL ARGENTINO SANTIAGO SYLVESTER, LEÍDOS EN SALAMANCA

 

Santiago Sylvester leyendo en la Cumbre Poética Iberoamericana (Salamanca, 2005)

 

Crear en Salamanca tiene la satisfacción de publicar los poemas que en Salamanca leyera Santiago Sylvester (Salta, 1942). Premio Nacional de Poesía, Gran Premio Internacional “Jorge Luis Borges”, Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes, Premio “Sixto Pondal Ríos” y el Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires (2008), en Argentina. En España recibió el premio “Ignacio Aldecoa” de cuentos, y el Premio Internacional de Poesía “Jaime Gil de Biedma”. Entre sus libros de poesía destacan: Escenarios (Verbum,1993), Café Bretaña (Visor,1996), Antología poética (Fondo Nacional de las Artes, Buenos Aires, 1996), El punto más lejano (Ave del Paraíso, Madrid, 1999), Calles (Ediciones del Dock, Buenos Aires 2004), El reloj biológico (2007) y Los casos particulares (2014). Su antología ‘La conversación’ fue publicada por Visor en 2017. En 1986 publicó un libro de relatos, La prima carnal (Anagrama) y en 2003 un libro de ensayos, Oficio de lector. En 2014 fue elegido como miembro de la Academia Argentina de Letras.

 

Estos poemas salieron publicados en la antología Cumbre Poética Iberoamericana, coordinada por al poeta Alfredo Pérez Alencart, profesor de la Universidad de Salamanca

 

 

 

Santiago Sylvester leyendo en la Cumbre Poética Iberoamericana (Salamanca, 2005)

 

 

 

 

EL INACTUAL

 

A VER si se me entiende: soy etrusco.

 

No sé qué significa esa música, desconozco el guiño

de complicidad, lo que me cuentan del ciberespacio atareado

   por un tráfico múltiple:

y no sé si pedir explicaciones o

darlo por no entendido.

 

Hasta aquí llega el lenguaje traído por el perro del vecino,

   por usted

que ha cruzado el puente sobre el río de deshielo: traído por

   mí

que acarreo lenguaje a esta intemperie

donde el mundo no es tema de conversación.

 

Ahora ese caballo se ha puesto a relinchar

y yo he quedado de este lado del alambre, fuera

del centro que relincha.

                                           

                  De todo esto

necesito explicación, pero ya es tarde para pedirla

y temprano para explicarme yo. Dicho

sin exhibicionismo: sé llover, nublar, tomar el valle por

   asalto cuando a las seis de la tarde caen la noche, el frío,

   el silencio

y algo dice en el oído a cada cosa

«acabas de nacer».

 

 

Salamanca. Foto de José Amador Martín

 

 

UNA frase común: soy

todo oídos, pero

sólo es cierta de forma parcial.

También soy todo boca, todo abdomen, como una oruga

   dedicada a  mascar: todo nariz, todo bazo, que

no sé para qué sirve y sin embargo lo uso;

soy todo fémur, todo sacro,

hasta completar los doscientos huesos que me abastecen de

   imaginación, de angustia,

de ganas de ver llover. Y soy

bastante más: soy todo aburrimiento, todo olvido, todo

   obsesión: soy

en la dificultad.

 

Pero hay que empezar por otra parte: esto

viene de esa ventana a la que me asomo, y

lo que no es ventana es espejo.

                                          Me gusta

asomarme a la ventana, ver el mundo que podría no existir y

   sería una pena;

y no importa si los fragmentos miran todos en la misma

   dirección: nunca

miran todos en la misma dirección.

                                               Como

ese hombre ojeroso del espejo, que no mira en una sola

   dirección, inquieto

por lo que trae o deja fuera su impaciencia,

me mira o no

según le pido,

conoce el secreto que me rodea, y él

está de acuerdo con mi decisión si le digo

que se esconda o vuelva a escena; hasta que

como yo

también está cansado.

 

 

 

 

Poetas Iberoamericanos participantes en la Cumbre Poética Iberoamericana (2005

 

 

UNA mujer, joven y demacrada, como era y

por lo tanto como siempre ha sido, me dice sin sonreír, sin

ninguna carga de emoción: sí, soy yo.

