EUNICE ODIO: UNA LUZ EN LA SOMBRA. ENSAYO DE ÁLVARO MATA GUILLÉ

 

 

  Retrato de Eunice Odio, de Miguel Elías (fragmento)

Álvaro Mata Guillé (San José, Costa Rica, 1965). Poeta, ensayista y coordinador general del Corredor cultural Poesía en tránsito (México, Costa Rica, Argentina, España, El Salvador). Director del Festival Internacional de poesía En el Lugar de los Escudos (Ciudad de México, Estado de México) y del Festival Del Norte-Poesía en tránsito, (Monterrey, México). Director del proyecto Chimalhuacán a la orilla del lago (Estado de México), que busca renovar los vínculos sociales y la sensibilización desde la literatura. Algunos de sus libros de poesía: “Debajo del viento”; “Sobre los fragmentos”; “Un país sin nombre; “Más allá de la bruma”; “Una serpiente sin alas”. De próxima aparición, el ensayo: “El individuo en la sombra”. Es invitado permanente de los Encuentros de Poetas Iberoamericanos de Salamanca, de los cuales es Enviado Especial para Centroamérica y México.

 

 

EUNICE ODIO: UNA LUZ EN LA SOMBRA

A CIEN AÑOS DE SU NACIMIENTO.

 

 

BANALIZAR LA VITALIDAD, LA REBELDÍA, EL PENSAMIENTO

 

¿Qué sentido tiene conmemorar a una poeta, de por sí irreverente, irónica, confrontadora, más allá de la conveniencia, de querer canonizarla y que muera nuevamente en el estereotipo o en la frivolidad que devora nuestros días, donde nada importa, todo es lo mismo y cada cosa tiene un precio, condicionados por la lógica del espectáculo, la del consumo por el consumo, anclados además en la censura de lo políticamente correcto, el Kitsch o la corrección sentimental: qué sentido tiene, vuelvo a decir, conmemorar a una poeta, aunque intentemos evadir el manoseo o el ocultamiento, como sucede con tantas celebraciones que sucumben a la sacralización que convierte en piedra a las “grandes personalidades”, seca su voz, banaliza su vitalidad, su rebeldía, perpetuándose la impostura, el olvido, la indiferencia?

 

 

El poeta Álvaro Mata Guillé en Salamanca (foto de Jacqueline Alencar)

 

El vaciamiento de los referentes que se impone en lo contemporáneo, junto a la oquedad del lenguaje y la inutilidad de los símbolos, arrastra sin duda a la figura del poeta, la que estuvo vinculada en sus inicios a la memoria, a la otra voz, al pensar distinto, a lo plural, relacionándose con el otro que había en nosotros y el misterio que viste al entorno; vaciamiento que consecuentemente se adhiere a la decadencia de las instituciones, de los sistemas políticos y los modelos culturales, que trae consigo el debilitamiento de la idea de persona (del alma) y de los lazos que sustentan a la sociedad plural y el convivir, correspondiendo con ello, como podemos constatar en todos los ámbitos, la proliferación de la barbarie, es decir, de la perspectiva que no logra ver más allá de sí misma, de sus dogmas, su ortodoxia, su apetencia, su desprecio.

 

Vínculo existencial entre persona, poesía y sociedad, entre la manifestación expresiva y la construcción de la convivencia, entre el grito que se convierte en significado mutando en lenguaje y lo que somos, pero lo plural, hay que insistir en ello en esta época sin vestigios ni historia, para serlo requiere que se manifieste lo distinto y que lo distinto sea posible; necesita que el individuo asuma su propia voz y que esa voz también sea posible, pues lo plural, como concepto ligado a la coexistencia y al desarrollo cultural, emerge de las distintas expresiones humanas: de las voces diversas, de la otra voz, de lo diferente. Si se debilita o se vacía la idea de persona (los derechos humanos, la condición existencial, la posibilidad de ser) se derruye intrínsecamente a la sociedad y a los valores de lo humano, con ello, emparejado también en esa decadencia social, a las distintas formas de expresión: a la poesía, al teatro, al pensamiento, a la crítica, al disidente, condenándolas irremediablemente no solo mutismo o al balbuceo, también a la indolencia, a la censura de la ignorancia, postrando toda forma de expresión al esclavismo de la risa idiota.

