LA NOVIA. NARRACIÓN DEL COLOMBIANO OMAR CASTILLO

 

 

 

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El escritor colombiano Omar Castillo (fotografía de Luz Marley Cano Rojas)

 

 

Crear en Salamanca tiene  el placer de publicar esta narración de Omar Castillo, (Medellín, Colombia 1958).. Poeta, ensayista y narrador. Algunos de sus libros publicados son: Obra poética 2011-1980 (2011), Huella estampida, obra poética 2012-1980, el cual se abre con el inédito Imposible poema posible, y se adentra sobre los otros libros publicados por Omar Castillo en sus más de 30 años de creación poética (2012), el libro de ensayos: En la escritura de otros, ensayos sobre poesía hispanoamericana (2014) y el libro de narraciones cortasRelatos instantáneos (2010). De 1984 a 1988 dirigió la revista de poesía, cuento y ensayo Otras palabras, de la que se publicaron 12 números. Y de 1991 a 2010, dirigió la revista de poesía Interregno, de la que se publicaron 20 números. En 1985 fundó y dirigió, hasta 2010, Ediciones otras palabras. Ha sido incluido en antologías de poesía colombiana e hispanoamericana. Poemas, ensayos, narraciones y artículos suyos son publicados en revistas y periódicos de Colombia y de otros países.

 

 

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Oskar Kokoschka, La novia del viento. Óleo sobre tela, 1914

 

LA NOVIA

 

 

Muy de mañana, al salir de casa, el sol brillaba inundando las fachadas y los andenes del vecindario que se iniciaba en sus rutinas, en sus ajetreos. A unos pasos de mi puerta apareció una mariposa de los arbustos de un  antejardín, su colorido parecía desprenderse de un sueño que está siendo iluminado por la luz del sol, intensificando sus tonos y lo nervioso de su aleteo que rayaba el aire en el inicio del día.

 

De niño escuché decir que las lágrimas son un eco de los sueños, un eco del despertar de los sueños. Con los años me he dado a creer que eso es cierto, como también a corroborar que la risa hace parte de ese profundo eco, y al parecer no terminamos de despertar. Algo de esa membrana permanece ofreciéndonos una continua analogía para la vida, para esa existencia que a cada uno corresponde.

 

Con un pequeño trapero la empleada de un almacén espanta una mariposa de la vitrina. En una esquina espero, hago tiempo. Entonces la veo pasar bajo la lluvia breve del verano, ella, como siempre, vagando por la ciudad mientras los otros nos refugiamos bajo los aleros o en el interior de algún local. Vaga como si el mundo fuera único para ella, su total oficio.

 

Surge otra vez como una huella haciéndose en las suspensiones posibles de su laberinto, una huella vagando por la ciudad en una derivación sucesiva de hechos que desliza en sus silencios, en el acumulado de sus apariciones. Así ella vuelve súbita, en el reconocimiento de su otredad, ante mis ojos una y otra vez, mostrándose tras los hilos de luz y penumbra donde provee su sueño, el sentimiento de sus sueños.

 

 

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Novia borrosa, de Nicoletta Papamchael (Larnaca, Chipre, 1977)

 

Vaga por la ciudad luciendo su vestido blanco, de un blanco sucio y vuelto hilachas. En sus cuencas, sus ojos parecen no ver más allá de un instante detenido en ella, aprehendido solo para ella. Aparece y desaparece por las vías de la ciudad, a cualquier hora, a la orilla del río cerca al puente San Juan, por la Avenida Oriental cerca a La Playa o por algún barrio, intacta en su decrepitud, vagando en un olvido o en un presente que alcanzó a rasgarla en lo más hondo de su vida, en los sueños y la realidad de su vida.

 

Sé que ella es cierta, aun recuerdo cuando de niño estuve en la fiesta de su matrimonio, el sol alumbraba las 11 de esa mañana cuando salí, tomado de la mano de mi abuela, para su casa que quedaba enseguida de la mía. Al entrar la vi, llevaba puesto su traje blanco, tenía adornando su cabeza unas tiras blancas y traía flores en las manos. Era ella en medio de las voces, el movimiento de los invitados, las mesas y los objetos, las sillas y la celebración. En la fiesta todo sucedía. La luz brillaba en el patio, inundando las bifloras y los rojos anturios que se abrían.

 

A los pocos días de su fiesta la vi cerca al Puente de Industriales, desde entonces empecé a verla vagando por la ciudad, vestida igual que el día de su boda. Hundida en ella, como si algo muy recóndito estropeara su ser hasta hacerle invisible el mundo, dejándola ajena a cualquiera de sus realidades, sumándola a una trama única y solo para ella.

No sé qué pudo suceder, qué la llevo a vagar así. Su familia y todo lo sucedido aquel día, quedaron en un silencio que parece extinguido, como si un fuerte gesto del tiempo hubiese hecho inexistente ese instante.

 

Han pasado los años y sigo viéndola aparecer vestida con los harapos de su traje blanco, llevando en sus manos restos de basura como si fueran flores. Su aparición es impredecible, como una mancha que surge y desaparece de súbito, al borde de las quebradas o perdiéndose entre los peatones de la carrera Bolívar. ¿Acaso soy yo el único qué la ve?, empero no me creo capas de corroborar mis sospechas, prefiero mantener en silencio la sensación  que me produce su imagen, la nebulosa de su presencia como un sueño que parece arrastrarme hacia un despertar ajeno a la realidad de mis rutinas.

 

 

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La novia, del mexicano Rodrigo Pimentel (1989)

 

 

En su decrepitud conserva algo de ella. Un algo que le pertenece a ella y la hace dueña única de una realidad no penetrable para ningún otro. En su orfandad una fuerza la impulsa a vagar, a ir por la ciudad en una lentitud que parece levedad.

 

Su presencia no causa extrañeza, como si para todos ella fuera algo normal en sus rutinas, en el suceder de sus vidas. Lo hierático de sus facciones no perturba ni provoca ninguna sensación. Quienes pasan cerca de ella, no evitan rosarse con su cuerpo y lo deshecho de su vestido blanco. Ella aparece como una sombra en los suburbios imaginarios de los habitantes de la ciudad, una sombra que prefieren mantener en los oscuros de sus vidas.

 

La veo de pie, a la orilla de las quebradas o del río o caminando la ciudad, parece no cansarse, no hacer nada distinto a vagar luciendo su traje de bodas. Toda ella evocando la representación de un día feliz, sorprendido por el aciago de un suceso que decide deshacerlo, extinguirlo para siempre, dejándola a ella suspendida en el aire de un eco que no termina de repetirse.

 

En Medellín las costumbres han mudado sus ritmos, todos parecemos vivir en ascuas, al filo de un inmenso cuchillo en la penumbra de un sueño que no revienta. La ciudad en su hierro, en su asfalto y en su cemento se impone, orienta la vida, diseña las intimidades y las labores de quienes la habitamos. También parece recrearse sobre quienes no han querido sumarse a sus designios. Ayer la he vuelto a ver.

 

Fue cerca al viejo Puente Guayaquil cuando la volví a ver, la tela y el blanco de su vestido prácticamente han desaparecido, descubriendo su piel arrugada y pegada a sus huesos, de sus ojos solo quedan las cuencas, su hierático rostro parece perdido en el bronce que la contiene, y la base que agarra la escultura de su figura es en concreto. Toda ella aparece igual a un nicho vacío a la orilla de una vía donde la lava de la vida se ha endurecido.

 

Parece real. Sí, el aciago del suceso ha cumplido su cometido.

 

 

 

 

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