                                                   El amigo que se mató

salta por encima de los treinta años y

también me dice que está aquí.

                                         La casa al borde del

río espeso del verano, con la higuera

y las chirimoyas que siguen dando sombra,

me hace saber que es inmortal.

                                         El

perro que me mordió

me sigue mordiendo: y

¿quién es el que trae los libros de mi padre, los apila sobre

   el escritorio, y abre la ventana hacia la calle para que

   charlemos en paz? ¿quién se lanza temporal abajo y sigue

   llegando con el pelo en desorden, sin nombrarme pero

   intensamente reclamando por mí? ¿quién se distrae un

   instante y luego deja que pasen los años para recordarme

   que los años han pasado?

 

Restos de memoria: materia intangible que se arma y

   desarma como la niebla alrededor de un aeropuerto: unas

   veces

para dar consistencia a una cara, otras para saber

algo más de lo que ya sabía.

                                      Y sin embargo

no es esto lo que quiero decir: siempre hay algo de vida

   propia, algo

de vida que no es nuestra; y ya no se sabe qué es recuerdo,

engaño de la memoria o

como se llame el agua removida que se junta cuando

conocemos demasiadas cosas

con las que no sabemos qué hacer.

 

 

ESE bicho que se arrastra por mi pierna buscando altura,

   verde y rojo con estrías blancas,

lleva a cuestas su dificultad: una liturgia que lo obliga a

   hacer un alto, desandar

y otra vez arriba: esta

caparazón de supervivencia

con las alas cortas que

no se ve si sirven para volar: sus patas trabajadoras con las

   que come, saluda a las arañas

y mueve como si pedaleara cuando

en realidad parpadea

porque ya es noche cerrada, está quieto el viento, y él se

   aferra como yo, a lo Quevedo,

al tiempo que ni vuelve ni tropieza.

 

Que suba en paz.

 

 

Retrato de Santiago Sylvester hecho por Miguel Elías

 

 

PALABRAS como guancoiro, urpila o quimpe

usa mi vecino para vivir: una idea combinada con otra para

   esta densidad de comidas, útiles de labranza, medicina,

   transporte, flores: lo que vuela o silba, lo que se queda

   quieto: un limón, una víbora entre las cañas.

 

Allá viene la majada que pastorea mi vecino;

aquel brillo seco es el atolladero de las motos y luego

la palta sobrecargada: la derivación del verbo ser, que aquí

   no es más que una manera de adivinar el temporal.

Y no hay secuencia sino todo a la vez: no

de un modo armónico o crispado sino

inevitable: y yo aquí, con el centro inseguro, entrando y

   saliendo como un resucitado, con la noticia inesperada de

   haber sido el elegido en pleno vuelo para que la

   simultaneidad exista.

 

Alguien junta, mezcla, entrecruza y

vuelve visible lo que debe ser mostrado: una palabra

debe ser mostrada: la palabra que no suena,

la palabra chilcán.

 

(Fragmentos de El inactual)

 

 

Santiago Sylvester (Argentina), Reinaldo Valinho (Brasil), Ana Ilce Gómez y A. P. Alencart (Foto de Jacqueline Alencar)

 

 

UN CASO COMÚN

 

 

Qué puedo decir de este hombre que ocupa mi lugar,

conquista los litorales

o me expulsa hacia ellos

mientras despliega un esplendor ficticio.

 

Escribe un poema completamente falso,

opina sin meditación

sobre cosas que ignora,

desea a una mujer que yo no amo

y se asoma a la ventana con esta ansiedad inaceptable

que yo quisiera esconder en un cajón.

 

Ninguno cree en el otro;

sin embargo, unidos por el cigarrillo,

por la misma camisa

y una forma común de estar en desacuerdo,

entramos juntos a la escena

y corremos los dos contra reloj.

 

Manuscrito de Santiago Sylvester

 

 

LA RÓTULA

 

De una rótula conozco, sobre todo, la palabra rótula.