 

Las circunstancia que describimos, también señaladas por otros muchos autores, obligan a redefinir el sentido de las cosas, el porqué de ellas, los fundamentos del convivir o de permanecer, al igual que el sentido de la poesía, el lugar que ocupa el pensador o el poeta, el arte o el desarrollo cultural, preguntándonos asimismo junto a Witold Gombrowicz, cómo hacer para que lo humano vuelva a lo humano, cómo ligar nuevamente el grito al lenguaje, lo vital al convivir, lo sagrado a la creación, más allá del espejismo que implicaría proclamar inútilmente, en este caso, que hemos transitado por el fuego, conocido el sustrato de los elementos terrestres o palpado la metafísica que subyace en los senderos del alba, o que hagamos una apología que nos ilusione sin que nos perturbe, sobre la muerte de una autora, encontrada 10 días después en una tina de baño, con sus gatos lamiendo su sangre y su mal olor, dejados sus cuadros, sus libros, sus vasos.

 

 

 

 

HACIA EL TRÁNSITO DE FUEGO

 

Las antiguas culturas, a través de la presencia del recuerdo en la conmemoración, en el rito y la fiesta, hacían posible que retornara el pasado: lo ausente volvía convertido en presente, el ayer vestía el ahora, como así ocurre en el teatro o la poesía cuando son poesía o teatro, pues nos vinculan al entorno y a nuestras preguntas, al significado de las cosas inmerso en una cosmogonía, en una cultura, es decir, en la relación entre nuestra interioridad, la memoria y el lenguaje, entre la sensación que descubre lo próximo y la imagen que intenta descifrar nuestro lugar en el mundo, haciendo de las manifestaciones humanas (de la poesía, la música, el pensar) la herramienta y el fundamento que permiten saber, de alguna manera, no solo qué éramos, quién era el otro o la otra, también enfrentar la transitoriedad y el misterio.

 

La tradición, el vínculo con los signos del pasado, daba sentido al ahora, vinculaba el algo –al aquello que movía las cosas– al todo, la identidad apegada a una razón, a un lugar, a un tiempo, de tal forma que cada celebración no solo nos hacía retornar al origen (al caos) permitiendo de esa manera reformular el lenguaje, a la sociedad misma para ser ella y poder continuar, como lo hace Eunice Odio en El tránsito de fuego, donde la celebración busca el recuerdo para intentar decirse y redescubrir la función de la poesía y la del poeta en el desarrollo de lo humano, como un mensajero, como lo hacía Hermes interpretando el soplo de los dioses posándose en las palabras. El poeta, sumido en el antes del antes que nos habita, deletrea el presente, el entorno, lo qué somos: la animalidad transformada en lenguaje volcaba sobre sí misma y regresando al tiempo del no tiempo del arquetipo, de lo sagrado, del mito, transformados en memoria, en rutina, en cotidianidad.

 

Sobre la tradición recae el prejuicio de reducirla al campo de las artes o el desarrollo social, también creer que la tradición conlleva el rescate de valores perpetuando el poder o las jerarquías. La tradición –el ver el pasado, recobrar la memoria y confrontarse a ella– nos reencuentra con el conjunto de símbolos que han hecho de la sociedad una sociedad, que han hecho de la persona una persona, un individuo, una particularidad. La tradición concatena tanto a la física como a la técnica, a la pintura como a la economía, de tal manera, que al volver la mirada al pasado no lo hacemos para recluirnos en él, buscamos deletrearlo, reconocer y reconocernos repasando las funciones vitales que han construido la cultura, intentando dar repuesta a nuestras preguntas: el cómo, el dónde, el porqué, acumulados en la historia, en sus voces, en sus inicios, haciendo repaso de nuestros sueños y traumas, de la noche que nos posee con sus obsesiones transformadas en otras preguntas, como acontece en el Tránsito de fuego, cuyos personajes redefinen un lugar, persiguen un lenguaje, recobran un sentido, desarrollan una poética.

