MHARÍA VÁZQUEZ BENARROCH: QUIERO UNA JUSTIFICACION PARA ESTE DOLOR. ENTREVISTA DE JOSÉ PULIDO

 

Mharía Vázquez Benarroch

 

 

Crear en Salamanca se complace en publicar esta entrevista a la escritora venezolana Mharía Vázquez Benarroch. Poeta, guionista de cine y televisión, y narradora. Es Licenciada en Letras por la Universidad Central de Venezuela (UCV, 1986), Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB, 2002). Es PH. D. en Fine Arts, mención Films, por la Universidad de Los Ángeles (UCLA, 1989). Ha publicado los siguientes poemarios: En 1984, su primer poemario Guerrero llevado adentro resulta ganador del Premio Fernando Paz Castillo de Poesía; del Primer Premio de la Bienal de Poesía del Ateneo del Tigre, y recibe Mención de Honor en la Bienal de Poesía Chío Zubillaga. En 1986, su segundo poemario As de Corazones resulta ganador de la III Bienal de Poesía Francisco Lazo Martí de Calabozo, y del Premio de Poesía Miguel Hernández de la Ciudad de Sevilla.  En 1998, su poemario Balada de los 40 Años, gana el Primer Premio del  II Concurso de Poesía en Español, promovido por el Queen Mary and Westfield College de la Universidad de Londres.  Publica en Italia Mujeres de Atenas (Poemas del Exilio 1990–2002).  Editoriale Pallavicino. Venecia, Italia, 2003. Publica en España Estirpe de Lobos (Poemas 1996- 2004). Editorial Toledana. Toledo, España, 2005. En 2009 publica Amarrando la paciencia a un árbol; antología de poemas 1979-2007.

 

 

MHARÍA VÁZQUEZ BENARROCH: QUIERO

UNA JUSTIFICACION PARA ESTE DOLOR

 

 

Mharía Vázquez Benarroch es poeta y narradora de mucha fuerza. Hasta el lector más insensible que se adentre en sus terrenos recibirá un portazo en la conciencia. La belleza de sus palabras actúa como el bronce que rompía corazas en las antiguas batallas de la poesía.

 

“…no has esperado en vano
en el breve dintel de la cámara de gas

entras a la eternidad

amparado por el amor

de los que nunca olvidamos”

 

Leo estos versos y pienso en lo que dicen. Trato de reconstruir las imágenes y de conocer la magnitud de ese horror, aunque solo aquellos que estuvieron ahí supieron de su terrible impulso destructor. Sin embargo, el poema deja, en el lector consciente y sensible, una cicatriz, una huella moral.

 

Y en los dos últimos versos se percibe la fuerza fabulosa que conlleva la poesía; esa que ampara con amor y protege contra el olvido, creando una memoria invencible.

 

Es un fragmento del poema Shoah, de Mharía Vázquez Benarroch, cuya abuela, Sofía Oppenheimer, murió en las cámaras de gas de Auschwitz-Birkenau. Para ella, su abuela es la representación de todas las victimas que han sufrido y perecido bajo cualquier forma del mal. Mharía escribe con la fuerza volcánica y el esplendor de un chorro de lava que avanza derritiendo piedras. Porque está cansada de injusticias. En un libro que ahora prepara con mucha determinación y que ha titulado Buenos días Kabul, toca el tema de manera intensa. En las redes, sus mensajes estallan. Su poesía es a veces olvidada porque Mharía está furiosa. Es irreductible. Unas líneas de Buenos días Kabul bastan para expresar su estado de ánimo:

 

“Señor, cercena la lengua de mi enemigo para dar descanso a mi alma, ciega sus ojos para que se detenga en su camino de crimen turbulento, paraliza sus miembros para que no alcance a mis hijos con su garra hipnótica, cambia su rojo de infierno lacerante por el azul de un cielo de futuro limpio, bórralo de la faz de mi país, porque ésta es una tierra de hombres justos y es a ti a quien le toca hacer milagros, no a nosotros.

