ANTONIO MACHADO Y LO BARROCO. ENSAYO DE GASTÓN BAQUERO. NOTA DE R. R. PAVÓN Y PINTURAS DE MIGUEL ELÍAS

 

 

 

1 Retrato de Gastón Baquero I

  Retrato de Gastón Baquero I

 

Crear en Salamanca se complace en difundir este ensayo sobre Machado, escrito por el notable poeta cubano Gastón Baquero y recuperado por Remigio Ricardo Pavón (Banes, Cuba, 1954). Pavón es licenciado en Filología, poeta, crítico de arte y literatura. Miembro de la UNEAC. Licenciado en Filología por la Universidad de Oriente. Sus trabajos han parecido en publicaciones periódicas como Revista Letras Cubanas, Diéresis, Ámbito, Quehacer, La Luz, La Campana y en espacios digitales. Ha publicado los libros ‘Desnuda vocación de la palabra’ (Entrevistas, 2009) y ‘Fatuas entropías’ (2010). También es coautor del libro ‘Gastón Baquero: un recuerdo familiar’ (1995). Sus poesías se encuentran en las antologías ‘Cercana lejanía’ (2013), Poderosos pianos amarillos (2013) y ‘Palabras del inocente (2014). En ocasión del Centenario del gran escritor cubano Gastón Baquero, seleccionó y prologó el libro ‘Una señal menuda sobre el pecho del astro’, primer volumen de ensayos de Baquero publicado en Cuba después de 1948. En 1997 fue ganador del Premio Nacional de Periodismo Cultural en Radio, convocado por la Unión de Periodistas de Cuba y la UNEAC.

 

2 Retrato de Antonio Machado

Retrato de Antonio Machado

 

 

 

ANTONIO MACHADO Y LO BARROCO

(Texto de Gastón Baquero, escrito y publicado en 1939 y recuperado

en el último número de La Gaceta de Cuba, enero-febrero, 2017)

 

    La posición tomada por Antonio Machado frente al hecho del barroco literario español –Góngora, Gracián, Calderón-, y defendida con tanta consecuencia y lucidez, escribe en breves, profundos, diestros trazos, su biografía poética. Todo lo que el barroco supone de edificación, de recinto habitado por luminosos fantasmas -seguidores de lo oculto, obreros de lo imposible-, de plaza en la cual la intuición recibe aderezos y vestimentas que la reducen y dirigen (pasa, de protagonista a trasfondo), es lo opuesto por sangre, por experiencia y por esencia, a los sentimientos severos –éticamente severos-, directos, simples, de Antonio Machado.

 

    Existe el poeta a quien la poesía posee de un modo fatal. Siente que algo pasa dentro de su alma y, tomado por ello, absorbido, disuelto en ello, rompe a versificar, del mismo modo que rompe a florecer el árbol cuando la hora es llegada. Lo que es echado fuera, arrastrará para siempre consigo un aire de mundo sin conflicto, de fácil encuentro, eco y regalo. Pero existe –fortuna es el acontecimiento-, el poeta que siendo como es el otro un receptor de impulsiones, es, al propio tiempo, un rector de éstas, un aduanero de sus mensajes y encrucijadas. Poesía poetizada –la del último-, es a poesía acontecida –la del primero- como la vigilia es al dormitar; como –apurando el símil- la dicha y arte del logro es, supera, al inesperado tropiezo, a la presencia porque sí. No basta encontrar las estrellas reflejadas en el agua espontáneamente.

 

Para el poeta, lo poético, lo esencial, es re-encontrar, inventar, generar, lucificar con su iluminada conciencia, con su presta vigilia, el agua, la estrella, y la visión del agua y de la estrella. Lo que el poeta barroco agita titánicamente no es una petulancia ni una inconsecuencia: es una riesgosísima aventura, una colisión, un duelo. La actitud antibarroca puede ser una deleitosa contemplación de paisaje ya explorado, ya sin misterio, pero puede ser, casi siempre lo es, expresión de la más peligrosa de las ausencias: ausencia de problemática entrañada, esencial; problemática lírica, no representada por los problemas que el poema exponga, sino por los problemas que contenga sustancialmente, como tal poema. Barroco –en su génesis filológica, en la estimación escolástica- es contraposición, algo que falta y permanece, sin embargo, operante, vivificador, activo. La búsqueda orgullosa y consciente de ello, la audacia de irle en pos hasta en el propio círculo de toda sombra e incendio, es aparencial oscuridad, enredijo, laberinto. Pero en saliendo a la luz –a la angustiada luz de encarar largamente lo sombrío- lleva en su pecho el dardo estelar, la seña del cielo.