 

 

Portada de la antología publicada en Salamanca

 

La tradición no es un periodo de la historia, principia adherida al cuerpo, cuando nos alejarnos de la animalidad percibida en el entorno y asumimos consciencia (pulsión) de no morir, cuando en el silencio descubrimos nuestro grito buscándose, percibiendo nuestro tránsito ante la inmensidad de la penumbra, convertidos en narración y poesía, en trazos que rememoraban el agua mecida en el útero-caverna o el canto del nómada trasladándose a través de los vestigios de la memoria, un reencontrarse entre sueño y vigilia, que dieron forma –y lo sigue haciendo a pesar del vaciamiento y el olvido contemporáneo– a las conclusiones efímeras que recordaban nuestra vivencia ante la necesidad: el hambre, el dolor, la sed, el miedo, el no saber. A través de ellas, de las manifestaciones humanas hechas canto, danza o trazo, no solo volvían las voces de ancestros, mezclando como una sola cosa al pasado y al presente, o el clamor de nuestras voces y los ecos emanando del cuerpo, perfilando un rostro, una representación ante lo incierto como condición de la existencia. Sí, en la poesía nos reencontramos, como lo hace Eunice Odio en sus textos, pues al representar la sensación que embarga nuestras vivencias en el canto, nos reconocemos en él: al revivir volvemos a ser, reencontrando un sentido ante la oquedad de las cosas, el vacío y la ausencia.

 

La poesía diluye las barreras, desaparecen los límites vinculándonos al silencio, pues el silencio es antes del lenguaje, acontece en la oscuridad del caos donde no hay ni mar ni hojas, ni pájaros, sabiendo que ahí, donde el tiempo se detiene y el las cosas pasan sin pasar, emergemos, nace la otra voz, principia el lenguaje. La poesía, si quiere serlo, no asume posturas ni brillos, reniega de la denuncia y el manifiesto; no es una exaltación o un desahogo, tampoco una moral, una solución, el balbuceo o la sensiblería. Sus hilos se escapan e intentamos atraparlos pero se desvanecen, lo volvemos a intentar sin lograrlo sumidos en el “Campo Nublo”, como así llamaba Antidio Cabal a ese lugar de preguntas sin respuesta, donde el allá permanece al acecho como una sombra que transita entre la búsqueda y la transgresión que nos indaga. Allá, se destruye el lenguaje para que ilumine otro lenguaje, el mismo siendo otro, donde destella un sentido, algunos significados, un reencuentro, un acto de comunión que ojalá nos consuele y nos permita permanecer.

 

 

INQUISICIÓN, CONTRARREFORMA, AUSENCIA

 

Nombro a Eunice sin nombrarla. La menciono sin decirla. En cada línea que escribo, en cada idea o imagen está ella mirando. No solo mira, pregunta, afirma, se enoja, me dice “no”, guarda silencio, ríe y vuelve a mirar, mezclándose su obra y sus convicciones: la tribulación, su crítica y el compromiso literario; la ironía, la inteligencia y su deseo, sabiendo eso sí, que la poesía era el lugar de encuentro, donde al reunirnos con la opacidad del lenguaje principia lo humano, donde se confunde el vivir, el hacer, el pensamiento, la realidad con la irrealidad, haciendo de su vocación literaria (del compromiso con la otra voz y consigo misma) una condición de la existencia, una ética, una razón para vivir, a pesar de los contratiempos, de la oscuridad y el desprecio de tantos, los que quisieron (lo quieren todavía) convertirla en ausencia de sí misma, en silencio, en sombra.

