“ENTRE MOSCAS”. RELATO DEL BRASILEÑO EVERARDO NORÕES

 

Everardo Norões en el Teatro Liceo de Salamanca (foto de José Amador Martín)

 

 

 

Crear en Salamanca se complace en publicar este relato de Everardo Norões (José Everardo Arraes de Alencar Norões – Crato, Ceará, Brasil, 1944) economista, poeta, narrador, traductor, dramaturgo y crítico literario. Se exilió por cuestiones políticas y vivió en Francia, Argelia y Mozambique. Al regresar a su país publicó Poemas Argelinos (1981). Más tarde aparecieron ‘Poemas’ (2000); ‘Nas entrelinhas do Mundo’ (2002); ‘A Rua do Padre Inglês’ (2006); ‘Retábulo de Jerônimo Bosch’ (2009), ‘Poeiras na Réstia’ (2010) y ‘Melhores mangas’ (2015). Como narrador es autor de ‘O fabricante de histórias’, premio Concultura, Manaus, en 2012, y ‘Entre moscas’, de 2013, que obtuvo el prestigioso premio Portugal Telecom de la Lengua Portuguesa en 2014. Norões también es colaborador habitual de los diarios brasileños, escribiendo artículos y crónicas.

 

 

 

Norões participó en el XIX Encuentro de Poetas Iberoamericanos, celebrado en Salamanca el mes de octubre de 2016. Este relato, enviado por el autor, forma parte del libro ‘Poemas y cuentos’ (Paralelo Sur Ediciones, Barcelona, 2012), con traducciones realizadas por Sonia Serrabao y Valéria de Araújo

 

 

Mosca, de Eduardo Arroyo

 

 

 

ENTRE MOSCAS

 

La mosca se pega al cristal de la ventana. Ella es el blanco (la «mosca») de mi ojo, el objeto donde converge mi atención, aunque más allá del cristal se extienda el verde de la selva y, detrás de él, la casa en lo alto, y otros elementos del paisaje: cables, cercas, y montones de basura. Y en la basura, la lámina de las circunstancias que corta nuestras vidas: favelas, sin alcantarillado o agua corriente, el sonido del martillo golpeando algún secreto, o el hombrecillo pregonando yuca.

 

Mosca: al mismo tiempo blanco o insecto (insecblanco, blanquinsecto) de la especie de los esquizóforos, así denominados por tener un surco frontal que divide la cabeza en dos hemisferios. Ella se mueve, inquieta, blanco móvil que da vueltas en torno a sí misma. Si fuese persona, sería considerada alguien que disocia acción y pensamiento en el umbral de la esquizofrenia. Mas actúa así ciertamente por tener ojos múltiples, omatidios, ochocientos granos translúcidos, esferas cristalinas de alta definición, como una televisión LCD. Llevan luz al cerebro minúsculo, y ahora están encendidos por la superficie brillante del cristal, que la detiene en el interior del cuarto donde intento descubrir su estrategia de liberación de la prisión en la que la mantengo.

 

Ella, la mosca, tendrá una duración de, como máximo, veintiún días, su ciclo vital. Terminado el movimiento de esta peregrinación que también puede ser sobreentendido como realidad subjetiva), me quedaré solo, sin tener con quién compartir el hastío, ni siquiera la Iimitada visión de las gotas de lluvia sobre las hojas de los árboles próximos o el reflejo del sol que se desvanece sobre el ocre de los tejados.

Mosca de ojos rojos, de Sapio Paolo

 

 

Cuando pienso en estas sensaciones, no las considero una mera percepción óptica de un mundo que nos estrangula, a mí y a la mosca. Es como si estuvieramos dentro de una burbuja invisible, dentro de la cual contengo mi propio espacio-tiempo.

 

En cuanto a la mosca, hago de todo para no asustarla, aunque a veces la pierda de vista. Intento seguirla atentamente, y durante la persecución me viene siempre a la cabeza el verso del poeta español Antonio Machado:

 

“vosotras, moscas vulgares / Me evocáis todas las cosas»

 

Pienso, entonces, en la mosca que se posó en el ojo del primer muerto que vi. El cadáver, extendido en el ataúd, manos cruzadas, rostro tapado con una sábana que de vez en cuando era levantada por un curioso o un pariente cercano. Cuando el muerto era descubierto, la mosca volaba, volaba y regresaba, con insistencia casi rabiosa, a los ojos del difunto. ‘Tan joven’, repetían todos la misma frase, mientras espantaban la mosca en aquel vuelo suyo que se limitaba al territorio del tamaño de una camisa de cambray de lino blanca.

