‘EL SUEÑO (YO, ALONSO QUIJANO, ME CONFIESO)’. POEMA DE JOSÉ ANTONIO VALLE ALONSO Y PINTURAS DE MIGUEL ELÍAS

 

 

 

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 El poeta José Antonio Valle Alonso

Crear en Salamanca tiene la satisfacción de publicar el poema que, en nueve cantos, José Antonio Valle Alonso (Villamor de los Escuderos, Zamora, 1950), presentó para el XIX Encuentro de Poetas Iberoamericanos. En el Teatro Liceo leyó, el pasado 19 de octubre, sólo una de las partes.  Ha publicado, entre otros, los siguientes poemarios: Luz y tinieblas (1976); Marchito rosal (1979); La soledad (1987); Hacia la luz desnuda (1994); Primavera íntima (1997); Bajo el puente de Cronos (1999); La espiral del sueño (2006), El color de la fiebre (2011); Temblor de sombras (2011), Volcán de los deseos (2011), Templo del tiempo (2012), El color de la fiebre (2012), Y tanta luz para buscar la noche (2014), La otra orilla (2014),   Y esta rosa de luz o La eternidad de la azucena  (2016) y Adagio en París (2016). Ha obtenido numerosos premios y reconocimientos, entre ellos, el Premio Nacional de Poesía Jorge Manrique, el Premio Nacional de Poesía del Ateneo de Valladolid o el XXVIII Premio Internacional de Poesía “Justas Poéticas Castellanas”. Forma parte de la coordinación de “Los Viernes del Sarmiento”, reconocidos encuentros poéticos vallisoletanos patrocinados por la Obra Cultural del BBVA.

 

 

 

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I

 

A fe de galgo corredor os digo:

Que en duelos y quebrantos y saliva

se me iba la fuerza por los ojos

y perdía la luz de la sonrisa

a fuerza de sangrarme las espuelas

del corazón con las Caballerías.

 

Frisaba los cincuenta y me soñaba

a lomos de la noche un eremita.

Y me acerqué al rocín para contarle

la sinrazón que la razón olvida.

Y con la sed del alma a flor de nube

lo llamé Rocinante y asentía.

Y me nombré Quijote de La Mancha,

y entramos en el sueño por la orilla.

 

Dulcifiqué a Aldonza con los labios,

Dulcinea del bien, luna encendida

de El Toboso, fanal de mis desvelos.

Y una mañana -adelantando al día-,

 

del caluroso julio despertaba

y subí a Rocinante, fiebre ardida.

Armado hasta la barba, hasta el tejado,

y me embracé la adarga y florecía

en mi pecho el deseo con la lanza,

campo a través cuando el sol más castiga.

 

 

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II

 

Y enhebrando mi historia paso a paso

iba soñando bajo mi partida,

sin nada acontecido que valiera

a trastocar el pulso en mi hidalguía.

Sólo que padecía hambre de can

y un cansancio ladrón llamando a vísperas.

Y descubrí la luz mirando al cielo,

y un castillo de amor… y anochecía.

 

Con mi visera gris de papelón

crucé el umbral del trigo y de la viña,

crucé el umbral del sueño y de las rosas

y embridé mis andanzas por Castilla.

Armado Caballero, ya velado

las armas, e hincado de rodillas.

 

Cabalgaba en el viento la memoria

de tener escudero, y me afligía.

Y voló al corazón, del bosque el eco

febril de una campana que no olvidas.

Y di gracias al cielo por el trance,

y el alma a Dulcinea, por la dicha.

Y apenas que gozaba del contento

me encontré apaleado, piel en tiras.

 

Cual una bendición, oí ¡Quijana!

Me llegó a la razón casi hecha astillas,

al decir por mi nombre Pedro Alonso,

y huyeron los Jayanes de mi vista.

 

 

 

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III

 

Y pedí por Urganda hasta mi lecho,

y dormí junto a mí, mis agonías.

Y salvé para el sueño, de las llamas,

Las lágrimas de Angélica, dulcísimas.

 

Y burlé a Nicolás, a Pero Pérez,

a la santa mi ama, a mi sobrina,

después de hallar un muro de razones,

una noche cerrada, fugitiva.

 

Y haciendo mi escudero a Sancho Panza,

patriarca en su jumento parecía.

Armado de su bota y sus alforjas

gobernando ilusiones en la ínsula.

 

Al alba, campos de Montiel trotando

nos despedimos de la luna amiga.

Y treinta o más gigantes esperaban

a duelo nuestra suerte. En la porfía,

laureado me alzara yo de gloria;

mas molinos de viento se volvían.

Y dieron con mis huesos en el suelo,

y a Sancho le borraron la alegría.

 

 

 

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IV

 

Y caminamos hacia Puerto Lápice,

mi sueño de aventuras infinitas,

después de haber sanado a lo Machuca,

el valor de mi lanza fenecida.

Y piqué a Rocinante y casi en vuelo

sobre unos bultos negros me batía.

Y sangraron volcanes los Yangüeses.

Y la noche nos dio en las cabrerizas.

                            Sancho se durmió molido a coces,

y yo en el nido de una golondrina.

 

Retomamos camino hacia las dunas

de este mar de mis sueños fiebre arriba.