No sé qué sabe la rótula de mí, tal vez que hablo solo y

   duermo de a pedazos,

pero ocurre que nos necesitamos, nos debemos favores, y

   eso cuenta al hacer el inventario.

 

Ella es un énfasis entre vocales graves,

yo un peso arbitrario, propenso a caminar sin rumbo.

Ella viene del latín, de boca en boca,

yo vengo de Salta, de tropiezo en tropiezo.

Ella se incrusta como un acorde haciendo fuerza,

yo digo mi opinión: enfermedad sagrada que agradezco a

   Heráclito.

 

Y aquí estamos los dos, sin saber el uno

casi nada del otro, pero ambos

capeando el temporal cuando lo premonitorio

habla de una dura década

que ya habrá comenzado,

y el dato de ese cálculo soy yo:

       pieza llena de mañas

       que ha llegado hasta aquí

       gracias a la complicidad de lo que ignora.

 

Sylvester, Bartolomé, Zamarreño, Noguerol, Fernández Labrador, Ana Ilce Gómez, Alencart y Shimose (foto de J. Alencar)

 

 

 

CAFÉ BRETAÑA

 

 

 

El tiempo cobra peaje a todo lo que ha nacido para durar.

Peaje a la belleza, al porvenir, al odio;

peaje a ese montón de pelo atado en la nuca de la mujer,

a la mirada del hombre,

a las palabras que se dicen, al sentido:

       peaje aún sin saberlo,

       como existen caminos aunque no vamos a ninguna

parte.

 

Ellos se han sentado allí, mesa de por medio, con la

intención de eternidad que aturde a todo lo transitorio:

solos y a la vez acompañados,

en estado de mudanza;

condenados a buscar cómo se sale de la contradicción.

 

El tiempo cobrando peaje es infalible;

y yo mismo, a mi pesar, sin ser el tiempo cobro peaje:

       no soy el tiempo, pero soy el que mira.

 

 

 

De una carta yo espero que, cabeza abajo, suelte su

sustancia;

espero el suspenso de ver si respira.

 

Pero no sé qué espera ese hombre que recorre las mesas con

una carta en la mano: hoja estropeada que guarda desde hace treinta años.

No sé qué espera de mí cuando me dice que ha visto desde

un barco el castillo de Lisboa, la playa que, si se la mira al atardecer, se abre como una mujer blanca en la costa de Túnez, o que ha comido la fruta sofocada de un prostíbulo de Cádiz.

 

De pronto queda atento a un porvenir que ya no existe,

y es el paso previo a una forma dolorosa de conocimiento.

 

No sé bien de qué habla cuando dice en secreto dónde estaré

que ya no estoy,

y se aleja hacia otra mesa a reconstruir fragmentos:

       él mismo un fragmento,

       aferrado a esa carta con el empeño interminable de

sobrevivir.

 

 

Plaza Mayor de Salamanca. Foto de José Amador Martín

 

 

Un golpe en una mesa,

y el hombre mira alrededor, sin éxito ni culpa, sólo con el

asombro del que, repleto de whisky, no encuentra qué decir.

 

La palabra, una autopsia: un corte transversal en el cerebro;

y de este menoscabo del lenguaje se alimenta un época que cesa, no por agotamiento, sino por crispación:

             el psicoanálisis concluye en epilepsia,

             la semiótica esconde su abuso en la trastienda,

             la fanfarria de la ciencia no logra descifrar sus

propósitos;

             ¿y qué haremos con la actividad de la palabra?

 

Un hombre ha golpeado la mesa, torpe la lengua y la mirada

idiota,

y ha marcado el arranque de una nueva era:

       él es su profeta,

       una trompada en una mesa su huella digital.

 

 

 

 

No tiene brillo ese hombre,

ni siquiera cuando toca el violín:

descascarado, pulcro, con la edad ya insegura: una pared caleada que muestra a su pesar las noticias del tiempo.

 

Ni brillo ni resolución: sólo un resultado.

Se acerca a cada mesa y deja allí flotando la mano con que

pide: la misma mano que sostiene el arco y suelta ante nosotros fragmentos de Paganini, aproximaciones y retazos.