 

Al «evocar todas las cosas», recuerdo también la que me persiguió en la travesía de un trecho de desierto. Había sido advertido que el instinto de supervivencia llevaría a la mosca a pegarse a uno de nosotros y a seguirnos hasta el fin del viaje.

 

Mosca y miel, de Tomás Castaño

 

Instintivamente, ella sabía, que en aquellas circunstancias, abandonar al hospedero significaría la muerte. Me descuidé, y me convertí en su blanco. Me herí, levemente, de tanto intentar librarme del asedio y acabé por hacerme una pequeña mancha roja que aún llevo en el rostro.

 

La encontré de nuevo, la mosca, mi mosca. Empezó a dar saltos sobre el libro abierto al lado, encima de un pedazo de frase: «to drive home thefinalityofdeath».

 

Camina con pisadas microscópicas, ultrapasa el trecho: «byth emonotonousbuzzingoftheflies?» y después de rozar mi brazo izquierdo, aterriza finalmente en la pequeña porción de comida, de cerca de tres gramos, que deposité sobre la hoja de papel blanco, tamaño A4. Así, estará abastecida durante la rápida trayectoria sobre nuestro reino particular de cinco metros cuadrados: mesa, ordenador, estante con aproximadamente veinte libros y la mitad de una resma de papel reciclable.

 

Sobre el fondo blanco acompaño sus pequeños gestos nerviosos, sus giros, garabatos en el papel. Mueve las patas, restriega en un poco de comida lo que podría llamarse hocico, pero cuyo término correcto es probóscide. No puede ingerir sólidos, por eso deposita una mezcla de saliva y jugo gástrico, un ínfimo vómito, en aquellos minúsculos residuos. Una digestión «externa», que no consigo observar, ni siquiera con gafas. Si consiguiese examinarlo mejor, diría cuánto asco podría causarme. Mas por ser un acto tan microscópico, como todo lo que no se ve, no me da asco. Imagino que así debe pensar Dios-si es que Él existe- de todos nosotros, humanos, pequeños insectos nerviosos que nos movemos, sin objetivo ninguno, en nuestro pequeño bólido perdido por el universo.

 

Mosca herida, de Julián Andrés Chaves

 

La dejo más calmada, a la mosca, digiriendo su almuerzo vespertino. Me levanto de la silla, donde estoy casi todo el día leyendo e intentando entender los teoremas de la incompletitud de Gódel.

 

La miro como para despedirme y pienso de nuevo:

 

«(…) vosotras, moscas, moscas vulgares/ me evocáis todas las cosas.»

 

Ningún poema sobre moscas igual a ese de Antonio Machado. Nada de «mosca azul, alas de oro y granada» de aquellos versos del otro Machado que, con certeza, detestaba a los negros, acomplejado, sometido a ataques epilépticos, orgulloso de su uniforme de académico, dolmen de antiguas turquías. En cuanto a mí, prefiero la mosca de verdad: negra, sin metáforas. La que reina sobre nuestra podredumbre, y hace brillar la herida. Como el rezno: pequeños huevos-luz, larvas blanquecinas sobre la úlcera en la pierna del ciego del mercado, que nos obligaba a correr para huir de su compañía.

 

Hela sobre el papel inmaculado: un simple punto oscuro sobre el blanco, que todo puede significar: señal enigmática del texto, agujero negro de los orígenes, hollín final de los grandes incendios, carácter original de alguna traducción de Camilo Pessanha. Aquel de la barba llena de moscas, tuberculosis y concubinas, en el suelo sucio de China.

 

Apago el aire acondicionado. Me levanto de la silla, con hormigueo en la pierna derecha. Cierro la puerta con cuidado. Giro la llave, para que ella no huya durante la noche, y yo no pierda su compañía, por lo menos durante los presumibles 21 días que todavía le quedan.

 

Y de repente escucho, en una especie de murmullo.

 

Enciendo la gran mosca, la que no se mueve, ni revolotea en el aire. La que mide treinta y seis pulgadas, millares de granos translúcidos, esferas cristalinas de alta definición, que llevan la oscuridad a nuestro cerebro minúsculo. Y ahora encienden la noche, en la que solo, me confundo con ella…

 

 

 

Everardo Noroes, por Miguel Elías

 

 

 

 

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