Diré amén, cuando tú hagas tu parte.

Hazlo ahora, o no quedará nadie para alabarte…”

 

Su talento y su pasión se funden hasta convertirse en diamantes verbales. Mharía nació en España en 1958 y llegó a Venezuela cuando apenas tenía catorce meses de edad. Desde esa vez es completamente venezolana. Hija única de una familia de inmigrantes judíos: padre del Veneto italiano y madre de orígenes ruso-alemanes. Su cultura y su valentía van juntas. Ha sido reportera de guerra y ha participado en por lo menos trece conflictos internacionales como reportera free-lance. Es dramaturga y guionista de cine y televisión.

 

 

 

LEER DESDE LA INFANCIA

 

-Tú y la poesía ¿cómo es la relación entre las dos? ¿quién guía, quién se somete?

 

-Escribo y leo poesía desde los diez años. Mi padre que tenía una imprenta, me enseñó a leer a los tres años, y solía leerme poemas de Leopardi, Ungaretti, Ovidio y Pavese, con su lánguido acento italiano del Veneto; así lo habían educado a él, y así me educó él a mí.

Hasta los 19 años (que escribí la primera parte de Guerrero llevado adentro)  yo tenía dudas entre dedicarme a pintar, hacer teatro o escribir poesía. Hacía las tres cosas, mientras al mismo tiempo me metía en líos de política. Decidí probar a ver si podía vivir un año sin escribir poesía… a los quince días tuve que desistir: me faltaba el aire, me sentía morir, me daban ataques de pánico. Descubrí que tenía que volver a escribir poemas, todo el tiempo, todos los días, hasta hoy.

 

Rompo mucho, tengo terror a lo vacuo, corrijo sin piedad. Mi relación con la poesía es sagrada, en el más amplio sentido del término. En la extrema soledad de la escritura el poema es y será siempre una epifanía; quizás a otros no, pero a mí me salva la poesía, me hace mejor persona, me justifica la vida, me da otros ojos con los cuales ver más allá de las cosas y del dolor. Ella me guía y yo me someto, a veces dulcemente, a veces fieramente, siempre de manera incondicional y feliz… sin la escritura soy un ser mudo y cercenado, y nunca hubiera podido sobrevivir al horror que vivo en Caracas, en estos últimos años, de no ser por la poesía.

 

-Amas la poesía ¿y cómo te llega el poema?

 

-Como siempre decimos mi amiga, mi hermana Patricia Guzmán y yo, la “Diosa” gobierna nuestras vidas, y en su bosque sagrado rendimos nuestra alma, es así de sencillo. Considero a Patricia una de las más grandes poetas de mi generación, no sólo por su poesía profunda y revelada, sino porque ella también, como Armando Rojas Guardia, ha descubierto a nuestra generación la sacralidad del oficio del poema, de la comunicación entre el poema y quién lo escribe, y por ende en quien lo lee, el poema como amante y como amado.

 

Con el pasar de los años y la afinación del oficio, me he dado cuenta de que es el poema el que nos escoge, una palabra, un aroma, un giro de nuestra vista, y el poema agazapado llega y nos toma. Somos ciertamente los subyugados, los amados, y la amante es la Diosa. A veces el punto de partida de un poema es el impacto de una imagen, un ligero resplandor sobre algo cotidiano, va germinando, anda conmigo días, en comercio íntimo entre la hoja de papel y la mano, a veces pasan años, como en mi poema Shoa, sobre el Holocausto, pasaron treinta años antes de poder escribirlo, era un tema que se me resistía por la tragedia familiar, y cuando mancillaron la Sinagoga Mayor de Caracas, todo ese dolor y esa rabia me llevaron al poema…

 

-En definitiva ¿qué marca tu búsqueda en la poesía? ¿en qué etapa encuentras la máxima satisfacción?