 

    Cuando la intuición es derramada orgánicamente, sin pauta ni freno, anúlase su valor cimero que es el acordarse como materia prima de todo arte. Maridarla con la reflexión, con el artificio, con la mentira; hacerla esponsal de aquello que Nietzsche, hablando de poesía, denominaba matrimonio entre la luz y la oscuridad, es levantarla sobre sí misma. Para Machado, todo lo que no era intuición desnudamente reconocible en el poema, era lógica. El romántico temor a la razón –como si la razón no fuese también espejo, laboratorio, de sentimientos y emociones- llevóle a reputar como de oscurantismo intencionado a toda la lírica barroca. Desde aquel grave ejercicio de voluntad ética, de servicio lógico y heroico que hiciera de su vida, trastornaba los conceptos de metáfora y ficción; desde el calmo jardín en que vivía –Castilla de las limpias acciones, Castilla la sin curvas, la maestra-, con la ingenua seguridad del hombre ético, pensaba que la oscuridad barroca es mala fe, artificio engañoso que se endereza contra los no iniciados, contra el pueblo. Así, entendiendo que la metáfora es un elemento de aristocratización, signo peyorativo que se lanza contra lo usual, arribaba su reposada costumbre de sentimiento lírico a la certidumbre de que todas las metáforas están de más.

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Llegó a hacerse esta pregunta pavorosa, inaudita en un poeta: ¿es la metáfora un elemento lírico? Porque perteneciendo en un terreno filosófico a los que condenan la filosofía de la identidad, y habiendo erigido como canon posible para una lógica poética aquel que conceptualmente es representable como la lógica del cambio substancial o devenir inmóvil, del ser cambiando y del cambio siendo, identificaba lo real con lo absoluto, y cada representación venía a ser pues, en ella, por ella, dentro de su mudable existir, la única realidad que era posible referir a toda presencia ideal, empírica o esencial de la representación que se consideraba.

 

Absoluto equivale entonces a real, ya que la condición –sea cual sea- está adecuada previamente por la condición de ser; y el meridiano que rige toda noción, engárzase en la noción de su realidad, en la noción de un devenir que deviene como tal res  gracias a una dinámica que se asienta, teológicamente, a partir de la nada (según Abel Martín, Dios sólo creó la Nada), y que arrojó de entre la vertiginosa integración en que se concretaba, a espaldas de la sombra, nada menos que el pensamiento humano. La deducción primaria de esta lógica consistirá pues en repudiar como arbitraria, como adulteradora y falsa, toda actitud que pretenda superar lo pragmático que implica esa unificación de lo real con lo absoluto. Si el objeto es –se preguntará-, y este ser, por su aliento dinámico de cosa que deviene, participa formal y esencialmente de lo absoluto, ¿para qué intentarle investigaciones, reconocimientos y dubitaciones que sólo conseguirán fincarle en una identidad que destruyendo la estructuración móvil, dialéctica, replantea la dualidad como antagonismo y da con ello pábulo a toda especulación, deformación y obnubilamiento de lo real? Una mesa es una mesa y nada más.

 

¿Qué hace aquí una metáfora? El paisaje puro –caso típico en Antonio Machado- nos da con su contorno un esquema lírico que no tiene porqué ser suplantado. Allí el chopo, la nube, el torreón, la anciana. Darles unos nombres que no sean éstos, aludirles en la gracia de una imagen, no es si no retórica, lógica conceptista que se disfraza de transcuerpo y misterio. La metáfora no es otra cosa pues, que una vuelta innecesaria, un rodeo, un intento de escamotear al hecho que se presenta su irreductible realidad. Como es observable, esta conclusión corona lógicamente la lógica expuesta. Para el conocimiento funcional, para el ejercicio objetivo o aprovechamiento humano de los objetos, basta con ese análisis. Pero he aquí que es observable también como lo apodíctico nace, en esta ocasión, no de exhaustez, sino de abandono. Las conclusiones post-objeto –sean cuales sean-, no agotan en modo alguno la no-realidad de absoluto, la dinámica inagotable de posiciones, posibilidades, destellos, que persiste ahincadamente en el intra-objeto. Pensar que la metáfora es una vestimenta que se ajusta violentamente a la superficie del objeto, hurtándole plenitud a su contorno, es confundir la metáfora con el arnés. Y he aquí que la metáfora es precisamente todo lo contrario.