Y vi volar a Sancho casi al cielo,

y yo bajé al infierno en la caída

entre dos batallones de tinieblas

sujetando el dolor que me rompía.

 

Divagábamos, ya la noche oscura,

y racimos de lumbres ascendían…

Se erizaron de miedo mis cabellos,

y llamé a Dulcinea, luz encinta

de mi Triste Figura, eterno amor

bajo las alas de mi fantasía.

Y arremetí contra los enlutados,

portadores de un muerto en comitiva.

 

 

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V

 

 

Y temblaron los mazos de batán.

Las lágrimas de Sancho me dolían,

y sujeté en el bosque la ceguera,

y templé la razón y enmudecía.

Y el Yelmo de Mambrino, Yelmo de oro,

me dejó la cabeza confundida.

 

Del bien mal empleado ¡ay de mí!

Galeotes guijarros nos llovían.

Y llevé el pensamiento a Dulcinea,

y el alma le escribió una carta herida.

 

Y desnudándome quedé en pañales,

y el dolor de mi mal, Sancho tenía

mientras iba camino de El Toboso

a dar de mis razones desvalidas.

 

De vuelta mi buen Sancho me encontrara

sobre una peña alzado y en vigía.

 

Volvimos a la Venta y Maritornes

me acomodó la cama en bienvenida,

en el camaranchón, y a paso roto

crucé las fiebres que me poseían.

Y un Gigante de cimitarra armado

ante mi lecho de dolor crecía.

Y sangraron los cueros vino tinto

bajo mi cabecera, y me dormían.

 

 

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VI

 

Y en campo de Agramante despertara

con la paz en la voz y la luz limpia.

 

Mas volvieron las nubes, y encantado

me encontré en una jaula leonina,

soñando en alto, lleno en Dulcinea,

y el bueno de mi Sancho me sufría.

Llegamos a la aldea, a nuestra casa,

en un carro de amor. Y florecida,

ay –a la lumbre de mis ojos tristes-

una copa de sol dio mediodía.

Y dieron con mi cuerpo desquiciado

en mi lecho de paz, ama y la niña.

 

Guardé convaleciente la cordura

rememorando calenturas líricas.

Y me trajeron nuevas de mis fiebres,

pasadas a la pluma, dilucidas

por Cide Hamete Berengeli el moro,

biógrafo del Quijote que me habita.

 

E igual que a Sacripantes en Albraca

le hurtaron a mi Sancho en la guarida

su Rucio de la albarda, pues estático

quedó en el sueño hundido a la deriva.

 

Y fue en Sierra Morena, en sus entrañas,

de la Santa Hermandad, huyendo en ruinas.

 

 

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VII

 

Y cual Antón, Ginés de Pasamonte

sobre el jumento a pelo aparecía.

Los cien escudos que soplara Sancho

los gastó en el placer con su familia.

 

Y al fin ya liberado de la pena

de sentirme vencida pesadilla,

tomé otra vez las riendas de mi mano

camino de El Toboso, confundidas,

y mediaba la noche media luna

y llamé a Dulcinea y no me oía…

 

El demonio del carro de la muerte,

o barca de Carón la hizo cautiva

y lancé un juramento a los Satanes

y templé el corazón con valentía.

¡Caballero del Bosque, el cielo os vele!

-Y todos los espejos se encendían-

Corred y a Dulcinea, dadle nuevas,

decidle que he ganado esta embestida.

 

Y seguimos hilando los senderos

sueño a través y el alma oscurecía.

 

 

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VIII

 

¡Sacadme los leones de la jaula!

Le grité al leonero de las simas.

Porque quiero vencer al desafío

de mi triste locura empedernida.

 

Y columbré la dicha de sentirme

junto a mi Dulcinea, la fe íntima.

Y rasgué el pensamiento desnudado

y pequeño en un nido de ortigas.

 

Y subí a Clavileño, y en el éter

bajo una venda mi ceguera ardía.

 

Y tuvo ínsula mi Sancho Panza,

y soñó con las mieles prometidas.

Y las hieles probó de la locura

y despertó a la luz de la ironía.

 

¡Ay, los ojos de mar se nos llenaron!

Lagunas de Ruidera lejanísimas,

el día de San Juan apenas alba,

y a Dulcinea mi razón volvía.

 

 

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IX

 

El Caballero de la Blanca Luna

en la playa condal dio en mi desdicha.

Y colgamos mis armas sobre el rucio

de vuelta a nuestra casa, ya rendidas.

 

El Bachiller Sansón Carrasco sabe

de éste mi desvarío y dulcifica…

Pensaba yo, mientras hablaba a Sancho,

en la senda al hogar definitiva.

 

¡Ay Dulcinea de mis dulces sueños!

 

El mar vuelve a las nubes, y la brisa

me llega al corazón que arrinconado

guarda todo el dolor y lo eterniza.

 

Ha vuelto la razón cuando reclino.

Si pudiera beberme las pupilas

y saciar esta pena que recorre

el alma desgajada de mi vida.

 

A lo mejor mañana, Sancho bueno,

en la rueda del sol nos demos cita

y volvamos a nuevas aventuras

por los campos del orbe en compañía.

 

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 Valle Alonso leyendo su poema en el Teatro Liceo

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