 

-En la poesía lo busco todo, y no es una frase hecha. Mi voz busca exasperadamente un sentido a la vida, una formulación del Mundo, así con mayúsculas, quiero la revelación del sentido más hondo de la vida, una explicación para estos tiempos desesperados que me ha tocado vivir. Una justificación para este dolor que me persigue como una maldición, el dolor de vivir en un siglo violento, sin consuelo para la bondad, sin amor.

 

Busco amor de cuerpo y amor de alma, esperanza, a veces olvido, busco la serenidad que no tengo en el día a día; en la poesía encuentro mi verdadera patria, una patria para perdurar el misterio que somos, esa que también se encuentra con mi país, donde hundo mis raíces para tener sentido de pertenencia. Soy hija de generaciones de inmigrantes, y sólo la poesía y Venezuela, me hacen sentir en casa, una casa protectora, un espacio real para mi alma.

En 1986

 

 

-Qué significa en ti, poeta, ser del país que hoy parece agonizar

 

-Agonizo con él. Soy el preso y el torturado, el que se revela y cae, el que ora y no es escuchado, el que grita y nada sale de su boca, el que ya no tiene esperanza de ser salvado, soy el que cae y se levanta,  el que muere y resucita, el que tiene hambre y hace que la tierra tiemble, soy la canción de mi gente, soy la voz de mi pueblo, o no seré nada. Es sencillo, no puedo desvanecerme en espejos, quejas y fantasías, debo y puedo ser la voz de aquellos a los que no dejan hablar. No tengo miedo, no tengo nada que perder más que mi alma, y no estoy dispuesta a cedérsela a ninguna dictadura.

 

-¿Qué es lo que más amas en la vida?

 

-La paz que no tengo. El cuerpo que necesito. Ese hombre que no llega, que ya a mis sesenta años queda pendiente para la próxima vida.

 

He amado mucho y muy profundamente, no se amar con tibieza, yo amo con todo, pero llega un momento en que el cuerpo y la mente piden paz, y en este momento es lo que más amo en la vida. ¿A que te he sorprendido?, y es que es una pregunta con truco, y yo soy una tipa sin dobleces, no me arrepiento de nada de lo que he vivido en el sexo y en el amor, por ejemplo. El mundo me ha dado cajas de Pandora, y manantiales de miel, y yo he hecho con ello lo que he podido. Amar no es fácil. Siempre he hecho mías las palabras de Lou-Andreas Salomé:

“Deja que todo te suceda: la belleza y el espanto”

 

 

LAS ANTOLOGÍAS

 

-Tu poesía es un arte elevado, esencia del lenguaje, ¿hay ojos viendo eso? ¿hay lectores sintiendo eso?

 

-Es curioso, suelo pensar que se me lee poco en Venezuela, ya que afuera donde mis libros se han publicado en otros idiomas, se han vendido mucho, y eso habla de lectores, y constantemente se me invita a seminarios y congresos de literatura.

 

Aquí la edición de la antología de toda mi obra en Monte Ávila, Amarrando la paciencia a un árbol, se agotó hace diez años muy rápidamente y yo casi me quedo sin ejemplares, pero era una edición pequeña y bastante mal distribuida. Quisiera actualizarla y volverla a editar con otro sello, pero ya se sabe cómo está de difícil editar en Venezuela, y creo que habrá que esperar tiempos mejores.

 

Las ocasiones en que he ido a recitales, o que me han invitado a la radio, me sorprende la cantidad de gente que se me acerca y me habla de mis poemas, que recuerdan por ejemplo mi primer poemario Guerrero llevado adentro  editado por Fundarte, o que me han leído en Internet. Siempre me sorprende, porque no soy persona de grupos, ni tengo habilidades de intercambio, hago mi trabajo de forma más bien callada, desde siempre, y estoy al día con todo lo que se publica y se escribe en Venezuela, pero no tengo compromisos con nadie.