 

 

Existencia y poesía, poesía y ética, derroteros marcados por el entorno, por un lugar, una época, un contexto: “El País de los ausentes,” le llamaba Jorge Arturo; “El Pueblón”,  le decía Eunice Odio al caserío josefino, a la aldea extendía entre barro y selva. Costa Rica fue el límite (el lindero) del Reino de Nueva España, el lugar sin lugar más allá del allá, al que no llegaban del todo las cosas y tampoco importaba. La provincia dejada de lado, consumida por la envida, el sonrojo, el resentimiento: sin una “gran historia”, tampoco grandes mitos o tragedias, más que reseñas de nuestro abandono: subsistimos, entre miseria y necesidad, mirando al otro –al de allá, al de aquí– con vergüenza, con rencor y desconfianza, siendo éste quizá el cimiento que da lugar al “choteo”, el “cortar la cabeza o boicotear” a aquel que sobresale (al distinto), al que con su hacer deja en evidencia nuestra precariedad. El choteo iguala a cada uno (a todos nosotros) y nos coloca a ras de piso, a la misma altura.

 

 

Cubierta de la edición española de El tránsito de fuego

 

Costa Rica, el lugar poblado por “estrellas de granito”, el sitio donde habita “una serpiente sin alas”, marginado entre los marginados, nació de la contrarreforma y la inquisición, del centralismo feudal de Felipe II y su necrofilia, de la negación del cuerpo y la censura a lo íntimo, es decir, la mutilación de lo particular, de la otra voz, del disidente, del distinto, elementos, que entre olvido y aislamiento, constituyen nuestra ontológica. Sí, los países latinoamericanos padecemos todavía los efectos de la llegada española, el trauma de encontrarnos entre ser, no ser y los postulados de la modernidad, la edad de la crítica y la censura, entre el aquello que deseamos y queremos (lo francés, lo italiano, lo español, lo otro) y lo autóctono, condiciones que se disimulan entre los delirios contemporáneos, pero que subyacen asomándose en cada rincón, en cada voz. En nuestros territorios se conjugan los muchos tiempos del mito, la linealidad y el consumo del instante por el instante, pasamos de la exaltación a la antropofagia cultural, la que nos hace vernos siempre como lo peor entre lo peor. Búsqueda y negación, necesidad de un rostro y el desprecio de nosotros mismos.  

 

El aislamiento costarricense conjuga todos estos elementos, haciendo de su no-presencia, una condición: al no figurar en la historia, preferimos destruir todo vestigio de ella y opacar nuestra propia voz y rostro, dando la espalda a lo que acontece, siendo quizá, esa relación con lo ausente, con la marginalidad histórica y la censura, sin grandes mitos ni epopeyas, lo que lleva a Eunice Odio, no solo a evadirse y buscar otros contextos, también a intentar reencontrarse en otro lugar: en la escritura, en la fundación del lenguaje y los fundamentos de lo humano, adentrándose en los arquetipos, como ella llamó a los ecos de sí misma, a la añoranza y los fantasmas que nos envuelven, buscando y buscándose. Regreso al origen, al antes del lenguaje para construir un lenguaje, un espacio-tiempo donde el poeta (ella) pueda permanecer; donde la poesía, lugar de comunión entre el ser y el estar, alimente lo cotidiano.

 

¿Se adelantó, Eunice Odio, a su tiempo, presagiaba, como lo hizo Albert Camus, en el Hombre rebelde y el Mito de Sísifo, la condición existencial del acontecer contemporáneo? No lo sé y tampoco importa. En sus textos, sobre todo en el Tránsito de fuego, donde al volcar la mirada en los sustratos del lenguaje, en el origen que funda lo humano, nos reencontrarnos, sabiendo, eso sí, que hay una luz, un destello en la sombra.

 

(Una primera versión de este ensayo, se publicó, en enero del 2020, en el Periódico de Poesía de la Universidad Autónoma de México)   

 

 

Busto de Eunice Odio en el Teatro Nacional de San José, obra de Marisel Jiménez

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