 

    Una metáfora representa –antes de siluetear más o menos lúcidamente piel nueva para lo objetivo-, un intento de aumentar las nociones o elementos con que el hombre cuenta para ordenar el universo. Gracias a ella, son los hechos –nada menos que los hechos-, punzados, fecundados de sí mismos, enriquecidos hasta la exhaustez. Sólo cuando un centenar de metáforas ha ido a hundirse en la pesada duración de una experiencia (óptica, afectiva, imaginaria, etc.) comienza ésta a irradiar por toda su periferia una luminosa lluvia de sentido, una expresión profunda y poderosa. El mundo barroco, gravita sobre este perpetuo asaltar las posiciones reacias a la expresión cerrada, concluyente. Y como, allá por donde se trasunta esa angustiosa prolongación en lo eterno de todo lo creado, cada representación es susceptible (está necesitada) de ensanchamiento, aireación, renacimiento, el universo barroco arrastra en su frenesí, en su augusta rebeldía, cuanta noción o experiencia asoma a los erizados bordes de su problemática y destino.

 

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    ¿Y lo clásico? ¿No merece ser considerado también como una fervorosa y esperanzada requisitoria que el hombre lanza contra los cielos? Así es, efectivamente, en su interpretación ontológica, en su flanco teogónico. Pero lo clásico como funcionalidad, como historia, es una ordenación, una sistemática de elementos, que va a dar la categoría, la estructura, el orbe propiamente dicho. (De aquí las certeras afirmaciones, también hay un barroco clásico (Wolfflin) y  Casi todo lo llamado clásico en poesía es en verdad barroquismo (Ortega), tan olvidadas por los que confunden clasicismo con antigüedad.) En su génesis, todo impulso esencialmente creador es barroco. Ahora bien, si el impulso aplícase a una ordenación de elementos, a estructurar una coyuntura cósmica en la cual pueda el alma sentirse como señora de lo circundante, como reposado huésped de un bien dispuesto abrigo, estaremos en presencia de un expresión clásica; sí, a la inversa, el impulso –por nacer en una circunstancia ya vivida como modelación, ya regimentada-, intenta ese gesto heroico de resolver dinámicamente la continuidad que yace amputada en el orden (pues todo orden supone un reducción a límite convencional, ya que siendo la lógica el instrumento de la ordenación, junto con el hábito, la repetición tiende a reducir a hecho, a historia, los actos) puede desembocarse, o bien en una trasposición de los centros espirituales que sostienen el equilibrio –por ej. el gótico-, o bien en una formulación angustiada, descoyuntada, rota, en cuya irregularidad y estertor palpita la dura y azorante lucha entre la sombra y la luz.

 

    El noventiochismo español pertenece a un estadio genoclásico. Oponiéndose al caos trasatlántico, intentó estructurar una reordenación de la circum-stantia hispana. La invasión del paisaje, la temperatura moral de sus personajes, la inclusión de elementos objetivos –referibles lúcidamente-, enmarcaban su andar, su proyección, su repertorio. Si se medita un tanto en torno a la poderosa fascinación que lo sociológico, lo moral, ejerciera desde su nacer secreto, desde su exigente e irrechazable presencia, se comprende todo gesto que intente subordinar lo estético a una razón histórica. Había un quehacer propuesto a la  necesidad creadora. Había una cristalización, un bautizo rotundo, absorbente, que grabaría en aquéllas sus almas motoras, en los protagonistas de su espiritualidad, el modo limpio, severo, lineal, de sus esperanzas y designios. Cuando Antonio Machado se recoge para contemplar lo que los tiempos –líricos- se encimaban de sí mismos, encuentra en su derredor una creciente diferencia, una acentuación progresiva de todo lo que su doctrinal repudiaba y zahería. Don Luis de Góngora, el de la honda gracia, el tocado de plena poesía –tanto lo fuera que, un año antes de morir perdió la memoria, quedó viajero de la niebla y del humo-, iba a encontrarse vivo y prolífico de nuevo. España entraba, desde el umbral de Darío, en el sueño ardoroso, feliz, incansable, de un aire cimero. Y aquel poeta del paisaje, de la conciencia clara, de la luz objetiva y silenciosa, hundiéndose, dulce, severamente, en un aire de sombras. De ahora en adelante –milagro de poeta-, él, como tal él, no tiene más nada que decir. Aquí están dos seres vigorosos, imponderables, idos. Abel Martín y Juan de Mairena –dos metáforas-, tenían un cabal derecho histórico, espiritual, metafísico, a levantar voz española contra la honda amenaza barroca: ambos habían muerto en horas de ascetismo y desolación; ambos llevaban en sus pechos también, al modo de su tiempo, la angustiosa esperanza, la sacrificada vida que soñara levantar con su sangre esa oscura metáfora que es el destino.