 

Casi no aparezco en antologías, hechas por gente que me conocen muy bien y que me alaba los poemas en persona, pero que después no me incluyen, con excepciones claro, como la antología de Julio Miranda, o la que Harry Almela hizo para la colección que dirigió Leonardo Padrón sobre poemas de amor.

 

 

Te voy a contar una anécdota muy divertida, y que habla de cómo se hacen las reputaciones en Venezuela. En 1987 tenía 27 años. Mi segundo poemario As de corazones, se había ganado la Bienal de Calabozo, una de las más importantes de la época y cuyo premio eran 10.000 bolívares (la inicial de un carro nuevo). Ese mismo libro se ganó un mes después uno de los premios más importantes de España: el Premio Miguel Hernández, en Sevilla. Le llevé el telegrama (imagínate que te notificaban por telegrama, qué risa) a Luis Alberto Crespo, director entonces del Papel Literario. Él miró el telegrama con indiferencia, aunque nadie se había ganado un premio de tal magnitud hasta ese momento en el país, y me dijo:

 

-Ay catira, te jodiste, se acaba de morir Miguel Otero Silva y van a pasar meses hasta que haya espacio para otra noticia. Ven a verme en tres o cuatro meses tal vez…

Y se alejó caminando, saludando gente por las afueras del Ateneo, como si fuera una Miss Venezuela. Entonces decidí no publicar nunca más en Venezuela, y así lo cumplí, hasta que regresé en el 2004, luego de vivir en Cataluña varios años, y Carlos Noguera me pidió hacer una antología de mi obra, porque aquí yo no publicaba desde 1988 y él conocía de mis publicaciones en otros idiomas (incluyendo el sueco), y acepté porque la iban a publicar en la colección Altazor de Monte Ávila, donde también estaban publicados los poetas que yo amaba, como Miyó Vestrini  y Juan Sánchez Peláez, y yo sentía un gran amor por Monte Ávila, antes de que se convirtiera en este engendro político que es hoy en día.

 

No tengo temor al silencio, mis libros hablarán por mí, mis poemas no envejecen con los años, y eso da fe de mi rigor en la escritura del poema, mi búsqueda de la perfección, y mi intensa meditación sobre las cosas esenciales de la vida. Yo sólo aspiro como decía Ovidio, a que “mis poemas vuelen en la mente de los hombres”, y a que mis cenizas reposen en el jardín de la Escuela de Letras de la UCV, para hacerle compañía a las de Hanni Ossot, mi maestra y mi amiga, y así tengamos largas conversas sobre poesía, para el resto de la eternidad… fíjate mi querido José, soy así de cursi.

 

VIVIR EN CARACAS

 

-¿Qué haces cuando te desanimas?

 

-Suelo oír música, mucha. La ópera es una gran amiga, la puedo oír a todo volumen y me calma, sobre todo Puccini. También oigo mucho jazz, me quita la tristeza, me acompasa, y en un momento determinado me hace sentir libre, me devuelve las ganas de seguir en ese tortuoso camino que es mi vida, sus improvisaciones se parecen al destino, y hay una cierta magia en dejarse llevar.

 

-¿Has avanzado con lentitud o con prisa? ¿con dolor o alegremente?

 

-Tengo la maldición del periodista, escribir rápido y correctamente se me hace fácil, eso ha sido una bendición cuando he escrito para televisión, en las telenovelas el tiempo es oro, literalmente. Sin embargo, en la poesía es una verdadera tortura, cuando algunos poemas me salen de una sola escritura me enfurezco, sospecho de ellos, me interrogo sobre su calidad una y otra vez, y parezco una esposa engañada, porque desconfío de la metáfora fácil, y si es mía más.

 

Acuarela, Mharía y Linsabel

 

 

-¿En dónde vives ahora? ¿cómo desarrollas tu poesía allí?

