JOAQUÍN MARTA SOSA Y SU ARRAIGO DE PORTUGAL A VENEZUELA. ENSAYO DE ENRIQUE VILORIA

 

 

 

1 El escritor Joaquín Marta Sosa

El escritor Joaquín Marta Sosa

Crear en Salamanca se complace en publicar el ensayo escrito por Enrique Viloria sobre el venezolano Joaquín Marta Sosa  (Nogueira, Portugal, 1940). Profesor titular de la Universidad Simón Bolívar de Caracas y miembro de la Academia Venezolana de la Lengua. Abogado, Magíster en educación. Con posgrado en ciencias políticas en el Instituto de Estudios Políticos de Madrid. Su obra poética es vasta, y ha escrito sobre temas literarios, estéticos, educacionales y sociopolíticos. Es compilador de Navegación de tres siglos: antología básica de la poesía venezolana, 1826-2013 (2003) y de Poetas y poéticas de Venezuela (antología 1876-2002) (Madrid, 2004). En poesía ha publicado más de una docena de títulos, los últimos de los cuales son Urbasa (2014) y Memorial de la caída (2016). Fue director de El Diario de Caracas y es columnista habitual del diario El Nacional en Venezuela.

 

 

portada 1.AI

JOAQUÍN MARTA SOSA

Y SU ARRAIGO DE PORTUGAL A VENEZUELA

 

 

                                                                                            Cada uno defiende como puede

                                                                                              alguna rosa propia,

                                                                                              es guardián de sus aguas navegables

                                                                                              ya sean negras o permanezcan en su azul

 

                                                                                                                        Joaquín Marta Sosa

                                                                                                                          

Poesía de los que están y de los que se fueron, de los que ya no estarán y de los que continúan estando, de los muertos y de los vivos de Marta Sosa, porque todos: abuelo, padre, madre, tío, hermana, esposa e hijo, permanecen vigentes en una propuesta poética que hace de la familia un fuerte inconquistable, un bastión seguro, un fortín caribe que tuvo – del lado del poeta – sus orígenes en un recóndito pueblo lusitano: Nogueira, donde “echan al vuelo las campanas” de un campanario ancestral “todavía en pie como las tumbas que / protege”.

 

Aldea portuguesa donde “se levantaron rosas y lilas en la tierra” por parte de unos pobladores que hicieron del campo y del mar una sola realidad; un mismo universo pasional que acoge indistintamente la muerte y el exilio, “los huesos de la guerra” y las cartas de ultramar, los llantos definitivos y los adioses pasajeros, la lápida y el bautismo, el pasado y el futuro de una familia que el verso de Marta Sosa reúne, recoge, en franca necesidad de arraigo espiritual y de continuidad afectiva.

 

Caserío lusitano, al que el escritor regresa décadas más tarde para contemplarlo con una mirada diferente a la que imponen, océano de por medio, la distancia y la morriña. Sin embargo, nada distinto acontece en la aldea de sus padres: » Las mujeres esperan después de años y años. / Vuelven ellos. Dejan nuevos hijos. / Se marchan otra vez. A veces para siempre. / Las noticias dicen y desdicen. / Los muertos no pueden regresar / y ellas no lo saben sino a veces”.

 

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Presente está en versos y remembranzas del poeta y de los suyos, en la distancia definitiva , el abuelo del poeta; ese ser atrevido y soñador que osó  levantar anclas y soltar amarras para dirigirse a un mundo nuevo y desconocido: el Brasil, tal como tiempo atrás lo hicieron aquellos navegantes tercos, osados e impenitentes, desconocedores del miedo y la prudencia, que desde Lusitania se atrevieron a aventurarse en la mar ignota para encontrarse con tierras inéditas y sin nomenclatura que prontamente se denominaron: Catay, Cabo de Hornos, Cipango, Ceilán o Tierra del Fuego.

 

Abuelo iniciador de una saga de aventuras que en forma de viajes y nuevas tierras se extendió al padre y al hijo del poeta, quienes en un comprensible afán de libertad se atreven a emprender nuevos rumbos que “no son un desamor / sino la necesidad de que los misterios / se reduzcan”. Abuelo aventurero que se despreocupó de los que quedaron atrás, en el Nogueira de todos, sumiéndose y sumiéndolos en el olvido; para morir muchas veces antes de su última muerte, esa que se produjo sin que nadie lo supiese, se enterase, porque no mandar noticias fue también una forma de morir temprano, renunciando al recuerdo para privilegiar el olvido de aquellos, que muy seguramente, lo acompañaron en su desconocido lecho, en su último respiro, porque como bien lo registra el poeta, allá en la aldea: «las mujeres esperan y murmuran: / hacedora de lluvias tráenos la lluvia, / y paren en el barro, / atentas a ese cuerpo que no vuelve”.

 

El tío y el padre de Marta Sosa, años después, guerras después, hambres después, esperanzas después, también se atrevieron a “darle un manotón / aunque sea provisorio / a las prisiones de la vida”, y emprendieron juntos un viaje en común; primero a Brasil y luego a una Venezuela desconocida, en la que el progenitor del poeta echó anclas y rehízo las amarras para que, cinco años después de su llegada, Joaquín y su madre viniesen a esta Tierra de Gracia a re-encontrarse con el padre, y a conocer unos hermanos nuevos, sangre de la misma sangre de Nogueira, procreados por la soledad y la distancia, en medio de la añoranza por campanarios y cipreses.