                                                                         Gastón Baquero

 

(Espuela de Plata, No.1, La Habana, agosto-sepbre. 1939, pp.14-16)

 

 

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Retrato de Gastón Baquero

 

INTRODUCCIÓN

(UN ENSAYO POCO CONOCIDO DE BAQUERO)

 

Remigio Ricardo Pavón

 

    Después de la germinal Verbum (1937) José Lezama Lima emprende el proyecto de Espuela de Plata (1939-1941), revista que Virgilio Piñera llamó “turbio affaire”, en concitadora carta al autor de Muerte de Narciso.

 

    En el primer número de Espuela de Plata, agosto-septiembre de 1939, apareció un breve ensayo (apenas tres páginas, 14-16) titulado “Antonio Machado y lo Barroco”, lo firmaba un bisoño escritor de apenas veinticinco años de edad, Gastón Baquero. Con el paso de los años y de forma inexplicable, el texto ha devenido pieza incógnita en su dispersa obra ensayística, pues no ha sido reproducido en ninguno de los libros  publicados en vida del autor ni en las compilaciones posteriores; entre las azarosas razones no debe contar la de que se considere un ensayo de menor importancia, todo lo contrario, se trata del discernimiento de la controvertida posición estético-literaria de A. Machado respecto a una de las más fecunda y ecuménica corriente artística de la historia del arte. Notable ejercicio de cohesión alrededor del tema, por demás polémico,  a través de lúcida prosa discursiva, acertado instrumental crítico, juicios inteligentes, punto de vista original, y enfoque universal de indudable nivel teórico-informativo, por ejemplo: “también hay un barroco clásico (Wolfflin)”, mínima cita del libro Kunstgeschichtliche Grundbegriffe (1915), de Heinrich Wolfflin (Suiza, 1864-1945), prestigioso crítico, profesor e historiador del arte. Obra revisada y ampliada en 1933, traducida al español con el título de Conceptos fundamentales de la historia del arte, cuya vigencia ha permitido una nueva edición en 2006.

 

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Vale además mencionar entre las ideas expuestas por Baquero, el esbozo de su personal concepto de  la metáfora vista desde el saber poético, y lo concerniente a la audacia del creador en su afán de ofrecer al ser humano el substrato espiritual que ensanche su universo, al mismo tiempo advierte la deplorable actitud de una poesía “sin misterio”, agrega a ello “la ausencia de problemática entrañable, esencial; problemática lírica”, que  lleva en sí “un aire de mundo sin conflicto, de fácil encuentro, eco y regalo”, lastre que no permite a la escritura elevarse a la categoría de sortilegio para  transgredir el torpe  esquema de la realidad.

 

    Y es en este ¿olvidado? ensayo donde encontramos, por vez primera, la enunciación cuasi teorética de, “inventar”, aplicada a la creación poética, con sus subyacentes nociones de fabulación, imaginación, encantamiento de la palabra, magias consentidoras de mundos alternativos, elaborada muchos años después; genuino aserto o ars poética de lo que significa para él  poetizar. “No basta encontrar las estrellas reflejadas en el agua espontáneamente. Para el poeta, lo poético, lo esencial, es re-encontrar, inventar, generar, lucificar con su iluminada conciencia, con su presta vigilia, el agua, la estrella, y la visión del agua y de la estrella,” nos dejó conceptuado desde 1939 el joven Baquero en excelente prosa, siempre aguda, sugerente y reveladora, que se nos antoja verdadera joya del género, digna de su gran magisterio. Seguramente habrá otras claves y otros signos por descubrir, pero eso ya queda a cuenta del generoso y avisado lector.

 

 

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Remigio Ricardo Pavón

 

 

 

 

 

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