 

-Hace doce años, de regreso de la Barcelona de Gaudí, y por esas cosas del destino me mudé a El Hatillo, a una casa alquilada, construida en los años cuarenta, en plena montaña, cosa rara en mí que siempre me ha gustado la bulla y el movimiento de la ciudad, tanto que viví añales en la Candelaria, en pleno centro de Caracas. También era la primera vez que volvía a vivir en una casa, y no en un apartamento, desde que se vendió nuestra quinta familiar de San Bernardino (yo tenía doce años).

 

Aquí tengo una pequeña terraza desde donde se ve todo el valle de El Hatillo, es verde y más verde, silencio, colibríes, y neblina en las mañanas. Todo el que entra en mi casa se asombra de la vista, y de cómo lo inunda a uno una paz, inusitada en la Caracas que vivimos hoy. Desde este refugio de montaña escribo todos los días, me levanto de madrugada a comenzar el día con mis oraciones budistas (hace más de treinta años que practico el budismo de Nichiren Daishoni), me cuelo un guayoyo muy acaramelado, y escribo de tres a cuatro horas sólo para mí, poemas o narrativa indistintamente, pues suelo trabajar en dos proyectos a la vez. Después hago mis clases de escritura para los alumnos de mi taller IMAGO MUNDI, y por las tardes trato de ganarme la vida con múltiples traducciones, guiones o reportajes, pues vivo sola y no tengo familia, y si no trabajo el hambre es mucho más que un sustantivo.

 

-¿Qué es lo que nombras con más insistencia en tu poesía?

 

-La Ciudad, siempre la ciudad: Caracas, Barcelona, Nueva York, la ciudad y su paisaje que es un cazador para mi corazón, y yo siempre soy la presa, siempre estoy en la mira de los disparos, en el medio del pánico. Las ciudades donde he vivido y donde mi escritura ha sido fértil.

Le temo a las ciudades, pero no puedo vivir sino en ellas, disfruto la Naturaleza como quien disfruta de un vino, pero aunque parezca contradictorio, sólo me siento a salvo en la ciudad.

El Cuerpo, ese envoltorio del que no podemos deshacernos sino con la muerte. El cuerpo es un tema fundamental en la poesía de las mujeres de mi generación, cuerpo liberado, lacerado, mutilado, narrado en extenso, con la necesidad del grito y el silencio. En mi poesía el cuerpo es fundamental, soy toda piel y huesos en mi escritura, mi cuerpo es el diapasón con el que vibra mi percepción del mundo. Un cuerpo que se redime a través de la palabra poética.

 

-Este tiempo ¿lo has visto bien? ¿lo has podido atrapar con tus palabras?

 

-Es un ejercicio de paciencia. Me decía Eugenio Montejo, que fue mi vecino en Altamira, que escribir es como salir a pescar, unas veces consigues la palabra exacta, otras veces nada, y siempre es cuestión de esperar.

En este tiempo entonces, lo importante es la palabra exacta, la más sincera, sin estridencias, y siento que lo logro en cada poema, y también en cada postal de la novela que estoy escribiendo: Buenos días Kabul.

 

Sinceramente creo que me ha tocado vivir este tiempo para contarlo. Vengo de una larga estirpe de judíos sobrevivientes a varias guerras, a los horrores de los campos de concentración nazi, a los progroms en la Silesia rusa, a las persecuciones de la Ojraina stalinista, a las patrullas de los “camicie nere” del Duce, a los requeté de Franco… mis fantasmas familiares me hablan y me cuentan, me sostienen en la desesperanza, y siento que mi escritura debe, puede y está contando este horror que vivimos, gracias a mi estirpe y a sus historias que viven en mí.

 

Contar y cantar el poema es un acto de reconstrucción del espíritu. Soy lo que escribo, y por ahora lo que escribo es este corazón sangrante que es mi país…que los dioses se apiaden de mí.

 


El poeta, narrador y periodista José Pulido. Retrato de Miguel Elías

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