 

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Progenitor cantado por un poeta que lo reivindica a cada paso, como verso, como dedicatoria, en fin, como presencia reiterada, como motivo inextinguible de un amor filial que lleva al escritor a estar pendiente de lo nimio y lo trascendente, de lo trivial y lo sustantivo del quehacer de un padre que el poeta redime para vencer a la muerte. De esta forma, Marta Sosa, evocativo, recuerda a su padre en la sala de su casa, cómodo, atento a lo que ocurre en una pantalla televisiva, en aquellos momentos en que “derivó en irredento fanático / de las telenovelas.” Padre que, al decir del hijo, inició el talk show, “inauguró la televisión participativa”, discutiendo las tramas, “en especial cuando los finales no eran / suficientemente explícitos / y la felicidad de los buenos la saboreaba / incompleta”.

 

Padre evocado en la vida y en la muerte por un hijo que entiende que el arraigo se obtiene recuperando los orígenes tal como fueron, y no necesariamente como han podido, como han debido ser, en una vida ajena e intensa que estuvo poco signada por el rigor, por la convención, por el comportamiento previsible. Padre siempre presente en la poesía de Marta Sosa en forma de verso, de afecto, de recuerdo, de nostalgia, de evocación, de aceptación o de reproche, cuya voz, en medio de sus atrevimientos, escucha “por estos muros / rondas por estos molinos de viento / sin melaza ni remolacha”.

 

Argyle en el Caribe le sirve a Marta Sosa para trasladarse a Nogueira en Portugal, al Brasil en América, a los tantos rincones de Venezuela por los que transitó su padre, a veces solo, “sin vino ni bullicio (…) sin llamadas al alcance del teléfono”; padre que el poeta exhuma, extrae de su tumba, para que permanezca definitivamente, por siempre, “enterrado en mi corazón y no en la tierra”,  porque aquel es el sitio propicio para que el adiós no se haga efectivo, dándole así continuidad a una existencia  que no se agota, que no se extingue a pesar de los funerales y la partida de defunción, porque el poeta decidió que su padre continúe viviendo “en medio de mí / y no en la tierra”.

 

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Padre de siempre que ahora es contemplado como nunca por su hijo “desde abajo / como una edad que no puedo negociar / donde el cielo asoma su impiedad / sin las canciones gustosas / de las copas ebrias”. Progenitor que el poeta quiere, sin embargo, libertar para que transite a sus anchas otros caminos, otros mares de una eternidad que recién comienza, en ese momento en que “piedras que van cayendo / en la última cena de la vida”. Postrera cena propicia para el adiós definitivo, para la despedida, para el final abrazo y la bendición terminante, cuando el poeta, rompiendo ataduras y sujeciones inveteradas, se libera de la presencia de su padre, quien, conservado, sin embargo, en la memoria de su hijo, escucha esta paradójica orden que lo catapulta de una vez por todas a la eternidad definitiva: “padre que ya eres mío / abandóname”.

 

Y el padre con renovada y obstinada terquedad se niega a abandonar al hijo, y décadas después, en otros y solitarios mares, el poeta rememora: «Trajiste a los hijos de la mano, lejos, / en ciudades apenas designadas, / con el dinero aguardando / a la hora siguiente de tu muerte, / escaso pero lleno de honor y sacrificios / para morir con el tranquilo orgullo / de ese extraño deber que se ha cumplido / para que nadie pudiese mirar / con lástima / tu lápida o tu casa, / al menos durante esa semana / en que el olvido no se decide a socavarte”. 

 

Amor de hijo que no se agota en la evocación del padre, porque Marta Sosa todavía tiene coraje, bríos, necesidad, deseo de enfrentarse a la remembranza de su madre, aquella buena y hacendosa mujer, cuyos cabellos recuerda el poeta y cuyas manos extraña, ahora cuando no hay quien lo acaricie y lo proteja de esa forma como sólo una mamá puede y sabe hacerlo, a pesar del tiempo transcurrido, de los aniversarios y recordatorios de una muerte que no se entiende ni se olvida. Madre revivida por el poeta cuando se topó con la foto de una barrendera en la Habana que lustraba “adoquines / con su escoba de paja quebradiza”, e inmediatamente, sintió nostalgia por las ternuras perdidas, por los besos y las caricias recibidas de una mamá oficiosa, regente de una casa impoluta, donde se encargaba, además de prodigar amor, de pulir “las piedras vulnerables / las que soportan el peso del mundo”.

 

 

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Sombra materna que el poeta recoge de entre sus propias sombras para traerla a la luz de un Caribe resplandeciente, luminoso, radiante, que es capaz de devolver el brillo a los recuerdos gastados, en franca lucha con un olvido que se alimenta de nieblas y de lluvias, de campanas que tañen con el frío viento de Nogueira, el mismo que comparten con los cipreses. Matrona dulce, artífice de una ternura irrepetible que es “sólo posible en quienes ya no existen”. Madre bondadosa del poeta, capaz de cortar “en dos el calor” para proteger a su hijo de insolaciones y quemaduras innecesarias, posibles en un trópico desconocido, carente de sauces, cipreses y olivares donde guarecerse de un sol inédito que parece estar más cerca que nunca del hombre, ejerciendo todo su poder calórico y flamígero.

 

Progenitora irrepetible, dotada de una solidez suficiente para preservar la vigencia de una familia, la estabilidad de una relación, el destino de sus seres queridos, a quien el poeta le reconoce su carácter de basamento, de apoyo, de piedra angular y significativa:

 

 “Piedra nuestra / que nos espera en los cielos / donde nunca llegaremos a ir”.

 

 

 

7 Otra imagen de Joaquín Marta Sosa

  Otra imagen de Joaquín Marta Sosa

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