Memorial de un Testigo: Carmelo Chillida, desde Caracas. Pinturas de Miguel Elías

 


 

Crear en Salamanca se complace en presentar una muestra poética del escritor venezolano Carmelo Chillida (Caracas, 1964), profesor en la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela y coordinador editorial del suplemento cultural Literales, que publica el diario TalCual.  Ha publicado ensayos, crónicas, notas sobre libros y traducciones en diversas revistas y periódicos del país, así como los poemarios El sonido y el sentido (1997), Versos caseros (2005), ¿Un poema de amor? (2011) y Desde el balcón (2013). Precisamente de este último libro, impreso bajo el sello de  Kalathos Editorial dentro de  la colección de poesía dirigida por Artemis Nader y David Malavé, extraemos los siete textos.

 

 


 Carmelo Chillida

Para Alfredo Pérez Alencart, poeta y profesor de la Universidad de Salamanca, “la poesía de Carmelo Chillida busca alejarse de la lengua pontificia para habitar el instante de la pura erosión hasta expresar lo que posiblemente vea cualquier caraqueño inmerso en una ciudad donde retumban la belleza y el disparate mayor. Chillida desesconde su historia y también testimonia las dimensiones verdaderas de su entorno, siempre presidido por el imponente Ávila. Una poesía en sincronía con el habla cotidiana, sin encajes metafóricos pero con órbita propia en lo que va mirando y sintiendo, todo ello sin olvidar a sus ‘contemporáneos’ Shakespeare, Lorca, Calderón de la Barca, Beckett, Lope de Vega, Marlowe y la Szymborska, esa polaca maravillosa.. Tampoco a su abuelo Tino, republicano español que acabó en Venezuela. La poesía es vida y es música de las palabras y, en el caso de Chillida, también autobiografía, radiografía o respiradero del existir sin sepultar la mirada y la memoria. La poesía de Carmelo es creación para que todos entiendan lo que dice, lo que necesita decir sin desmayarse para siempre”.

 

DESDE EL BALCÓN

(Fragmentos seleccionados y puestos en desorden por A. P. A.)

 

¿Testimonio de lo que viste

con tus propios ojos o de lo que alguien

dijo ver? Pero no corresponde al que mira

juzgar el contenido de los pliegos

sino entregarlos con prontitud

a las palomas mensajeras. Allá van,

volando, buenas nuevas y malas noticias.

Ya aterrizarán, ya tocarán puertas y ventanas,

ya llegarán a su lugar de destino,

alterando la vida de las personas.

¿Estás seguro de lo que haces?

(Vaya pregunta, si supieran a quién

se la dirigen no perderían su tiempo.)

Escribo. A través de mi cuerpo fluye

una fuerza que se esfuma, me abandona,

y como todos tengo que seguir viviendo

con el esfuerzo diario,

el que no es permitido rechazar.

 

 

 

 

 

 

***

 

Vivimos en el reino de las máscaras,

nunca salimos sin nuestro disfraz.

Así andan mejor las cosas,

sin tantos altibajos (pero al fondo

del agua, redondas por la luna, más

allá de ningún charlatán,

yacen las piedras, bajo el vaivén

de las mareas). Además

el escenario es realmente grande,

al mismo tiempo engañoso

y seductor, peligroso y acogedor.

La obra es breve, dura poco,

eso también habría que decirlo.

Por eso al público llano

se le hace tan deleitoso el espectáculo.

Por eso aplaude con entusiasmo

a los actores en los que se reconoce,

en los que reconoce

como la huella de sus propios pasos

a lo largo del día.

 

 

***

 

 

Todo empieza con un tipo

sentado en una silla,

desde un balcón, mirando.

Al frente ve la ciudad,

sus luces y sombras. Detrás

del Ávila sabe lo que hay,

lo ha visto, aunque no puede verlo

desde el balcón. Pero

como no puede evitar girar

la mirada hacia adentro, aparecen

los espacios de todos los días

y la memoria ancestral, la mirada

de aquellos que le dieron su sangre y

que también vivieron unos años

en este apartamento.

 

 

 

 

 

***

 

Sombras amables, la casa es suya,

recorran cada cuarto, no se preocupen

demasiado por nosotros. Vivimos

de día en día, con nuestra ineludible

dosis de sufrimiento y

«la rara chispa de la alegría».

Vamos y venimos a una velocidad

impensable para ustedes, eternos muertos,

vivos en la memoria. Ya alguien dijo

que un hombre no muere sino hasta

que lo hace el último que lo conocía.

Desde la flexible silla verde

(otra casualidad) en el balcón

contemplamos lo que nuestra mirada abarca.

¿Y lo que no abarca quién lo ve?

Las luces de la ciudad brillan

sobre las calles, desde el balcón.

Detrás de la montaña las olas baten

contra las piedras en la oscuridad.

¿Ese sonido quién lo oye?

¿Ese paisaje quién lo ve?

 

 

 

 

 

***

 

 

Desde el balcón te miro, Ávila,

desde el mismo balcón

que te miraron mis abuelos,

hace ya tanto, antes

de que ellos partieran, antes

de que llegara yo. El balcón

del apartamento donde ellos

vivieron por años y ahora

vivimos Mari, yo y los niños,

que van y vienen. El lugar

donde me refugiaba de niño,

de zagaletón, de seudoadulto.

Una silueta negra en la noche.

Un juego infinito de verdes

a la luz del día. Tengo deberes

que dejo para más tarde,

que pospongo para estar contigo.

Te miro, respiro tu aire, te contemplo.

Ávila, por favor,

libérame de mis pensamientos,

libérame de lo que otros esperan de mí,

libérame de mí mismo.

 

 

***

 

Despertador, beso entrecortado,

murmullos, ducha, café y cigarro,

el resto y a la calle, a trabajar.

Malditas colas, en Caracas hay

demasiados carros, en Caracas

no cabe un carro más.

Prendes la computadora

y allí haces esto y haces lo otro,

y sin computadora también.

Tan rápido llegó el mediodía,

casi sin levantar la cabeza

de pantalla y teclado. Comes algo,

tratas de echar, aunque breve,

una improductiva siesta y luego a clases.

En la noche, algo de pasta,

con salsa de tomate, queso y vino.

Prender la TV, esa otra pantalla,

con la esperanza de que haya

un buen juego de beisbol.

Luego a dormir.

Luego suena el despertador.

 

 

 

 

***

 

La memoria profunda y la superficial,

la imaginación que hace las cosas nítidas

o difumina los hechos.

Los objetos concretos, las fantasías,

los sueños misteriosos y, más resbaladizos aún,

los que no tienen apariencia de misterio.

La mujer desnuda, callada,

con esa no sonrisa,

sino apariencia de sonrisa, siempre ahí, detrás.

Esas son mis musas. Los ojos y memoria

con los que debe contar un testigo,

mis instrumentos de trabajo.

 

 

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