Mano experta que, al aunar dos gestos, conoce la distancia

entre ilusión y derrumbe: mano que actúa como si no supiera que esa distancia es ella.

 

 

Después, ya veremos: por ahora

lo que conocemos del futuro es el presente.

 

Ese hombre afirma que nunca se irá de la ciudad;

su amigo, lo contrario: su tendencia a la huida.

Una joven, desdeñosa, se niega a perdonar.

Un hombre saca del bolsillo una entrada para el teatro.

Una muchacha, deslizada hacia la desgracia, sorbe un café

con la mirada en otra parte,

y en la mesa vecina un estudiante anticipa su porvenir.

 

Es fácil conocer el futuro: con sólo oír a esta gente, ya

sabemos su trama,

que no es sino una cita colectiva:

       cuándo, dónde, con quién,

       ese es todo el problema.

 

Circe Maia, Jacobo Rauskin, Jacqueline Alencar, Alfredo Pérez Alencart y Santiago Sylvester (2005)

 

CALLES

 

(Esteban Echeverría)

 

 

EL sol sale aquí y en la memoria: siempre

sale el sol en dos lugares.

 

                                     Un hombre a caballo

sube por la quebrada hacia donde no puede haber nadie, y

   uno se pregunta a dónde irá;

                                         a dónde

la procesión de San Cayetano, con sombrillas de colores y saludos a mediatarde, resuelto de este modo el dilema de estar juntos;

qué dicen cuando salen todos rodeados por los cánticos del

   coro: habrá que averiguarlo

porque el sentido que hasta aquí nos llega

tiene una línea blanca

trazada sobre ella misma negra, como se entiende el mundo

   desde dos lugares.

 

                            Como

este sol que se junta con aquél,

y sin el uno

no puede levantarse el otro: para que se apropie el uno del

   vértigo del otro

y amanezca.

 

 

(vuelo Madrid-Buenos Aires)

 

 

 

CALLE de aire: viene

a llamarse así esta ventilación por donde transportamos la

carga terrestre: calle por donde vamos saludando vecinos sin consistencia: nubes, pálpito de la intemperie a 50 grados bajo cero: esta calle

cuya ley no es incompatible con la otra: la ley de gravedad,

       que no nos suelta.

 

Hemos subido hasta aquí

por lo que tiene de versátil la columna vertebral: siempre erguida y queriéndose asomar por un balcón distinto: estar

allá precisamente

porque estamos aquí: voluntad del inestable.

 

             Y al fin

casi todo se explica con saber dónde estábamos: si íbamos

       volando

ahora estamos de pie; si teníamos dudas

seguimos en lo mismo;

si el calor nos caía en chaparrón y ahora el frío nos sale

desde adentro

es por el balanceo de la continuidad;

en salir y regresar consiste

este callejón que colinda con el vuelo de las estrellas: salir

para tocar tierra: ir

por el aire y tocar

tierra una y otra vez: así

hasta que, de tanto tocar tierra, nos acostumbremos.

 

 

 

Foto de la cena de despedida de los poetas de la Cumbre

 

¿EN qué momento he empezado a despedirme?

 

             Desde aquí

saludo a la vida posible que deriva hacia otra gente, a la

       palabra que se ha hartado de esperarme,

y hago señas

al que ya no vendrá a mirarme con

la curiosidad del que se espía estando solo.

 

Pero esta no es la despedida: no puede ser porque la

despedida

es un proceso de desaparición: y

aquí estoy

entre los vitraux que temblaban como gotas en el oleaje       gregoriano de la catedral de Upsala,

                                                        preguntando

por una calle en Tomelloso,

recitando lo que llega y se va de la memoria: fragmentos

que se resisten a morir en la hora doble que nos acompaña,

en el sentido, que también es doble

o ha cambiado de lugar.

 

             Aquí estoy

con la evidencia del que junta restos, plantas, frases,

cuando la despedida, exista

o no,

es un equívoco del que no se va.

 

Incorporación de Santiago Sylvester a la Academia Argentina de Letras

 

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